¿Puede la Iglesia Católica ser la campeona contra las fuerzas del liberalismo secular militante?

Escribo como sacerdote católico que ama a este país de los Estados Unidos de América y que también está alarmado y enojado por las fuerzas que proclaman sus raíces en el «liberalismo» y que impulsan persistentemente una agenda que es antirreligiosa y contraria a lo que la mayoría de la gente en este país todavía cree: que existe una ley moral básica que puede ser conocida por todos los hombres y mujeres y que la única base real para los derechos civiles del individuo es la creencia en un Dios trascendente.

Mantenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables, entre los que se encuentran el derecho a la Vida, a la Libertad y a la búsqueda de la Felicidad.

Estas famosas palabras que son parte de la introducción a la Declaración de Independencia son los cimientos en los que se basa el experimento americano. La afirmación de que “estas verdades son evidentes por sí mismas” tiene su base en la creencia en la Ley Natural. La Ley Natural hunde sus raíces en la filosofía occidental y en el Antiguo y Nuevo Testamento de la Biblia. La Ley Natural declara que todo ser humano pensante comprende que existe una estructura moral racional subyacente a la interacción humana a todos los niveles y que transgredir esta ley moral es un crimen contra la humanidad misma. Cuando los fundadores de este país proclamaron la naturaleza “evidente por sí misma” de estas verdades que conforman la Ley Natural, no estaban invocando ninguna religión para respaldar esta afirmación fundamental de un entendimiento compartido de las verdades de la Ley Natural. Tampoco creyeron que estas verdades dependieran de la educación de uno o de su lugar en la estructura social de la sociedad. Se basaban en una firme convicción filosófica de la existencia de una Ley Moral que debe ser la base de una nación verdaderamente civilizada y libre.

La segunda parte de la introducción de la Declaración de Independencia basa los “derechos inalienables” de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad en la existencia de un Creador divino, es decir, en la existencia de Dios. No hay duda de que la concepción de Jefferson de este Creador difería de la de John Adams y de la de sus antepasados puritanos. Sin embargo, lo que tenían en común es la creencia en un Ser trascendente que es el origen y la base de estos derechos inalienables de la humanidad.

En la actualidad, un segmento importante de gente de este país ya no cree en estas dos afirmaciones fundamentales del prólogo de la Declaración de Independencia. Ese «segmento importante» es en realidad una minoría en términos de porcentaje de la población estadounidense, y es este segmento el que niega la existencia de la Ley Natural y el fundamento de los derechos humanos en un Dios Creador. El arrogante y poderoso triunvirato formado por prestigiosas instituciones académicas, por la fuerza que aturde de los medios liberales que no lo son y por las fuerzas políticas que están tratando, en nombre de la libertad y la igualdad, de socavar las bases mismas de la libertad y la igualdad estadounidenses constituyen los principales elementos de las fuerzas actuales del liberalismo secular militante que amenazan con olvidar y negar los principios fundacionales de Estados Unidos.

Una de las denominaciones más reveladoras para las diversas categorías de votantes en el análisis de las encuestas preelectorales y de los resultados postelectorales ha sido la de “sin educación universitaria”. El propósito de esta categoría ha sido denigrar a quienes no tienen educación universitaria mostrando que votaron abrumadoramente en contra de la agenda liberal y, por lo tanto, deben ser descartados como no muy inteligentes y, por ello, no importantes para el futuro de este país. Estas personas son tratadas como básicamente estúpidas, porque todavía creen en la historia como algo que no se puede cambiar por voluntad propia para ponerla al servicio de una agenda política. Representan, sin romanticismo, a los hombres y mujeres olvidados de este país. La condescendencia mostrada hacia estos numerosos estadounidenses por los medios liberales les quita la máscara de «liberalidad» a sus palabras y muestra claramente cuál es su objetivo final: la destrucción del tejido social, político y religioso de este país para lograr un futuro sin el bagaje de verdades evidentes y sin fe en un Dios que es la fuente de los derechos de la humanidad.

Debe plantearse la cuestión de si se pueden detener las fuerzas de la agenda liberal secular. Ciertamente no las detendrán los senadores republicanos que se hacen pasar por «conservadores». No ofrecen señales de liderazgo moral e intelectual y, ciertamente, no muestran coraje en el momento actual y singular que está viviendo este país. Por otro lado, no puede haber esperanza alguna en que el presidente electo se mantenga firme frente al fuerte empuje secular de su partido. No entiende en absoluto lo que está en juego en los próximos cuatro años, porque una fuerte minoría de su propio partido quiere que este país se convierta en algo irreconocible no solo para los Fundadores sino también para innumerables generaciones de estadounidenses hasta el día de hoy, un país en el que el discurso religioso estará prohibido en la esfera pública de la política y la legislación.

¿Pueden los líderes religiosos de este país levantarse y oponerse activamente al secularismo nocivo que se opone a la fe religiosa de cualquier tipo? Es dudoso dado el panorama religioso actual en este país, en su mayoría cristiano. El protestantismo liberal hace mucho tiempo que abandonó los principios doctrinales del cristianismo y se ha transformado en un grupo que sigue en movimiento, pero que al final aprueba la marcha hacia el liberalismo secular. Los protestantes evangélicos que todavía creen en Jesucristo han perdido gran parte de su influencia debido a su alianza con un significativo conservadurismo político del pasado y no pueden hacer frente ahora a las fuerzas del liberalismo secular.

Y luego está la Iglesia Católica. El protagonismo de la Iglesia Católica en la historia del mundo occidental ha sido sólido y real. Siempre ha sido una fuerza importante en esa historia, incluso aunque no siempre haya estado a la altura de las enseñanzas de su fe. Cuando se piensa en el papel de la Iglesia católica en la historia occidental, se tiende a pensar en ella como una fuerza política y social. Pero su mayor contribución a la historia de Occidente se ha desarrollado precisamente en la historia intelectual de Occidente. El concepto mismo de Universidad y su inicio como institución social de aprendizaje es parte del gran legado intelectual de la Iglesia Católica. Incluso después de la Reforma Protestante, los eruditos y pensadores católicos continuaron contribuyendo a la vida intelectual del mundo occidental, no solo en teología y filosofía, sino también en lo que ahora llamamos ciencia. Los fundadores protestantes de este país estaban familiarizados no solo con Cicerón y Locke, sino también con Agustín, Tomás de Aquino e incluso Roberto Belarmino.

¿Es entonces la Iglesia Católica la esperanza de este mundo en el que vivimos para ser la fuerza que contrarreste el enorme impulso de un liberalismo secular agresivo que parece imparable? Podría parecer que la respuesta a esta pregunta debe ser “No”, dado el débil estado de la Iglesia Católica en este país hoy. Cuando miramos la historia de la Iglesia en los Estados Unidos, vemos que los católicos fueron definitivamente «forasteros» durante la mayor parte de la historia de nuestro país. Ninguno de ellos vino aquí en el Mayflower. La mayoría vino en tercera clase desde distintas partes de Europa. La Iglesia aquí nunca construyó una tradición intelectual como la de Europa, porque estaba demasiado ocupada con asuntos de ladrillo y cemento y luchando contra los prejuicios y la desconfianza de la América protestante. Los católicos destacaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y fueron mejor aceptados como «verdaderos estadounidenses». Llegaron a ser asimilados en el gran crisol americano, incluso si adoraban en un idioma ininteligible, mantenían algunas costumbres extrañas y eran blandos en los temas relacionado con la libertad individual.

El Concilio Vaticano II y sus secuelas en los años sesenta y setenta acabaron con esta reciente seguridad de ser aceptados y plantearon severos desafíos a la Iglesia. El colapso de las órdenes religiosas y del sacerdocio en esos años, luego los escándalos sexuales que involucran al clero y el intento de encubrimiento de estos crímenes por parte de la jerarquía, la caída precipitada en la asistencia a la misa dominical, la falta de liderazgo intelectual y espiritual de tantos obispos, que tomaron como modelo de comportamiento el de un director ejecutivo de una corporación, y la última evidencia de la corrupción del clero en los altos cargos que aparece en el Informe McCarrick, que en sí mismo fue impactante no solo en su descripción del ascenso y caída de un cardenal que era un depredador sexual sino también por su rechazo a reconocer la corrupción moral que existía y aún existe en el episcopado católico.

Cuando nos damos cuenta de que los obispos de este país ni siquiera pueden presentarse como grupo para amonestar severamente, en términos tanto intelectuales como de fe, a un presidente electo que se llama a sí mismo católico y que apoya totalmente el “derecho” antinatural del aborto que ha sido constantemente condenado por la Iglesia, podría parecer que dado el actual estado de debilidad de la Iglesia Católica en los Estados Unidos, no podemos poner nuestra esperanza en ella para contrarrestar las fuerzas del liberalismo secular que amenazan no solo a este país sino también a toda la Iglesia. Pero todavía mantengo esta esperanza en la Iglesia Católica en los Estados Unidos. Esta esperanza no surge del romanticismo o de la fe ciega por mi parte. Esta esperanza se fundamenta en un hecho, en el siguiente hecho: que Cristo fundó su Iglesia en un hombre que lo malinterpretó constantemente, que lo traicionó tres veces de manera vergonzosa, que se escondió en un Cenáculo por temor a que las autoridades lo arrestaran y lo mataran como a Cristo y que estuvo celoso hasta el final del amor que Cristo sentía por el apóstol Juan.

Ahí no hay mucho espacio para la esperanza. Pero el resto, como suele decirse, es historia, y a pesar de tiempos de oscuridad y fe débil, la Iglesia Católica siempre ha sido portadora de la Luz que brilla en las tinieblas. Esa es la misión que le ha dado Dios. La cuestión, como siempre, es de fe. La pregunta a los obispos de la Iglesia en Estados Unidos es la misma que Jesús le hizo a Pedro: «¿Quién dices que soy?» Y la misma que Jesús le preguntó a Marta: «¿Crees esto?» La respuesta fiel de los obispos a estas preguntas, y la respuesta fiel de los sacerdotes y, lo que es igualmente importante, la respuesta de los laicos deben ser la base de nuestra esperanza, no solo para este nuestro país, sino también para el mundo entero.

Padre Richard Gennaro Cipola

Traducción AMGH. Artículo original

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