«Rusia será católica». El sueño de tantos conversos rusos del siglo XIX, como el padre Shuvalov, es también el título de un libro que tuvo mucho impacto en su época: La Russie sera-t- elle catholique? (París 1856) del padre Iván Gagarin de la Compañía de Jesús. Iván Sergeevich Gagarin nació en Moscú el 20 de julio de 1814 en una ilustre familia descendiente de los príncipes de Kiev.
Fue agregado en el consulado ruso en Munich, y más tarde en la embajada en París, donde participó en la vida intelectual francesa y frecuentó las tertulias de Sophie Svetchine. Gracias a la influencia de la propia Svetchine y de autores como Piotr Yakovlevič Chaadaev (1794-1856), maduró su conversión al catolicismo. El 7 de abril de 1842 abjuró de la religión ortodoxa y abrazó la fe católica con el padre Francisco Javier de Raviñán (1795-1858), que ya había acogido la conversión del conde Shuvalov. A los veintiocho años, Iván Gagarin no sólo renunciaba a un halagüeño futuro político y diplomático, sino también a toda esperanza de regresar a su patria.
En la Rusia zarista, la conversión al catolicismo suponía un delito comparable a la deserción o al parricidio. Abandonar la fe ortodoxa para seguir otra religión, aunque fuese cristiana, se castigaba con la confiscación de todos los bienes y la pérdida de los derechos civiles y títulos nobiliarios, y con la reclusión vitalicia en un monasterio o el exilio a Siberia.
Un año más tarde, Iván, que ahora se llamaba Jean Xavier Gagarin, solicitó el ingreso en la Compañía de Jesús, y fue admitido en el noviciado de San Acheul. Inició un periodo de largos estudios que culminaron en su ordenación sacerdotal y la profesión de votos en la orden de San Ignacio de Loyola. Para el padre Gagarin, a cuyo celo ardiente se unía una viva inteligencia y una formación señorial, se inició una nueva vida. Durante la guerra de Crimea participó con el célebre matemático Augustin Cauchy (1789-1857) en la fundación de la Œuvre d’Orient, asociación destinada ayudar a los cristianos de países orientales.
A finales de 1856 fundó la revista cuatrimestral Études de théologie, de philosophie et d’histoire, que llegaría a convertirse en la célebre revista Études. Ahora bien, cuando en 1862 la publicación pasó a manos de los jesuitas franceses, experimentó una transformación radical. Mientras se inauguraba el Concilio Vaticano I, Études, a diferencia de su análoga publicación romana Civiltà Cattolica, asumió una postural filoliberal que mantendría a lo largo del siglo siguiente.
El gobierno ruso, que se proponía extirpar el catolicismo de las provincias occidentales del Imperio, consideró al príncipe Gagarin un enemigo a eliminar. Fue acusado de haber escrito cartas anónimas al poeta Alejandro Sergeevich Pushkin (1799-1837) que lo habrían exasperado, llevándolo a batirse en un duelo en que encontró la muerte. Hace poco la joven historiadora polaca Wiktoria Sliwowska ha demostrado que se trató de una campaña de calumnias organizada por la Tercera Sección de la Cancillería Imperial(L’Affaire Gagarine, Institutum Historicum Societatis Iesu, Roma 2014, pp. 31-72).
La Russie sera-t- elle catholique? se publicó en 1856. En dicha obra, el padre Gagarin evoca la bula solemne de Benedicto XIV Allatae sunt del 26 de julio de 1755, con la que el Santo Padre, manifestando «la benevolencia con la que la Sede Apostólica abraza a los orientales […] dispone que se conserven sus antiguos ritos en tanto que no se opongan a la religión católica ni a las buenas costumbres. Tampoco exige a los cismáticos que regresan a la unidad católica que abandonen sus ritos; simplemente que se retracten de las herejías, deseando ardientemente que sus diversos pueblos se mantengan y no sean destruidos, y que todos sean en resumidas cuentas católicos, no latinos».
Para devolver la unidad a los pueblos eslavos –comenta el padre Gagarin– es necesario respetar los ritos orientales, exigir la abjuración de los errores contrarios a la fe católica, y sobre todo combatir el concepto político-religioso de los ortodoxos. Para el jesuita ruso, el cisma ortodoxo es ante todo consecuencia del bizantinismo, concepto según el cual él entiende la diferencia de relaciones entre Iglesia y Estado que existen en el mundo bizantino y el occidental. Para Bizancio, no hay distinción entre los dos poderes.
La Iglesia está en la práctica subordinada al Emperador, que es considerado cabeza de ésta, en cuanto delegado de Dios tanto en el ámbito eclesiástico como en el secular. Tanto los autores rusos como los emperadores bizantinos ven en la Iglesia y en la religión un medio del que servirse para garantizar y extender la unidad política. Este desgraciado sistema se basa en tres pilares: la religión ortodoxa, la autocracia y el principio de nacionalidad, en cuyo nombre han entrado en Rusia las ideas de Hegel y otros filósofos alemanes. Tras las pomposas palabras de ortodoxia, autocracia y nacionalismo no se oculta otra cosa que «la forma oriental de las ideas revolucionarias del siglo XIX» (p. 74).
Gagarin pronostica la ferocidad con que se aplicarán en su país las ideas revolucionarias. Los textos de Proudhon y de Mazzini le parecen suaves y educados en comparación con la violencia de los agitadores rusos. «Es un contraste que puede servir para medir la diferencia entre como se entiende en Europa el principio revolucionario y como se pondría éste en práctica en Rusia» (pp. 70-71).
En una página profética, el padre Gagarin escribe: «Cuánto más se ahonda en el tema, más se llega a la conclusión de que la única lucha verdadera es la que se libra entre el Catolicismo y la Revolución. Cuando en 1848 el estallido revolucionario aterrorizaba el mundo con sus aullidos y hacía temblar a la sociedad, arrancándole los cimientos, el partido que se dedicó a defender el orden social y a combatir la Revolución no vaciló en escribir sobre su bandera el lema: Religión, Propiedad, Familia, y se apresuró a enviar un ejército para restituir en su trono al Vicario de Cristo, al que la Revolución había obligado a emprender el camino del exilio. Tenía toda la razón; no hay sino dos principios contrapuestos: el principio revolucionario, que es esencialmente anticatólico, y el principio católico, que es en esencia antirrevolucionario. A pesar de todas las apariencias en contrario, no hay en el mundo más que dos partidos y dos banderas: por una parte, la Iglesia Católica, que enarbola el estandarte de la Cruz, el cual conduce al verdadero progreso, la verdadera civilización y la verdadera libertad; por otra, se alza el pendón revolucionario, en torno al cual se congrega la coalición de todos los enemigos de la Iglesia. ¿Y qué hace Rusia? Por un lado, combate la Revolución; por otro, combate a la Iglesia católica. Tanto por fuera como por dentro, encontraréis la misma contradicción. No vacilo en decir que su honor y su fortaleza está en ser adversaria infatigable del principio revolucionario. Y su debilidad radica en que es al mismo tiempo adversaria del catolicismo. Pero si quiere ser coherente consigo misma, si de verdad desea combatir la Revolución, no tiene más que tomar una decisión, unirse a las filas católicas y reconciliarse con la Santa Sede» (La Russie sera-t- elle catholique?, Charles Douniol, París 1856, pp. 63-65).
Rusia no acogió esta llamada a la acción, y la Revolución Bolchevique, tras haber exterminado a los Romanov, difundió sus errores por el mundo. La cultura abortista y homosexualista que actualmente lleva a Occidente a la muerte hunde sus raíces en la filosofía de Marx y de Hegel, que se implantó en Rusia en 1917. La derrota de los errores revolucionarios no podrá llevarse a cabo, ni en Rusia ni en el mundo, sino bajo la enseña de la Iglesia Católica.
Las ideas del padre Gagarin dejaron huella en el barón alemán August von Haxthausen (1792-1866), que con el apoyo de los obispos de Münster y Paderborn fundó una Liga de oración llamada Petrusverein (Unión de San Pedro) con miras a la conversión de Rusia. Con el impulso de los padres barnabitas Shuvalov y Tondini, nació en Italia y en Francia una asociación análoga. A los miembros de estas asociaciones se les aconsejaba rezar por la conversión de Rusia cada primer sábado de mes.
El 30 de abril de 1872, Pío IX concedió mediante un breve indulgencia plenaria a todos los que, confesados y comulgados, oyeran Misa por el regreso de las iglesias griegas y rusas a la unidad católica. La Virgen apreció sin duda esta devoción, porque en 1917 en Fátima recomendó la práctica reparadora de los cinco primeros sábados de mes como instrumento para la instauración de su Reino en Rusia y en el mundo.
Roberto de Mattei
(Traducido por J.E.F)