¿Será santo el Obispo que profanaba la fe?

El 25 de noviembre pasado el Papa Francisco autorizó la promulgación del decreto sobre las virtudes heroicas de Monseñor Antonio Bello (1935-1993), conocido como Tonino, el polémico Obispo de Molfetta-Ruvo-Giovinazzo-Terlizzi, que se convirtió en un modelo de pastor para el magisterio bergogliano. Basta leer algunos fragmentos de sus consideraciones para comprender que estamos hablando de un sacerdote de una religión diversa de la católica. La «Iglesia del futuro«, dijo en Loreto en 1985, «debe ser ‘débil’, debe compartir el sufrimiento de la perplejidad, debe ser compañera del mundo, debe servir al mundo sin pretender que el mundo crea en Dios o que vaya a misa los domingos o que viva más de acuerdo con el Evangelio…».

El 27 de febrero de 2013 dedicamos un artículo en Corrispondenza Romana (n. 1282) titulado ¿Será beato Don Tonino Bello? Es útil volver al tema porque es indispensable no resignarse a las enseñanzas lesivas del conjunto de la Iglesia, comprendiendo que resistir a estos errores es un deber de todo buen católico. En el año 2012, el P. Paolo Maria Siano dedicó un profundo y perfecto estudio en la revista teológica Fides Catholica titulado Alcune note sul «Magistero» episcopale del Servo di Dio Mons. AntonioDon Tonino«) Bello (1935-1993). Una contribución crítica que sigue siendo muy instructiva para comprender quién era realmente este sacerdote de la calle, pero no de las iglesias. El valor que él daba a la política, a la idolatría del hombre, a la banalización de la Misa y de las cosas sagradas, a las ideas secularizadoras y progresistas dio lugar por su parte a un modo de vida completamente ajeno a la Iglesia de siempre y a su identidad sacerdotal: «Más que atacar dogmas individuales, Mons. Tonino manifiesta una mentalidad ´nueva´ para una Iglesia ´nueva´ donde los Dogmas son prácticamente superfluos…. Su lenguaje ‘moderno’ […] ahoga el Misterio y lo Sobrenatural en lo humano y lo mundano…«. (cfr. T. Bello, Servi inutili a tempo pieno, Edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo 2012, pp. 99-100).

Sus referentes fueron Helder Câmara, Karl Rahner, Bruno Forte, Teilhard de Chardin, Giacomo Lercaro, Luigi Bettazzi, Michele Pellegrino, Ernesto Balducci, Carlo Maria Martini, David Maria Turoldo, maestros de los cuales no podía sino surgir un discípulo revolucionario del calibre de Monseñor Bello, amante de la Iglesia «en salida» y en autodestrucción, con iglesias cada día más desiertas. Fue el hombre de la revolución de 1968 en el seno de la Iglesia, un gran hiperconciliarista: «Fueron los años en los que, uno a uno, aprendimos a demoler ciertos ídolos que el Concilio ya nos había instado fuertemente a derribar: el orgullo de la carne y de la sangre, el prestigio de las apariencias, la seguridad del lenguaje, la fascinación tranquilizadora del pasado, el alejamiento de las tribulaciones de la búsqueda humana…«, palabras muy apetecibles para el radicalismo chic y el pauperismo muy en boga bajo el gobierno del Papa Bergoglio.

La parroquia, en su opinión, «debe ser un lugar peligroso donde se hace ´memoria subversiva´ de la Palabra de Dios» (ibid., p. 10) y el misionero está llamado a adaptar su lenguaje catequístico «al vocabulario del mundo» para implementar la «fidelidad al hombre» (T. Bello, Stola e grembiule. Il diritto e il rovescio dell’unico panno di servizio sacerdotale, Ed. Insieme, Terlizzi-Bari 2008, p. 15). No digirió la teología clásica y prorrumpía con sus expresiones «proféticas» que expresaban su deseo de rebelión contra la Iglesia de siempre, simpatizando en cambio con el relativismo del mundo contemporáneo, alejado de Dios y de la razón.

Superficial y a veces banal, él también cayó en la blasfemia y el error flagrante, como cuando afirmó: «Dios está en todas partes: está en los lugares sagrados y positivos (santuarios, monasterios, Cáritas…) pero también está en los lugares donde se practican ´orgías de libertinaje’, negocios financieros turbios, espectáculos obscenos, la ‘brujería’, las blasfemias», la ´violencia´..(cfr. T. Bello, Articoli, corrispondenze, lettere, notificazioni, vol. V, pp. 138-139). Don Tonino, como sostiene el P. Siano, ofrecía una «especie de ´panteísmo´ sui generis, afín a ciertas creencias esotéricas que predican la unión de todos los opuestos«.

Era original y amante de la innovación, poniendo al hombre en el centro de todo olvidando lo que es la Verdad traída por Jesucristo. Deseaba remodelar todas las oraciones en términos humanos: los actos de fe, de dolor, de esperanza, de caridad, y entonces transformarlos en actos de fe, de amor, de esperanza en el hombre. Él estaba a favor de una «santidad laica«, «urbana«, «democratizada«, absolutamente desprovista de connotaciones sobrenaturales y así podría haber sido fácilmente un pastor protestante en vez de estar en la Santa Iglesia Romana. Por otro parte, se indignó contra la misma Iglesia, responsable de la «hecatombe de las culturas«, violentando «las grandes tradiciones religiosas de los Incas, de los Aztecas o de los Mayas«. Según este pensamiento surrealista y delirante, los Apóstoles y sus sucesores, entonces, habrían cometido una trágica torpeza: no deberían en absoluto haber evangelizado a los pueblos por mandato de Cristo… fue el Cristianismo, de hecho, el que puso fin a los ritos de sacrificios humanos perpetrados en América del Sur.

Luego se permitió licencias indecentes y profanadoras al describir a María Santísima como una mujer festiva. La retrató rebajándola y despojándola totalmente de su carácter de Inmaculada, haciendo insinuaciones sobre sus actitudes y favoreciendo una Mariología sensualista, refiriéndose a posibles miradas lanzadas a San José, a la felicidad que sentía al usar un vestido nuevo, a ser protagonista de la embriaguez en el baile. Llegó a invocarla en estos términos: «Ayúdanos a que en esos rápidos momentos de enamoramiento del universo podamos intuir que las salmodias de las monjas de clausura y los ballets de las danzarinas del Bolshoi tienen la misma fuente de caridad. Y que la fuente inspiradora de la melodía que resuena en una catedral por la mañana es la misma que escuchamos por la tarde… desde una glorieta junto al mar: «Parlami d’amore, Mariù» (Cf. T. Bello, Maria donna dei nostri giorni, Edizioni Paoline, Cinisello Balsamo 1993, pp. 11-13).

De Maria donna dei nostri giorni – María dueña de nuestras vidas- se pasa ahora a no dar más el nombre de María a las niñas, sin que del Vaticano llegue un fruncir del ceño en señal de desacuerdo con esta descristianización masiva. De hecho, el 29 de noviembre, la Unión Europea formuló un decálogo de pautas a seguir en la comunicación, entre las cuales: las festividades no deberán más referirse a connotaciones religiosas, como la Navidad, sino mencionarlas de forma genérica, ya que la comisión pide «evitar dar por descontado que todos somos cristianos«, por lo que también será necesario dejar de utilizar nombres propios típicos de la Cristiandad, como María.

Intolerante con la santidad como se la conoce tradicionalmente y con la devoción a los santos al igual que el protestantismo, el profeta socialista y laicista de Salento, el «sacerdote de delantal» que sólo está al servicio de los pobres (no espiritualmente, sino económicamente), era un gran propugnador de la liturgia laica y de la santidad laica, ciertamente no del honor de los altares donde hoy lo eleva la Santa Sede. Sin embargo, como excelentemente escribe el P. Paolo Maria Siano: «Es nuestra opinión que beatificar o canonizar a Mons. Antonio Bello equivale prácticamente […] a ‘canonizar’ un modelo de Pastor y de pastoral muy cuestionable, lábil y heterodoxo» y también una doctrina política y sociológica de la que desciende directamente, a años luz del Evangelio.

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