Sermón para la festividad de la Asunción de la Santísima Virgen María, 2016

«Cuando esto corruptible se haya vestido de incorruptibilidad, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: “La muerte es engullida en la victoria»  (I Cor 15, 53).

Cuando surge la pregunta ¿de qué se trata, esencialmente, la cristiandad? —y esta es una pregunta cada vez más frecuente en la cultura pos cristiana que nos ha tocado vivir— respondo que se trata de la muerte. Esto resulta sorprendente para los que no son cristianos pero también para un creciente número de cristianos. No debería ser así, ya que la cuestión del significado de la muerte, así como el evento de la muerte de Jesucristo, constituyen el meollo de la Fe. Una religión que no se encara directamente con la muerte y no tiene una respuesta a esa cuestión fundamental carece de relevancia para toda persona viviente. Si alguien me hiciese la pregunta ¿cuál es el significado de la fiesta de este día?, yo respondería que es una festividad que conmemora una respuesta a la muerte, o que esto es lo que consideramos como el fruto de la muerte de Jesucristo, a saber, la vida eterna con el Creador, la fuente y el origen de la vida; y que a esto se debe que nos sumamos a los ángeles celestiales para cantar la Asunción de María a los cielos, donde fue elevada por sobre los coros de ángeles a la Gloria imperecedera junto a Jesús.

Hasta aquí, todo resultaría aceptable, mas hay que mencionar el cuerpo: María ascendió a los cielos en cuerpo y alma. Es aquí donde surgen las dificultades. El problema es el cuerpo. Aquellas personas que no pertenecen a religión alguna y dicen ser gente «espiritual» están perfectamente dispuestos a aceptar la idea de algún residuo intangible sobreviviendo después de la muerte. No les molesta escuchar comentarios acerca de ángeles volando al cielo o a alguna otra parte, pero se rebelan ante cualquier noción que incluya el cuerpo en la existencia después de la muerte. Parte de esta objeción descansa en la obviedad a un nivel biológico: después de la muerte el cuerpo se enfría y se inicia su descomposición. Este parece ser el último fin de esa parte de nuestro ser, la parte física que llamamos el cuerpo. Mas, las objeciones son más profundas ya que admitir que el cuerpo participa de alguna manera en la vida eterna después de la muerte es tanto como admitir la importancia de todo lo que hacemos con el cuerpo así como lo que le hacemos a este, que el cuerpo es mucho más que nuestra apariencia y que, al fin y al cabo, es una parte esencial de la persona que somos tanto como la parte espiritual que llamamos el alma.

El cuerpo siempre ha constituido un problema. Fue un problema para los griegos de la Iglesia apostólica, quienes estaban dispuestos a aceptar la vida eterna, mas se dispersaron una vez que el apóstol Pablo abordó el tema de la resurrección corporal de Jesucristo. Es aún un problema para todos aquellos que desean espiritualizar y adecuar el cristianismo negando cualquier valor perdurable del cuerpo, lo cual los lleva a sostener que es permisible hacer cualquier cosa ya sea con su propio cuerpo o con el cuerpo de otros, incluso el de una criatura en el vientre de su madre, asegurándonos que esto es intrascendente ya que se trata simplemente de algo físico, es simplemente un cuerpo sin ninguna relación con el espíritu.

A esto se debe que muchos de nuestros funerales católicos hoy en día son una canonización sensiblera de aquel cuyo cuerpo yace frío y sin vida ante el altar. Todo mundo se alza por los aires en alas de águila hacia un cielo que es el destino de todo católico, la esperanza del purgatorio ha desaparecido junto con el temor al infierno. El párroco se viste de blanco en la fiesta del día de todos los santos tanto como en el día de los fieles difuntos para no alterar a los feligreses con el color negro tradicional que les hace pensar en la realidad y en la finalidad de la muerte; mas ese color también simboliza la hermosa esperanza que yace más allá de la obscuridad y el dolor. Todo es una negación sentimental de la realidad de la muerte y una desvalorización de la virtud cristiana de la esperanza. Un sacerdote me dijo en una ocasión «Somos un pueblo de resurrectos». Yo le respondí, «No soy consciente de que he muerto aún, así que  la resurrección no es una opción para mí en este momento». Hay homilías en las que se describe a la difunta bailando una  giga, sonriendo y observando a los dolientes. ¿Puede alguien tomar todo esto en serio? No, la gente no es tan mentecata, solicitan misas por los difuntos y rezan por sus seres queridos fallecidos.

Nadie cae en el engaño. Lo que sea que quisiéramos creer para hacernos la vida más fácil,  todos sabemos que el cuerpo es una parte integral de nuestra persona; mi cuerpo es mi manera de existir en este mundo. El cuerpo no es simplemente la envoltura del alma —que nos perdone Platón—  sino que está íntimamente ligado a nuestra alma, lo que hacemos con nuestro cuerpo repercute en el alma y lo que hacemos con nuestra alma afecta al cuerpo. Por lo tanto, no se puede hablar de redención, de salvación ni tampoco de la vida eterna a menos que el cuerpo quede incluido ya que éste es parte de la persona que somos. La salvación implica ser salvado en cuerpo y alma: el hombre en su totalidad y la mujer en su totalidad. Ultimadamente, la festividad de la Asunción de María es la festividad de su redención, y todo lo que eso significa. Ella, que fue concebida sin pecado original en virtud de los méritos de la muerte de su Hijo sobre la cruz, en otras palabras, anticipando la muerte de su Hijo sobre la cruz, es ahora el fruto de esa redención al acceder en cuerpo y alma a la vida eterna con su Hijo. Es María quien ha sido redimida e instaurada reina de los cielos; y no es ésta una alma incorpórea, sino María la mujer, vestida con el sol, con la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Si bien es cierto que este es un privilegio singular, ya que no  sabemos de ningún otro ser humano en la historia del mundo que haya asumido el papel que se le ha otorgado en el plan salvífico a la nueva Eva —la Theotokos, la portadora de Dios, la madre del Redentor— la realización de su destino nos aporta una esperanza enorme. Lo que hoy es un hecho para María, su existencia en los cielos en cuerpo y alma, como una persona íntegra, es la esperanza que albergamos para nosotros mismos.  Es esa la resurrección que añoramos, ese es el fruto de nuestra redención en Jesucristo, quien murió en la cruz en un cuerpo tangible y que resucitó al tercer día no como un fantasma, sino como el hombre que fue, como Jesucristo, cuyo cuerpo quedo divinamente transformado en un cuerpo destinado a vivir eternamente en la gloria de Dios. Lo que María es hoy en la eternidad de los cielos es nuestra esperanza segura, una esperanza segura fundada en la fe en Jesucristo, que actuamos con una vida centrada en cumplir la voluntad de Dios, cuya voluntad es ofrecer la vida eterna a todos.

Nos regocijamos, así mismo, porque se trata de la fiesta de la patrona de nuestra querida parroquia de Santa  María en Norwalk. Y cuan apropiado es que celebremos esta festividad con el rito romano tradicional, donde el cuerpo plurilingüe de nuestra parroquia se hermana en torno a un lenguaje imparcial como es el latín. Esta misa es la piedra angular de la tradición católica, y no es el producto de algún comité sino el resultado de un desarrollo orgánico destilado durante mil seiscientos años. Es la obra de arte más grandiosa en la historia de la civilización occidental y no simplemente en el sentido estético, sino como arte que es puente entre la obscuridad de este mundo y la realidad del paraíso. Cuan bienaventurada es esta parroquia de encontrarse en la vanguardia de este retorno a la tradición católica engastada en esta misa, en este antídoto a la secularización sentimental que confunde el Sacrosanto Sacrificio de la misa, como lo hiso Ulrich Zwingli, el reformador protestante, que destruyó el altar y puso en su lugar una mesa de madera con una comilona comunitaria o una representación de la última cena; o donde el sacerdote se transforma en el foco de atención de la misa, como un mero presidente y no se desvanece en el rito para entrar en el silencio, en el silencio de Monte Moriá, en el silencio del Monte Tabor y en el silencio del Monte Calvario. Esta recuperación de lo sagrado, que es el centro de la misión de esta parroquia, no tiene nada que ver con la nostalgia por un pasado imaginario, o con algún tipo de sensibilidad reaccionaria. Esta restauración de lo sagrado está inextricablemente vinculada a la recuperación de la fe católica como una fe viviente, gozosa, hermosa, una fe que es un faro en la creciente obscuridad del mundo, un mundo esclavizado por esa eminencia turbia, el morbo del secularismo junto con su lacayo el sentimentalismo egocéntrico.

Celebremos esta festividad con gran regocijo pues María ha ascendido a los cielos, en cuerpo y alma, y ella hace de nuestra esperanza particular una realidad.

Padre Richard G. Cipola
Santa María, Norwalk, Connecticut

[Traducido por Enrique Treviño. Artículo original]

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