Sermón sobre Todos los Santos (padre Cipola)

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.»

Era la primera vez que estaba en Roma, y ​​quedó impresionado, incluso abrumado, por este lugar, en donde lo ancestral y lo contemporáneo coexisten unidos, en una mezcla de caos y de fe, como un sentimiento de decadencia en medio de una sensación de eternidad.

Iba de camino a una iglesia para ver una estatua de Santa Teresa de Ávila, que un sacerdote de vuelta en casa, le había insistido en que la tenía que ver una vez en Roma. Conociendo al sacerdote, sabía que no podía regresar a casa sin antes haber visto esta obra de arte. Entró en la iglesia, más bien una pequeña iglesia barroca con una opulenta decoración de dorados y mármol, con un sol resplandeciente sobre el altar mayor. Pero él no había venido aquí para ver la iglesia. Él había venido aquí con un propósito. La guía le mostro cual era el altar menor en donde se encontraba la estatua. Y de repente allí apareció: la famosa escultura de Bernini, el Éxtasis de Santa Teresa, con el ángel a punto de perforar su corazón con una flecha. Se maravilló ante el milagro del movimiento que Bernini consiguió sacar de una losa de mármol; se maravilló al ver la expresión en el rostro de Santa Teresa; se maravilló de la delicadeza de toda aquella representación. Había luces en la escultura; pero a su vez, la luz también parecía venir de las mismas estatuas, como si toda la pieza de mármol estuviese inundada con una luz interior. – ¡Ah!, sí – se dijo – Muy hermosa. Mereció la pena la pena venir a verla. ¡Una preciosidad! ese rostro; esa luz. – Y se fue a ver otras cosas de su lista por la Ciudad Eterna.

El recuerdo de aquella estatua quedó con aquel hombre, incluso después de su regreso a casa. Se decidió a averiguar más, acerca de Santa Teresa y de leer un libro sobre su vida. Quedó impresionado por la experiencia de su conversión, por su energía y por su celo en la reforma de la Orden Carmelita. Estaba intrigado por sus experiencias místicas en las que fue arrebatada en éxtasis. Quería saber más; por lo que comenzó a leer algunos de sus escritos. Las palabras de esta mujer parecían cobrar vida en tantos pasajes por su sentido común; por su gran comprensión de la naturaleza humana; pero sobre todo por las desinhibidas descripciones de su experiencia de ser transportada por el amor de Cristo a la comunión con el mismo Dios. ¡Increíble!, pensó el hombre;  semejante persona; semejantes ideas; semejante fe; semejantes experiencias maravillosas. Y entonces, cerró el libro y se dedicó a otra cosa.

¿Quiénes son estos que aparecen como estrellas? ¿Quiénes son éstos que brillan con luz, y cuyas ropas son de un blanco deslumbrante? Ellos son los que han sido lavados en la sangre del Cordero. Ellos son los que comparten el glorioso triunfo del Cordero. Ellos son los Santos. Pero, ¿no es cierto, que para muchos de nosotros, los santos no son más que gentes que vivieron en el pasado y que a veces admiramos intensamente? ¿No es cierto que algunos de nosotros no llegamos más allá de una apreciación estética de los santos? Nos maravillamos de su vivir; nos preguntamos por sus logros y sus experiencias; leemos sus escritos y nos sentimos inspirados por sus palabras: nos conmueve. Quedamos conmovidos; pero esto es a lo más lejos que llegamos, siendo impresionados únicamente como observadores, sin ningún sentido de relación existente entre nosotros y el santo como persona real.

Mas ¿quiénes son estos, que parecen como estrellas?, ¿quiénes son estos, que nos maravillan con la luz que emana desde su interior, y cuyas vidas y palabras hacen brincar nuestros corazones? Ellos son los que han llegado a ser lo que son. Ellos son los que se abrieron a la gracia de Dios de tal manera, que cada parte de su ser fue atravesado y transformado por esta gracia. Y porque se abrieron a sí mismos al trabajo de la gracia de Dios de esta manera absoluta, se convirtieron en lo que Cristo les había destinado a ser: aquellos que llamamos santos, los elegidos, los santos de Dios. Estos son los hombres y  mujeres que tomaron el riesgo final de la elegir a Dios como fin último. Estos son los hombres y mujeres que siguieron al amor  a dondequiera que los llevase, fuese este un monasterio, un trono, un matrimonio, o incluso la misma muerte en una arena romana. Estos son aquellos a los que Dios les era suficiente y aquellos a quienes Dios lo fue todo.

Pero ¿qué tienen que ver con nosotros? Se convirtieron en lo que somos. Lo que somos tiene su origen en la pila cuando fuimos bautizados en la muerte y resurrección de Cristo; cuando el sello inicial del Espíritu Santo, en palabras de San Pablo, nos fue dado; cuando fuimos hechos nuevas criaturas; cuando el pecado se ahogó en el agua del bautismo, cuando fuimos hechos elegidos; fuimos hechos santos. Compartimos ese comienzo con todos los santos. Todos fuimos hechos santos. Pero la pregunta será qué es lo que uno hace con la gracia y qué es lo que uno hace con la inspiración del Espíritu, siendo esta parte de nuestras vidas. Esta santidad, ¿es algo únicamente para pensar o para leer sobre ella en el Catecismo? Si esto es así, no somos más que esteticistas religiosos y nunca estaremos en la compañía de los santos. Porque es necesario abrirnos a esta gracia que nos hizo santos para que podamos ser santos. Debemos vivir una vida sedienta de Dios, en conformidad con la santidad de Dios. Según las palabras de San Juan, debemos vivir nuestras vidas en conformidad con la pureza: pureza del cuerpo; pureza de la mente; y pureza del alma; y recordando, que la pureza de corazón significa querer una cosa: el querer la voluntad de Dios.

No debemos tener miedo de esto, de confiarnos en esta manera fundamental. Y sin embargo tenemos miedo, porque para llegar a ser santo de esta manera, mediante la apertura de uno mismo a la gracia de Dios, significaría un cambio radical de nuestras vidas. Significaría que la forma de ver la vida, de cómo miramos a la gente, tiene que cambiar radicalmente. Y ese cambio siempre es una amenaza; no sólo para nosotros sino también para los que nos rodean. ¿Queremos realmente la humildad de María? ¿Queremos realmente el éxtasis de Santa Teresa? ¿Queremos realmente el celo de San Pablo? ¿Queremos realmente el sufrimiento y el martirio de muchos de los santos de Dios? La mayoría de nosotros preferimos admirarlos desde lejos; como preciosas estatuas o como bonitas estampas religiosas.

Son los santos nuestros compañeros en la buena lucha bajo la bandera del Rey triunfante que ha conquistado al mundo de pecado y de la muerte. Son los santos los que adoran a Dios en la eternidad y parte de este culto son sus oraciones; oraciones de adoración a Dios, sí, pero también oraciones por nosotros, que suben como incienso, para que podamos llegar a ser lo que ellos son. Ser llamado santo es una cosa impresionante. Para pensar de mí mismo como si fuese santo no es algo que normalmente hago. Sin embargo, en unos pocos minutos, nos acercaremos al comulgatorio para arrodillarnos y recibir dentro de nuestros cuerpos y almas lo que es Santísimo. No podríamos hacer esto, de no ser que la santidad de Dios nos hubiese transformado por los Sacramentos, para que podamos recibir el Sagrado Cuerpo y Sangre de Cristo dentro de nosotros mismos. En este Día de Todos los Santos invoquemos a los santos que están con nosotros aquí en este altar. Oremos para que podamos aceptar la gracia de Dios en nuestras vidas y para que no tengamos miedo de que esta gracia se haga cargo de nuestras vidas y que nos lleve por donde nos tenga que llevar. Tengamos el coraje de ser lo que somos.

Padre Richard Cipola

[Traducción por Miguel Tenreiro. Artículo original]

RORATE CÆLI
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