Una cruz observada

No recuerdo haber utilizado en mi pasado la expresión ‘lo siento’ para con algún conocido al que se le haya muerto un familiar. Siempre pensé que me quedaban demasiado grande esas palabras, atento a que, en verdad, solo quien vive la experiencia sabe qué se siente. Me conducía diciendo ‘te acompaño en este momento’, o ‘rezo por su eterno descanso, por vos y tus familiares’, o sencillamente no decía nada y me limitaba a un abrazo. Días atrás Dios quiso que supiera qué se sentía. La muerte nos hace sentir y ver. Ver con la mente. Guardaré en lo profundo casi todo lo que sentí, compartiré en cambio algo de lo que vi. 

Quizá, lo que me lleva a hablar de “cruz” y no de “pena”, sea el hecho de que esta última la encuentro más relacionada a una faz psicológica, en cambio aquella otra la veo más vinculada a una faz católica espiritual. Y hay otro motivo por el que hablo de “cruz”, y es que, al parecer, ya no se quiere ni nombrarla. Llegaron a mis oídos cosas como: “que Dios tenga piedad de nosotros, y no permita que suframos; una muerte rapidita, pronta, sin sufrimientos, eso es lo mejor”. Como si Dios fuese malo si permite que suframos, o como si fuese una suerte de impío; como si fuere una señal de predilección o especial afecto de Dios para con nosotros, el hecho de que nos hiciera morir sin que hayamos probado el dolor. En definitiva, el mundo quiere desterrar todo lo que puede oler a cruz. Hasta encontré un libro que dándose aires de católico, apuntaba contra las cruces.

El pasado 13 de mayo, día de Nuestra Señora de Fátima, mi madre, Marcela, tras un largo tiempo de sufrimientos, dejó este mundo. Parte de los pesares físicos que padeció tuvieron que ver con dos años luchando contra un cáncer de páncreas, el que, al final, aproximadamente los últimos quince días de su vida, hizo metástasis en otros órganos como el hígado. Creo firmemente que la Madre del Redentor y San José vinieron a buscarla, y tengo muy serias razones para afirmar lo que afirmo. Tocante a esto último, en lo que llevo de vida, solo de seis niñas y de una anciana he dicho algo parecido.

Un hombre que caminaba por el pasillo de la clínica donde mamá pasó sus últimos ocho días, me frenó y me dijo: “Cuando el cáncer entra en una casa, se va la felicidad”. Me decía eso en referencia a la enfermedad que le aquejaba a su esposa. Me quedé pensando, y me pregunté: ¿Fuimos infelices los dos años que mamá vivió cargando con su cruz? La respuesta mía fue: no. Mamá aceptó su cruz, mamá cargó la cruz que Cristo permitió, mamá ofreció sus cruces. Repetíamos varias veces: “Te ofrecemos Señor, por manos de María Santísima, estos sufrimientos, por mis pecados y en reparación por los ultrajes cometidos contra Cristo Eucaristía y contra el Corazón Inmaculado de María”.

Las cruces son redentoras, las cruces purifican, las cruces reparan.

Si “no es el discípulo mayor que su maestro”, y si Cristo, felicidad máxima de toda alma, padeció en esta tierra antes de subir a la gloria, también nosotros debemos llevar las cruces que Dios en el tiempo que nos da, para luego poder gozar de Cristo y con Cristo. De ahí que nos fuere dicho: “El que quiera venir en pos de Mí, que se reniegue a sí mismo, que cargue su cruz y que me siga”.

Mamá era ama de casa, pero tenía la sabiduría divina. Aquella que San Luis María Grigñon de Montfort en su obra Los Amigos de la Cruz describe de esta manera: “¡Si sabes sufrir con alegría, sabes más que cualquier doctor que no sepa sufrir tan bien como tú lo haces!”.

El enfermo al que uno asiste, al que uno acompaña, cumple con una paradoja: él también nos está asistiendo, nos está acompañando. Quizá él crea que ya no sirva para nada, que es un simple estorbo, pero no es así; si está unido a Cristo, si ofrece sus pesares por Cristo, está cumpliendo una labor extraordinaria: su efectividad va más allá de lo ordinario. El sufrimiento ofrecido por Cristo tiene una misión purificadora, de rescate, de sanación; incluso a través de esos sufrimientos el que los padece logra conseguir cosas del Corazón de Jesús que de otro modo no se obtendrían. Cómo será la grandeza de la misión del enfermo que vive en la amistad de Dios, que de algún modo misterioso Jesús mismo se posesiona de él: “Estuve enfermo y vinisteis a verme…; pero Señor: ¿cuándo estuvisteis enfermo? En verdad os digo que cuanto lo hicisteis con alguno de esos enfermos conmigo lo hicisteis”. ¿Cómo entonces puede decir un enfermo que no sirve para nada, si, ni más ni menos, Cristo mismo se está valiendo de él al punto de indicar algo que aquí llamaría “posesión mística”?: “Conmigo lo hicisteis”. Hay entonces un vínculo de ayuda que va del visitante al enfermo y del enfermo al visitante. Hablé de “posesión mística”, y espero se entienda de qué hablé, para no dar lugares a malas interpretaciones. Cuando veía el rostro de mi madre en sus últimos días de agonía, me representaba en cierta manera a Cristo sufriendo.

Hoy no se quiere saber nada con respecto a aceptar las cruces. San Pablo ha dicho  sin rodeos: “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo» (Col 1, 24). Misteriosa asociación a la que se llega, entre otras cosas, mediante la aceptación de los pesares que Dios permite nos sucedan en nuestra vida.

Mutuamente podemos ser cireneos. Creemos que estamos ayudando a otro a cargar con su cruz, mas puede que no advirtamos que es ese otro el que nos está ayudando a nosotros con la nuestra. Seguro que en algo pude ayudar a mi madre, pero más seguro estoy de lo que ella, con sus sufrimientos, me ayudó a mí.

A los pocos días de la muerte de mi madre, falleció mi padre, Federico. Fue el 23 de mayo. El día anterior tuvo un extraño desvanecimiento, debido al cual le hicieron seis puntos en la parte de atrás de su cabeza. Conversamos en el hospital las dos horas que estuvimos; fue allí que leí por “casualidad” en mi celular una frase de Santa Rita de la que tomé una captura fotográfica; decía: “No te lamentes, lleva tu cruz con dignidad”. Por la tarde-noche, ya en su casa y acostado, mantuvimos una charla que hoy la veo como una despedida.

 Los caminos de la Providencia son misteriosos, sus planes no son los nuestros. Aunque a diario rezamos en el Padrenuestro “Hágase Tú voluntad así en la Tierra como en el Cielo”, cuántas veces aparece nuestra rebeldía, manifestada en una propia voluntad quejumbrosa. 

Siempre he escuchado que la muerte vendrá como ladrón. Mas creo que hay alguna imprecisión que debe ser aclarada. La advertencia del “como ladrón” no causaría nada si solo se tratase de la muerte, entendida esta como mero hecho biológico del que nadie quedará libre. No es la muerte principalmente la que vendrá como ladrona, sino una persona, la segunda de la Santísima Trinidad: tras la muerte nos encontraremos con Cristo. Esa es la debida precisión que quería marcar. Y no es por la muerte en sí, sino por el hecho de saber con quién uno se encontrará tras morir, esto es con Jesús, que San Pablo no dudó en advertirnos que obremos nuestras salvación “con temor y temblor” (Filipenses 2, 12). Lo que llevo dicho lo encuentro derivado de este pasaje: “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre. ¿Dónde hay un criado fiel y cuidadoso, a quien el amo encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas? Pues dichoso ese criado, si el amo, al llegar, lo encuentra portándose así. Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes. Pero si el criado es un canalla y, pensando que su amo tardará, empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo hará pedazos, como se merecen los hipócritas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mateo 24, 42-51). Está clarísimo: “a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Si bien pedimos ser librado de una muerte repentina, el principal problema no es tal modo de morir, sino cómo nos encontrará el amo al venir: ¿nos encontrará como fieles y amorosos criados, o nos encontrará como hombres que olvidamos a ese amo en nuestra vida, para así dedicarnos de lleno al ego, a los placeres, al mundo?

Del párrafo anterior se deduce que “la casa se reserva el derecho de admisión”. Los que no tengan el debido traje de bodas no podrán ingresar; vale decir, no todos entrarán en el reino de los cielos. Dios es misericordiosísimo, pero el texto bíblico señala que hay quienes se burlan de Su misericordia. Digo esto contra la extendida costumbre moderna que le agrada mandar a todos arriba, o que sostiene -aún contra el sentido común- que uno se convertirá en piedra, en pepino o en oveja esquilada. La eternidad será alegremente gloriosa o desesperadamente infernal. El texto de la Sagrada Escritura figuradamente muestra la capital importancia que tienen las obras de caridad, y a ellas nos exhorta. Por deducción más lejana llegamos también a la importancia de servirse de los velorios para pedir a Dios por el alma del difunto.

Con frecuencia la expresión tan de moda de “ojalá muera rápido, no soporto ver que sufra”, no es más que un camuflaje que encubre un especial egoísmo, el cual puede traducirse como “no tengo tiempo para ocuparme de mis cosas, menos lo tengo para estar al servicio de un enfermo”.        

Así como hay venenos que sirven para antídotos y todo por el bien de la salud física, de modo análogo, los sufrimientos, consecuencias del pecado original, son permitidos por Dios para el bien de nuestras salud espiritual.

Hoy, una vez más –y más que nunca -, hablar de la cruz, hablar de aceptación de cruces suena a locura. Ciertamente no es algo nuevo. San Pablo lo dijo así: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Corinitios 1, 23).

Mañana se cumplirá un mes del fallecimiento de mi madre, y veintidós días del fallecimiento de mi padre. Ambos murieron en el mes de mayo, con tan solo diez días de distancia. Agradezco eternamente a todos los que rezaron por mis padres y a los que lo sigan haciendo, a los sacerdotes que hicieron los responsos, a los que celebraron misa por el eterno descanso de ellos.

Es en la crudeza del dolor donde nuestros torpes labios se abren, porque nuestros más torpes corazones, despojados de toscas cortezas, alcanzan el lenguaje del amor profundo.

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal
nació en 1979 en Capital Federal. Es abogado y se dedica a la escritura. Casi por once años dictó clases de Lógica en el Instituto San Luis Rey (Provincia de San Luis). Ha escrito más de un centenar de artículos sobre diversos temas, en diarios jurídicos y no jurídicos, como La Ley, El Derecho, Errepar, Actualidad Jurídica, Rubinzal-Culzoni, La Capital, Los Andes, Diario Uno, Todo un País. Durante algunos años fue articulista del periódico La Nueva Provincia (Bahía Blanca). Actualmente, cada tanto, aparece alguno de sus artículos en el matutino La Prensa. Algunos de sus libros son: En Defensa de los indefensos. La Adivinación: ¿Qué oculta el ocultismo? Vivir de ilusiones. Filosofía en el café. Conociendo a El Principito. La Nostalgia. Regresar al pasado. Tierras de Fantasías. La Sombra del Colibrí. Irónicas. Suma Elemental Contra Abortistas. Sobre la Moda en el Vestir. No existe el Hombre Jamón.

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