El pasado 27 de febrero, durante una rápida audiencia que no duró ni siquiera treinta minutos, Francisco recibió al actual Presidente de Argentina Mauricio Macri, acompañado de su concubina, Juliana Awada, y otros políticos de su partido. Ya tuvimos oportunidad de comentar varios aspectos colaterales sobre esta visita (aquí), pero en la audiencia sucedió algo de mucha más gravedad y que despertó preocupación en numerosos católicos. Tan sólo ahora que concluimos nuestro estudio sobre el asunto, lo damos a luz. Y en buena hora, porque toma mayor relevancia después de la publicación de «Amoris Lætitia» (ver nuestro análisis).
Esto es lo que cuenta Elisabetta Piqué, amiga y confidente de Francisco:
«Hace dos años y medio hubo un antecedente con un mandatario latinoamericano que prefiero no nombrar, que llegó con su esposa casada por civil, ya que todavía no había obtenido la nulidad del primer matrimonio. Y el Pontífice se sintió muy mal cuando por el protocolo se vio obligado a saludar a la mujer en forma separada, en otro salón», contó a LA NACION una fuente del Vaticano bien informada. «Le pareció injusto y comenzó a madurar esta idea de cambiar el protocolo, cosa que sucedió por primera vez hoy (por ayer) con Macri», agregó. (La Nación, 28 de febrero de 2016)
Y fue lo que sucedió en esta reciente audiencia oficial: al principio, el Obispo de Roma demostró mucha frialdad hacia todos –ya sabemos porque– pero al final, saludó con una sonrisa de oreja a oreja a Awada en el mismo salón donde se desarrolló la audiencia.
Como ha apuntado La Nación, lo que sucedió fue un cambio histórico en las normas de la Iglesia… y esto despierta otras inquietudes más profundas. Además de un cambio diplomático, no sólo la actitud en sí – que tiene sus matices – sino sobre todo la razón por la cual fue tomada, ataca principios morales que siempre fueron objeto de especial celo por parte de la Iglesia.
Jesús nos dio ejemplos contundentes, muy diferentes de los que escenifica Francisco: en su corazón tan lleno de amor también había santa indignación hacia los enquistados en el mal, hasta el extremo de negarles una palabra o una mirada, como a Herodes. La Santa Iglesia, fiel a su divino Fundador, ha mantenido la misma conducta hasta nuestros días. Ha perdonado y acogido amorosamente a los pecadores arrepentidos, pero, con justicia, también ha condenado y castigado a los que se niegan a dar un paso hacia la conversión y permanecen endurecidos en su estado de pecado. Sobre todo, nunca ha dado muestras públicas que acarreen siquiera una apariencia de aprobación a ese estado. Actuando de esta forma, preservaba a sus hijos del veneno del escándalo y se resguardaba de la contaminación del vicio.
¿Cómo debe ser nuestra actitud hacia los pecadores públicos? Recordemos un poco las enseñanzas destiladas del Santo Evangelio y aprendamos de los santos que a nosotros, sacerdotes, nos compete distinguir entre aquellos de quienes debemos compadecernos y a los que debemos hacer justicia. Si actuamos de forma equivocada, participaremos en los vicios de los pecadores públicos y recaerá sobre nuestras cabezas la maldición divina, porque el escándalo es causa de la perdición de muchas almas: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!” (Mt 18, 6-7).
Veamos lo que nos enseña el Magisterio de la Iglesia sobre este asunto:
Tabla de contenido
I – ¿Cómo trataba Jesús a los pecadores públicos?
II – El camino indicado para los empedernidos es el abandono del pecado y la reforma interior
III – ¿Cómo debe ser el trato con los arrepentidos y empedernidos?
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