El Yelmo de Mambrino (6)

Pero en definitiva, lo que esta inmensa mayoría de clérigos estaban llevando a cabo, quizá sin darse cuenta muchos de ellos (de nuevo el gigantesco guiñol de las marionetas), no era otra cosa que la tan cacareada actitud de protesta. De manera que, de ser esto cierto, nos encontramos de nuevo con la rebeldía. Ahora bien, ¿contra qué o contra quién ha ido dirigida en este caso…? Y la respuesta no es difícil de hallar. La protesta ha ido dirigida esta vez contra un conjunto de ideas que podríamos resumir bajo el epígrafe, ideado por los mismos rebeldes, de aburguesamiento de la Iglesia. O sea, para ser más breves: contra la Iglesia.

Lo que no es aparece como lo que es, y viceversa. En definitiva, la farsa. De manera consciente en unos e inconsciente en otros, pero al fin y al cabo teatro.

Todo el mundo tiene alguna idea del significado que suele darse hoy a la imagen de un rebaño de ovejas. Son pacíficos animales que se organizan en manada, incapaces al parecer de vivir aisladamente, y que se han convertido en un símbolo que designa a lo que el mundo suele llamar la actitud de aborregarse. Algo así como un sinónimo de lo que se conoce también con el nombre de adocenarse (que supone la pérdida de una personalidad propia), o de masificarse (convertirse en un número de la masa de ciudadanos que son manejados por el Sistema). En realidad el concepto sociológico de masa es relativamente reciente, lo mismo que el fenómeno al que corresponde. Aunque no debe confundirse con el de clase social, pues si es normal que la masa abarque a veces a varias clases sociales a la vez, otras, sin embargo, se refiere solamente a cualquiera de ellas. Por supuesto que las masas han sido siempre manejadas por el Poder Político, de forma más o menos despótica con no escasa frecuencia; aunque a veces, tal vez las menos, el Poder haya trabajado honradamente por el bien común. Pues es preciso reconocer que los buenos gobernantes no han abundado mucho en la Historia de la humanidad. De todos modos, el Poder Político no había manejado antes a las masas de forma tan sistemática, científica, despectiva y desinteresada con respecto al bien de los ciudadanos, como lo hace en la actualidad. De ahí que hayamos dicho antes que los conceptos de masa y clase social pertenecen más bien a la modernidad. Por lo demás, la Rebelión de las Masas, que diría Ortega y Gasset, es una idea que pertenece al mundo de la utopía. La verdad es que no suelen ser las masas las que se rebelan ni las que gobiernan el mundo, ni mucho menos a sí mismas, sino que es el Sistema y el aparato intelectual que lo sustenta quienes las dirigen y provocan las rebeliones. Lo cual es precisamente lo contrario de lo que Ortega pensaba y de lo que él consideraba como deseable. Sin embargo es evidente que tales rebeliones nunca son verdaderamente tales, en cuanto que a menudo no pasan de ser un concierto de balidos de rebaño, provocado cuando conviene por aquéllos a quienes conviene. Nos encontramos de nuevo con el guiñol de las marionetas que por supuesto ignoran que lo son: carecen de capacidad de pensar y decidir, por lo que solamente les queda actuar según los deseos de quienes las dirigen.

La aparición de la clase obrera es uno de los fenómenos más característicos e importantes de nuestro tiempo. Su vitalidad adquiere grados de furor a partir de la mitad del siglo XIX y a lo largo del siglo XX. Y su coincidencia con el nacimiento y la rápida difusión del marxismo podría ser considerada por algunos como un mero accidente. Al menos así lo aseguran quienes piensan también que la Iglesia adquirió conciencia del problema obrero por primera vez. Otros sin embargo achacan esto último a un cierto complejo de inferioridad, surgido en parte de la Jerarquía de la Iglesia, ante la gran difusión alcanzada por el marxismo. Según ellos, se había creado un estado de ánimo, dentro del mundo eclesiástico, proclive al convencimiento del triunfo definitivo e irremediable de las doctrinas de Carlos Marx. Sea como fuere, es un hecho que la situación dio lugar a la aparición de un océano de exhortaciones, documentos y otros escritos sobre la llamada Doctrina Social de la Iglesia. Las obras de los expertos abarrotaron las librerías y bibliotecas de todo el mundo, al mismo tiempo que el Magisterio se esforzaba en proveer abundante doctrina sobre un tema considerado de tanta transcendencia. Desgraciadamente, como todo el mundo sabe, no es raro que los remedios aportados para solucionar ciertos problemas acaben produciendo otros nuevos. A veces incluso de mayor gravedad que los primeros.

Si fue eso o no lo que sucedió en este caso, es un problema a dilucidar por los teólogos y los estudiosos de la Historia. Aunque ya de entrada podemos decir que era obvio el riesgo de que la Iglesia se inmiscuyera en cuestiones temporales que podrían no ser de su competencia: ¿Quién me ha constituido a mí juez o repartidor entre vosotros? [1] En realidad, la obligación de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios, prescrita en el Evangelio, no se ha entendido nunca, o no se ha querido entender, en toda la profundidad de su verdadero significado. El problema se plantea en torno a la necesidad de especificar claramente lo que es de Dios y lo que es del César, lo cual no es siempre fácil. Al Magisterio de la Iglesia le compete el derecho, y por supuesto el deber, de juzgar también acerca de las cuestiones temporales que afectan a la organización de la Sociedad Civil; aunque sólo en la medida en que tienen que ver con la fe y la moral cristianas. La asistencia del Espíritu Santo garantiza al Magisterio contra la posibilidad del error, siempre y cuando se ejerza según las condiciones y en las circunstancias requeridas. No salvaguarda, sin embargo, de la eventualidad del deslizamiento hacia un cierto ámbito de cuestiones temporales que, por el hecho de ser circunstanciales y coyunturales (y quedar al margen de la fe y la moralidad), están abiertas a multitud de soluciones. Por lo cual Dios las ha dejado a la libre determinación de los hombres que rigen la Sociedad secular.[2] De todos modos está claro que, siempre según Jesucristo y si ha de darse valor a sus palabras, el César posee derechos que, precisamente por ser tales, y siempre que se ejerzan dentro de su ámbito propio, son intocables. Llama la atención la aparente contradicción entre la insistencia en proclamar la autonomía y Promoción de los Seglares, de un lado; y el empeño de alguna parte del mundo eclesiástico en poseer la exclusiva (con la correspondiente receta mágica) de la solución a problemas de clara competencia de la Sociedad Civil, de otro. Por otra parte, tampoco garantiza el Espíritu su asistencia contra la posibilidad de que el Magisterio falte a su deber de juzgar sobre determinadas cuestiones temporales, justa y precisamente en aquellas circunstancias en que tendría que hacerlo, y en la medida en que debería hacerlo. Una posibilidad, en efecto, de la que no se puede decir que suceda más raramente que la anterior.

De hecho, muchas soluciones a problemas de justicia social, consideradas en su momento como felices y definitivas, no tardaron en mostrarse como obsoletas e inútiles. Tal vez el error no consistió tanto en el hecho de que se tratara de soluciones equivocadas, sino en la obstinada e insistente pretensión, por parte de la Sociedad Eclesiástica, de aportar sus propias soluciones, algo así como definitivas y casi mágicas, a cuestiones que en realidad habrían sido dejadas por Dios al arbitrio de la Sociedad Civil. La naturaleza de las cuales, ante la posibilidad de verse afectada por circunstancias variables y contingentes, podía admitir diversidad de soluciones. Todas lícitas por supuesto, y cuyo éxito queda subordinado al buen ejercicio de la inteligencia que le ha sido otorgada a la raza humana. Ni más ni menos que con el fin de ser ejercitada a través de un cúmulo de posibilidades cuya elección Dios ha querido dejar al arbitrio del hombre.

En íntima relación con lo dicho, tampoco debe olvidarse el riesgo de que la Pastoral de la Iglesia, enredada en infinidad de cuestiones difíciles para las que carecería de competencia, restara tiempo e importancia a la misión fundamental que le había sido encomendada por su Fundador; a saber: la de conducir a los hombres hacia el destino sobrenatural al que han sido llamados.

Por otra parte, la expresión Doctrina Social de la Iglesia parece poco afortunada. Pues todo tiende a indicar, como vamos a tratar de mostrar, que no es sino una tautología.

Ante todo, la doctrina de la Iglesia no es otra que la que le ha sido encomendada por su Divino Fundador. Entregada por Él a los hombres por medio de los Apóstoles, su transmisión en el tiempo y la vigilancia a la fidelidad de su contenido quedaba garantizada mediante el Espíritu y su asistencia al Magisterio: Id pues e instruid a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.[3] La doctrina de la Iglesia es, por lo tanto, la doctrina de Cristo, que es lo mismo que decir la Doctrina Cristiana.

Sucede sin embargo que la doctrina enseñada por Cristo es social por esencia y necesidad. Al fin y al cabo, Dios quiere la salvación de todos los hombres (1 Tim 2:4). Regulada por el mandamiento nuevo del amor al prójimo, y destinada a hacer de todos los creyentes un solo y mismo Organismo con Cristo como Cabeza (el Cuerpo Místico de Cristo), su mensaje no podría concebirse de otro modo que como social. Es impensable que el cristiano pueda imaginar su salvación de modo aislado, sin interesarse en el destino de los demás hombres sus hermanos: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros[4] Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanosEl que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.[5] Separar una parte del Mensaje de Cristo como algo peculiar, en la medida en que hace especial referencia a los demás, o a un grupo particular de ellos, no parece tener sentido: sería algo así como hablar de una doctrina social, aunque considerada ahora como social. A no ser que se pretendiera encasillar a algún grupo particular de seres humanos como clase social especial y determinada, con características propias como para convertirla en algo distinto y, en cierto modo, separado de los demás miembros de la sociedad de los hombres. Lo cual, además de encajar difícilmente en las enseñanzas contenidas en el Mensaje de Cristo (Ga 3:28), abre la puerta al empleo de una terminología peculiar, propia de la filosofía marxista, que es absolutamente opuesta a todo lo sobrenatural. La doctrina de alguna Sagrada Congregación explicó en su día que la Iglesia reconoce la existencia de clases sociales. Lo cual parecía ser una declaración tan inocua como innecesaria (también podía haberse reconocido la existencia de la afición al deporte como un fenómeno social). Pero lo que nunca podría hacer la Iglesia sería reconocer como un hecho la existencia de la lucha de clases; salvo que estuviera dispuesta a aceptar los mismos postulados de la filosofía marxista.

Tal vez no sea necesario, por lo tanto, que la sustantiva Doctrina de la Iglesia, o Doctrina Cristiana, necesite para nada del adjetivo Social. Aunque todavía quedan dificultades por resolver.

Porque así como el Mensaje Evangélico no se puede concebir sino como social, tampoco puede imaginarse sino como algo estrictamente individual o personal. Pues la salvación es para las personas, y no para las clases sociales. Y de ahí que el Mensaje de Salvación, ofrecido a los hombres por Jesucristo, sea a la vez individual y social, sin que en ningún momento pueda hacerse abstracción de uno de los términos en favor del otro. Hablar de un cristianismo social, por lo tanto, tendría tan poco sentido como referirse a lo que sería un cristianismo meramente individual.

No hace falta decir que cada ser humano individualmente es para Dios una persona. Por lo cual es también alguien único para Él. Un con el cual establece una relación única bilateral y singular (yo); puesto que no de otra manera se establece el vínculo de amor. Si bien Dios ama a todos los hombres, considera a cada uno de ellos como un , que para Él viene a ser como único. Dios no parece preocuparse demasiado por las clases sociales como tales clases sociales. Está interesado en la salvación de todos los hombres, para lo cual y por lo cual ama a cada uno de ellos como un ser singular (persona). Incluso el Viejo Testamento es bastante expresivo en este punto. Sería curioso, y por demás provechoso, recorrer con atención cada una de las líneas del más bello Poema Sagrado de todos los tiempos:

Porque es única mi paloma, mi perfecta…
Mi Amado es para mí y yo soy para Él.[6]

Toda la estructura del Cantar de los Cantares está basada en la relación de amor, única, bilateral y personal, entre el Esposo y la esposa. Las doncellas y compañeras de esta última forman un coro aparte.

En cuanto al Nuevo Testamento, parece superfluo insistir en el tema. La parábola de los talentos, por ejemplo (Mt 25), habla de un hombre rico que, previamente al inicio de su viaje, quiso repartir bienes entre sus siervos dando a cada uno según su capacidad. El hecho de pedir cuentas, a cada uno de ellos cuando vuelve, es también expresivo del carácter de individualidad personal que recorre toda la parábola. Y aún es más elocuente en este punto la parábola de la oveja perdida (Lc 15:4 y ss.), donde se dice que el dueño de un rebaño compuesto por cien ovejas salió en busca de una que se había descarriado, sin dudar en abandonar en el campo a las otras noventa y nueve. Cualquiera diría, a la vista de este hecho, no ya que aquí se considera más importante lo individual personal que lo colectivo, sino incluso que lo segundo parece importar poco ante lo primero. Igualmente también, según el Apocalipsis, el Espíritu advierte al ángel de la Iglesia de Tiatira que es Él quien escudriña los corazones y las entrañas, y quien dará a cada uno según sus obras.[7]

En la doctrina paulina se aprecia con claridad la unión indisoluble de las dos vertientes, individual personal una y colectiva la otra, del Mensaje Cristiano: Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los miembros tienen una misma función, así nosotros, que somos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos miembros los unos de los otros.[8] Donde se aprecia que para el Apóstol los cristianos forman un solo cuerpo, integrado por muchos miembros; si bien no todos los miembros tienen una misma función. Tampoco tiene cabida en su pensamiento la existencia de grupos peculiares dentro del conjunto de los fieles (Ga 3:28). Por lo demás, existe para él una interacción perfecta, que supone a su vez una total distinción entre lo colectivo y lo personal: puesto que ninguna de las dos partes tiene sentido sin la otra, no es posible practicar una vivisección en el Organismo formado por el conjunto de los fieles. Si cada uno de ellos forma un todo con los demás, es precisamente porque el todo está compuesto por cada uno de ellos. Tampoco se dice en lugar alguno que alguien vea menoscabada su personalidad por su vinculación al conjunto: Dios dispuso cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Ciertamente muchos son los miembros, pero uno solo el cuerpo. No puede el ojo decir a la mano: «No te necesito»; ni tampoco la cabeza a los pies: «No os necesito». Más aún, los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios… Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él.[9]

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez

[1] Lc 12:14.

[2] Y aquí sí que sería legítimo reconocer un amplio espacio a la famosa Promoción de los Seglares. Desgraciadamente el clericalismo ha sido siempre la bestia negra que no ha dejado de acechar, con un disfraz o con otro, a la Sociedad Eclesiástica.

[3] Mt 28: 19–20.

[4] Jn 13:34.

[5] 1 Jn 3:14; 4:8.

[6] Ca 6:9; 2:16; 6:3.

[7] Ap 2:23.

[8] Ro 12: 4–5; cf Ef 4:16.

[9] 1 Cor 12: 18–22.27.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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