Los ochenta años del papa Francisco

El papa Francisco traspone el umbral de los ochenta años: Ingravescentem aetatem (edad avanzada), como la define el motu proprio de Pablo VI del 21 de noviembre de 1970, que impone a todos los cardenales la obligación de abandonar el cargo al cumplir dicha edad, despojándolos incluso del derecho a participar en un cónclave. Pablo VI estableció esta normal a fin de crear una nueva curia “montiniana”, pero introdujo así una profunda contradicción en la praxis más que milenaria de la Iglesia. Si en efecto la edad avanzada supone un obstáculo para dirigir una diócesis o un dicasterio, y por añadidura impide a un cardenal elegir a un papa, ¿cómo cabe imaginar que, cumplidos los ochenta, un cardenal electo papa pueda llevar el peso de guiar a la Iglesia universal?

No son estas, sin embargo, las consideraciones que han motivado al papa Francisco a declarar el pasado 12 de diciembre: «Tengo la impresión de que mi pontificado será breve, de 4 ó 5 años. Puede que no sea así, pero tengo la sensación como de que el Señor me ha puesto aquí por poco tiempo. Eso sí, es una sensación, y por eso dejo siempre las posibilidades abiertas». No parece que el verdadero motivo de su posible abdicación fuera la falta de fuerzas, sino la conciencia por parte de Bergoglio de haber llegado, a menos de tres años de su elección, a lo que Antonio Socci ha calificado en su columna del Libero como el inexorable ocaso de un pontificado (20 de noviembre 2016). El proyecto del papa Francisco de reformar la Iglesia con la ayuda del Sínodo de los obispos y de dóciles colaboradores se ha malogrado, y el balance del Jubileo ha resultado más que decepcionante. «Francisco ha cerrado la puerta santa, pero su mensaje ha estado acompañado del rumor de una crisis subyacente. Se está librando una guerra civil en la Iglesia»,  ha escrito Marco Politi en Il Fatto quotidiano (21 de noviembre de 2016). Consciente o inconscientemente, el conflicto lo ha iniciado el propio papa Francisco, sobre todo después de la exhortación Amoris laetitia, y hoy la Iglesia no avanza, sino que se hunde en un terreno agrietado por profundas divisiones.

Hay quien ha comparado la quiebra del pontificado de Francisco con la caída de Barack Hussein Obama. En tres años se ha consumado en Roma lo que en Washington ha necesitado ocho: el paso de la euforia del primer momento a la depresión final por no haber alcanzado del todo los objetivos prefijados. Ahora bien, sería un error entender el pontificado de Francisco en términos puramente políticos. Francisco no habría podido jamás expresar el «Yes, we can» de Obama. Para un papa, a diferencia de para un político, no todo es posible. El Sumo Pontífice tiene potestad suprema, plena e inmediata sobre toda la Iglesia, pero no puede cambiar la ley divina que Jesucristo ha dado a la Iglesia, como tampoco la ley natural que ha impreso Dios en el corazón de todo hombre. Es el Vicario de Cristo, no su sucesor. El Papa no puede cambiar las Sagradas Escrituras, ni la Tradición, que constituyen la regla remota de la fe de la Iglesia, sino que debe someterse a ellas. Y este es el callejón sin salida ante el cual se encuentra actualmente Bergoglio. Los dubia presentados por cuatro cardenales (Brandmüller, Burke, Caffarra y Meisner) a la Congregación para la Doctrina de la Fe lo han puesto entre la espada y la pared. Con respecto a la Exhortación apostólica Amoris laetitia, los purpurados solicitan al Papa que responda con claridad, con un sí o un no, a la siguiente pregunta: si los divorciados vueltos a casar por lo civil que no quieren abandonar la situación objetiva de pecado en que se encuentran pueden recibir legítimamente el Sacramento de la Eucaristía. Y, de un modo más general: si la ley divina es natural sigue siendo absoluta o admite excepciones en determinados casos. La respuesta tiene que ver con los fundamentos de la moral y la fe católica. Si lo que era válido ayer ya no lo es hoy, lo que hoy es válido podría no serlo mañana. Pero si se admite que la moral puede cambiar dependiendo de los tiempos y las circunstancias, la Iglesia estará abocada a sumirse en el relativismo de la sociedad líquida de nuestros tiempos. De no ser así, será necesario destituir al cardenal Vallini, que en el encuentro pastoral de la diócesis de Roma del pasado 19 de septiembre declaró que los divorciados vueltos a casar pueden recibir la comunión en base a «un discernimiento que distinga adecuadamente caso por caso». Su postura fue secundada el pasado 2 de diciembre por diario Avvenire, órgano de la Conferencia Episcopal Italiana. Según el mencionado periódico, el texto de Amoris laetitia «es clarísimo, y el Papa le ha dado su imprimatur». Pero, ¿puede el Papa atribuir al discernimiento de los pastores la facultad de infringir la ley divina y natural de la cual la Iglesia es custodia? Si un Papa intenta cambiar la fe de la Iglesia, renuncia de modo explícito o implícito a su cargo de Vicario de Cristo y, tarde o temprano, se verá obligado a renunciar al pontificado. La hipótesis de un golpe de efecto de este género en algún momento de 2017 no se puede excluir. Una abdicación voluntariamente escogida permitiría a Francisco abandonar el campo como un reformador incomprendido, achacando a la rigidez de la Curia la responsabilidad de su fracaso. De darse tal situación, es probable que después tuviera lugar un consistorio que permitiera al papa Bergoglio introducir en el Sacro Colegio un nuevo grupo de cardenales próximos a él, a fin de condicionar la elección de su sucesor. La otra hipótesis es la de la corrección fraterna parte de los cardinales, que, una vez hecha pública, equivaldría a una constatación de errores o de herejías.

En todo caso, no se equivocó el cardenal Hummes al afirmar: «Ellos son cuatro cardenales. Nosotros somos doscientos.» Aparte de que la fidelidad al Evangelio no se mide por criterios numéricos, los doscientos cardenales a los que aludió Hummes no se han distanciado en ningún momento de sus cuatro  compañeros ; si acaso, con su silencio se han distanciado más bien del papa Francisco. Las primeras declaraciones en apoyo de las dubia por parte del cardenal Paul Josef Cordes, presidente emérito del Pontificio Consejo Cor Unum, y del cardenal George Pell, prefecto de la Secretaría para la Economía, son significativas. Algunos comienzan a romper el silencio. No son doscientos, pero ciertamente son más de cuatro.

Roberto de Mattei

(Traducido por J.E.F)

Roberto de Mattei
Roberto de Matteihttp://www.robertodemattei.it/
Roberto de Mattei enseña Historia Moderna e Historia del Cristianismo en la Universidad Europea de Roma, en la que dirige el área de Ciencias Históricas. Es Presidente de la “Fondazione Lepanto” (http://www.fondazionelepanto.org/); miembro de los Consejos Directivos del “Instituto Histórico Italiano para la Edad Moderna y Contemporánea” y de la “Sociedad Geográfica Italiana”. De 2003 a 2011 ha ocupado el cargo de vice-Presidente del “Consejo Nacional de Investigaciones” italiano, con delega para las áreas de Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2006 fue Consejero para los asuntos internacionales del Gobierno de Italia. Y, entre 2005 y 2011, fue también miembro del “Board of Guarantees della Italian Academy” de la Columbia University de Nueva York. Dirige las revistas “Radici Cristiane” (http://www.radicicristiane.it/) y “Nova Historia”, y la Agencia de Información “Corrispondenza Romana” (http://www.corrispondenzaromana.it/). Es autor de muchas obras traducidas a varios idiomas, entre las que recordamos las últimas:La dittatura del relativismo traducido al portugués, polaco y francés), La Turchia in Europa. Beneficio o catastrofe? (traducido al inglés, alemán y polaco), Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta (traducido al alemán, portugués y próximamente también al español) y Apologia della tradizione.

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