13 de mayo de 2024. Es un aniversario que no queremos olvidar. Se conmemoran 107 años desde la primera gran aparición de la Virgen en Fátima el 13 de mayo de 1917.
Habrá quien diga que sobre Fátima ya se ha dicho todo lo que había que decir. Una de dos: o un acontecimiento pertenece al pasado, en cuyo caso no hay necesidad de seguir hablando de él, o es cosa del futuro y por lo tanto es mejor prestarle atención.
Recordemos que hay meditaciones y oraciones que nunca son repetitivas, y Fátima es una promesa que año tras año y día tras día nos invita a la meditación y la oración.
Ciñámonos a las palabras que constituyen el núcleo del mensaje. Tras la terrible visión del Infierno, la Virgen dirigió las siguientes palabras a los tres pastorcitos de Cova de Iría: «Habéis visto el Infierno, donde caen las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. Si se hace lo que diré, muchas almas se salvarán y tendrán paz. La guerra está a punto de acabar, pero si no dejan de ofender a Dios, durante el pontificado de Pío XI estallará otra peor. Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que os da el Señor de que se dispone a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, el hambre y la persecución de la Iglesia y el Santo Padre. A fin de impedirla, vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Corazón Inmaculado y la comunión reparadora los primeros sábados de mes. Si hacen caso de mi petición, Rusia se convertirá y tendrá paz; en caso contrario, esparcirá sus errores por el mundo, y promoverá guerras y persecuciones de la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho y varias naciones serán destruidas. Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará. El Santo Padre me consagrará a Rusia, que se convertirá, y al mundo se le concederá un periodo de paz.»
Primero: Dios quiere implantar en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María a fin de salvar las almas y que no caigan al Infierno. La Virgen explica que la devoción a su Corazón Inmaculado tiene que establecerse mediante la consagración de Rusia y la propagación de la costumbre de los cinco primeros sábados de mes.
Segundo: si el mundo no hace lo que pide la Virgen, Dios lo castigará, y Rusia será el instrumento de castigo colectivo, que culminará con la aniquilación de países enteros.
Tercero: finalmente, el Corazón Inmaculado de María triunfará, Rusia se convertirá y, tras una época de grandes trastornos conocerá una era de paz y justicia: el Reino de María.
Detengámonos en este último punto, que es el que nos abre el corazón a la esperanza en el momento histórico que atravesamos.
El paralelo entre el papel que cumple el Sagrado Corazón con el de María en la conversión del mundo es evidente. Ahora bien, en las palabras Corazón Inmaculado hay una alusión al dogma de la Inmaculada Concepción programado por la Iglesia de Roma. Tanto los protestantes como los ortodoxos niegan este dogma de la fe católica. En la encíclia Ad diem illum del 2 de febrero de 1904, San Pío X declara: «Si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de su concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y se mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la verdad».
En Fátima se afirma con toda certeza que el Corazón Inmaculado de María está destinado a triunfar. Un triunfo presupone una batalla en la que se gana. Pero el mensaje de Fátima no se limita a decir que la Virgen triunfará; un triunfo es algo más. Es la humillación del adversario, la apoteosis que sigue a la victoria. En la antigua Roma, el triumphus era una ceremonia solemne de carácter sagrado y militar que constituía el más alto galardón concedido a un mando del ejército que hubiese obtenido una gran victoria sobre el enemigo. Esta costumbre se conservó en la Cristiandad. Entre otros casos, tras la victoria de Lepanto del 7 de octubre de 1571 se celebró por decisión de San Pío V en Roma el triunfo en honor de Marcantonio Colonna, a cuyo mando estaba la armada pontificia.
El 4 de diciembre de ese mismo año, millares de personas se agolparon para aclamar al mencionado príncipe, montado a lomos de un caballo blanco que le había obsequiado el Papa. Iba precedido de 170 prisioneros turcos vestidos de librea roja y amarilla, encadenados y custodiados por alabarderos. Ante ellos cabalgaba con vestiduras turcas un romano que arrastraba por el polvo la bandera del Sultán. Marcantonio Colonna pasó ante las Termas de Caracalla y bajo los arcos triunfales de Constantino y de Tito, subió al monte Capitolio y desde allí, por la Vía Papal llegó al puente del Santo Ángel y la basílica de San Pedro. Después de rezar ante la tumba del Príncipe de los Apóstoles, el vencedor de Lepanto se dirigió al Vaticano. Allí lo recibió en la sala regia con todos los honores el Santo Padre flanqueado por los cardenales, y lo exhortó a atribuirle la gloria a Dios. Los templos de todos los países católicos resonaron con el Te Deum de acción de gracias, y las medallas conmemorativas mandadas acuñar por S. Pío V llevaban la leyenda: «El Señor ha obrado con magnificencia en favor nuestro» (Salmo 126).
Cómo no imaginar una solemne ceremonia religiosa y civil por el estilo para hacernos una idea de lo que será el triunfo del Corazón Inmaculado de María tras la derrota total de los enemigos de Dios y de la Iglesia. Con todos, hay un matiz importante justo antes de la promesa de este triunfo: aunque suele traducirse por finalmente o al final, el original portugués dice «Por fim».
[Al igual que en español, estas palabras tienen también el matiz de algo que ha tardado o costado mucho], denotan el sufrimiento que precederá al triunfo. Vivimos momentos dramáticos de la historia. Momentos de fatigosa lucha, pero también de confianza perseverante en una promesa que permanece tallada en nuestro corazón.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)