Al árbol se le juzga por sus frutos

Cada día que pasa una nueva noticia acerca del Papa Francisco aparece en los medios de comunicación. No hay día en que los medios no se hagan eco de sus acciones, sus discursos o sus viajes. Parece que nunca antes el mundo (ni tampoco los propios católicos) habían estado tan pendientes de todo cuanto rodea la vida del Obispo de Roma. Y a raíz de esta implosión mediática no son pocos los católicos que actualmente se encuentran perplejos y confusos ante todo lo que ven u oyen por sí mismos. Allá donde va Bergoglio le acompaña también un titular y junto él un gran desconcierto entre los católicos que le siguen. No son pocas las veces que hemos oído comentar: ¿cómo es posible que el Papa haga esto? o ¿cómo puede atreverse a decir tal cosa? ¿No es eso contrario a lo que la Iglesia siempre ha enseñado? A día de hoy, hemos comprobado con tristeza como muchas de sus declaraciones son motivo de escándalo. Éstas son de cariz muy diverso y atañen a casi todos los dominios de la vida humana: la vida en familia, la vida conventual, la vida política, la vida espiritual, etc. Sin embargo, analizando fríamente lo que está sucediendo hoy en día — y que parece inaudito para muchos católicos — nos damos cuenta que, en verdad, Bergoglio, tal como el mismo reconoció no hace mucho en una entrevista, no hace más que seguir las directrices del Concilio. Y es que, como viene siendo habitual, cuando nos ponemos a analizar los orígenes de la llamada “crisis en la Iglesia”, el origen de los problemas actuales acaba convergiendo siempre en el mismo acontecimiento histórico: el Concilio Vaticano II. Y aquí de nuevo podemos decir: “con el Concilio hemos topado”.

Tal como decíamos, muchos católicos actualmente, a raíz de las consignas y directivas que llegan desde Roma, empiezan a hacerse preguntas e intentan hallar respuestas convincentes capaces de dar paz a sus almas atormentadas ante tanta confusión y apostasía. Aun así, muchos son los católicos aterrados ante esta situación, y no sin razón. No quieren (o no pueden) concebir que desde Roma — la cuna de la Cristiandad y la que debiera ser faro de luz para los pueblos y naciones — se promueva la herejía, la confusión y hasta el sacrilegio. Simplemente no es posible, eso no puede ocurrir… El Papa siempre ha sido el Papa y los católicos debemos seguirle, así como a la Iglesia si queremos salvarnos. El Papa no puede errar. Él es el “Santo Padre”. No entraremos ahora a revisar y profundizar en el dogma de la Infabilidad Papal proclamada en el Concilio Vaticano, pues no es el objeto de este artículo, pero sí me gustaría recuperar aquí las sabias palabras de Monseñor Lefebvre, de bienaventurada memoria. Leámoslas con atención, pues en ellas queda resumida la gran estrategia del diablo, el enemigo de las almas, para llevar a los católicos por la vía de la perdición aun creyendo seguir el buen camino.

“Para hacer eso [engañar a los católicos], […] el golpe maestro de Satanás será […] difundir los principios revolucionarios introducidos en la Iglesia por la autoridad de la misma Iglesia, poniendo a esta autoridad en una situación de incoherencia y de contradicción permanente; mientras que este equívoco no sea disipado, los desastres se multiplicarán en la Iglesia. Al tomarse equívoca la liturgia, se torna equívoco el sacerdocio, y habiendo ocurrido lo mismo con el catecismo, la Fe, que no puede mantenerse sino en la verdad, se disipa. La jerarquía de la Iglesia misma vive en un equívoco permanente entre la autoridad personal, recibida por el sacramento del Orden y la Misión de Pedro o del Obispo y los principios democráticos.

Y sigue así: “Satanás ha logrado verdaderamente un golpe maestro: logra hacer condenar a quienes conservan la fe católica por aquéllos mismos que debieran defenderla y propagarla”.

Esta corta descripción de lo que él ya percibía en los años inmediatos al Concilio sigue siendo lo mismo de lo que somos testigos hoy en día. Lo que estamos viviendo actualmente no deja de ser una subversión en toda regla de la moral católica, las costumbres y la práctica religiosa. Y como en toda revuelta, esta subversión viene del mismo diablo. Lo dramático en este caso no es tan sólo que haya quienes buscan la ruina de las almas y la destrucción de la vida sacramental y espiritual sino que los impulsores de toda esta revolución no se hallan ya fuera de la Iglesia (como en otros tiempos) sino que parecen emerger del seno mismo de la barca de San Pedro. Como hemos visto reflejado en las palabras de Monseñor Lefebvre, el diablo ha sabido utilizar la estructura misma de la Iglesia y sus principios bimilenarios — como la obediencia al Papado— para destruirla (o intentar destruirla) desde el interior. Si indagamos en la historia reciente de la Iglesia no son pocas las pruebas de las que disponemos de la existencia de un plan a medio/largo plazo de infiltración de la Iglesia por la masonería y los enemigos de Cristo. Pero como todo plan destructor, éste no puede llevarse a cabo de la noche a la mañana. Los destructores deben actuar sigilosamente para evitar levantar sospechas entre los católicos y así hacer prevalecer sus tesis y sus novedades sin excitar las conciencias y las inteligencias de las gentes. De otro modo, su plan fracasaría.

Tal como vemos ahora, la estrategia de los que trabajan por la destrucción de la Iglesia Católica es siempre la misma: se trata de cambiar las cosas sin decirlo abiertamente, jugando con la ambigüedad y el doble lenguaje típico del modernismo. Examinando el ejemplo de la trágica protestantización de la Santa Misa esta estrategia parece más que evidente. En ningún momento se nos ha dicho que la nueva misa era de inspiración protestante — al menos desde las fuentes oficiales —, simplemente nos ha sido impuesta sin mayor explicación de forma que los fieles, sin ellos saberlo, se protestantizan por la práctica. Es lo que podemos llamar, sin miedo a pecar de osadía, un gran fraude, quizás el engaño más grande del siglo XX o de toda la Historia. Si hoy mismo preguntáramos a un católico de a pie si se siente protestante responderá con un “no” rotundo e incluso podrá mostrar su espanto ante tal proposición (eso si aun conserva el “sentir católico”). Pero si le preguntamos por la definición de la Misa, ¿sería capaz de repetir las tres líneas del Catecismo [de San Pío X] acerca de la noción sacrificial de la Misa y sus cuatro fines?

Probablemente este católico nunca haya oído hablar de la Misa como de la renovación verdadera del Sacrificio de Cristo en la Cruz sino más bien como de una comida fraterna o una mera reunión social en la cual los fieles se reúnen para alabar y “adorar” a Dios confundiendo muchas veces, y de forma trágica, la Presencial Real de Cristo en el Santísimo Sacramento del Altar con una simple presencia espiritual. Como vemos, y esto es innegable, todo ha sido subvertido por la práctica, sin decirlo, poco a poco, año tras año, sermón tras sermón. Evidentemente se ha tardado mucho tiempo en llegar hasta el extremo en el que nos encontramos actualmente. Pero hoy en día la hoja de ruta sigue siendo la misma: nunca se dirá abiertamente, por ejemplo, que se permite la Comunión a los divorciados vueltos a casar pero sí se les dará la Comunión cuando éstos la soliciten. Nunca se dirá que la Iglesia revoca los 500 años de Contrarreforma o los dictámenes del Sacrosanto Concilio de Trento pero, en cambio, se procede a nombrar a Lutero “testigo del Evangelio” y “renovador de la Iglesia” sin ningún tipo de pudor o condenación alguna por parte de los estamentos que debieran velar por la salvación eterna de las almas. Todo esto, en otros tiempos, habría levantado ampollas entre los católicos y los fieles se habrían precipitado sin duda a las parroquias o a la misma plaza de San Pedro a pedir explicaciones. ¿Se imaginan a San Pío X defendiendo a Lutero?

Recomiendo aquí a los católicos de buena fe que lean lo que los Papas no tenían reparo alguno en proclamar acerca de ese monje maldito que sin duda alguna fue condenado a sufrir el fuego eterno del infierno — sin ir más lejos, la bula Exsurge Domine, de León X condenando los errores de Lutero —. Sin embargo, hoy no vemos ninguna reacción en contra, nadie alza su voz desde la jerarquía para defender la sana doctrina y llamar a las cosas por su nombre. Y aquellos sacerdotes, que dentro de la estructura conciliar, son aun algo más conservadores accederán quizás a reconocer en privado que hay cosas que sorprenden o que no alcanzan a entender acerca del rumbo que está tomando la Roma actual, pero nunca harán públicas esas inquietudes contribuyendo así con su silencio a la degradación de los cimientos mismos de la Iglesia. Así pues, desde los púlpitos de las iglesias no se vacila a la hora de exaltar la revuelta de Lutero, de colocar carteles con su foto con motivo del quinto centenario de la Reforma protestante (omitiendo descaradamente el centenario de las apariciones de Nuestra Señora en Fátima). Tampoco se duda a la hora de recalcar las virtudes de las otras religiones y de lanzar otro sinfín de mensajes envenenados. Pero las conciencias están adormecidas y no ven el peligro que se cierne sobre ellas. Les han cambiado la religión y apenas se han dado cuenta. La maestría del plan diabólico es innegable.

Hemos de insistir en que todo esto requiere de un proceso, un proceso de moldeado de las mentes y los espíritus; en definitiva, un oscurecimiento de las inteligencias. Y si bien ahora vemos todos estos escándalos multiplicarse y nos escandalizamos (legítimamente) por ello, hemos de considerar que, en el fondo, no hay nada nuevo bajo el sol. Y aunque esto pueda chocar voy a proceder a decir algo en favor de la gestión de Bergoglio, algo en lo que sí está contribuyendo al bien de las almas aun sin saberlo él; y es que, su política y sus gestos son tan descarados y anticatólicos que aquel que no quiera ver lo que está sucediendo no es por no poder sino por no querer. Muchos católicos, gracias a Bergoglio, están en efecto abriendo los ojos después de un largo y penoso letargo. Pero lo que muchos no han comprendido aun es que Bergoglio no es más que un títere en la hoja de ruta postconciliar. Los masones, liberales y modernistas que infiltraron la Iglesia sabían que sólo a través de un Concilio ecuménico lograrían alcanzar su meta e infiltrar la Iglesia hasta lo más alto para, desde los puestos de poder, darle la vuelta a todo cuanto parecía inamovible hasta entonces.

Si bien la infiltración se fraguó ya mucho antes de los años ‘60 desde los propios seminarios y escuelas, no es hasta el Concilio cuando por fin la masonería parece tener preparado a “su Papa”; un Papa listo para llevar a cabo las reformas que tanto tiempo llevaban reclamando. Y es que el Concilio no fue un mero conjunto de sesiones y discusiones sino que constituye de forma clara la piedra fundacional de la nueva “religión Conciliar” que ha copado las estructuras de la Iglesia Católica y ante la cual nos encontramos hoy en día. El Concilio permitió definir todas las novedades sobre las cuales los destructores se apoyan ahora para llevar a cabo la demolición del edificio de la Iglesia. ¿Cuántas veces oímos citar en nuestros púlpitos o a Bergoglio mismo a Pío XII o a San Pío X? Nunca, ¿no es cierto? Sin embargo, ¿cuántas alusiones al Concilio, a sus constituciones e instrucciones y a los “Papas postconciliares”? El cómputo es innumerable. Pueden hacer la prueba de ir a una de esas tantas librerías que se dicen “religiosas” y preguntar, en la sección de magisterio, por la Pascendi, la Mortalium Animos o la Humanum Genus. Creo que no las hallarán por ninguna parte. En su lugar, las estanterías estarán repletas de obras y documentos del Concilio, de “San Juan XIII”, de “San Juan Pablo II” y otros tantos autores y “teólogos” (de la Nouvelle Théologie todos ellos) que han contribuido de forma directa a la subversión del orden natural en la Iglesia como son Lubac, von Balthasar, Congar, Rahner, Hans Küng o el propio Ratzinger. Podemos afirmar y comprobar cómo han hecho desaparecer todo el magisterio que pone en entredicho la nueva forma de proceder de la Iglesia Conciliar. Toda su forma de vivir la religión “católica” se basa en textos y aseveraciones que, a lo sumo, se remontan a 60 años atrás. Los otros 2000 años de historia de la Iglesia son conscientemente olvidados e ignorados. Cojan un libro de catequesis actual y cuenten las referencias o citas a cualquier documento previo al Concilio. El resultado es sencillo: cero. Los innovadores han ido confeccionando en estas últimas décadas una multitud de documentos alternativos de “magisterio” para poder justificarse así en lo sucesivo de forma a hacer avanzar el tan siniestro plan que habían planeado ya desde el siglo XIX en las oscuras logias masónicas. Para aquellos que piensen que todo esto suena a una especie de teoría de la conspiración aplicada al terreno eclesiástico, por desgracia, no es así. Por ejemplo, cualquiera puede consultar hoy en día los planes de la Alta Vendita que llegaron a manos de Gregorio XVI y a raíz de los cuales éste redactó la brillante Encíclica Mirari Vos.

A pesar de la gravedad de los acontecimientos, hemos de confiar en que Dios es el conductor de la Historia. Su Palabra es eterna y por eso mismo, en este punto, sería apropiado leer con detenimiento lo que Dios mismo, mediante el Santo Evangelio, nos dice acerca de cómo reconocer a todos estos falsos pastores y profetas que conducen al pueblo por sendas inseguras.

“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis. Es sabido que al árbol se le juzga por sus frutos” (Lc. 6.43-44).

El Santo Evangelio, como de costumbre, no puede ser más claro y explícito. Un mal árbol no puede sino dar malos frutos. Y sólo hemos de pararnos a observar los frutos que ha dado el Concilio hasta hoy. ¿Dónde está esa ansiada “primavera espiritual”, ese “renacer de la Iglesia”? ¿Dónde está esa mejor comprensión de los santos misterios? ¿Dónde el mayor celo apostólico por la conversión de los pecadores, herejes y cismáticos? ¿Dónde ha quedado el celo misionero por bautizar a todas las Naciones para así hacer partícipe a todos los pueblos de la obra de la Redención? Bergoglio ya dijo hace un tiempo que el “proselitismo” (léase, la evangelización) es una “solemne tontería”, que no hay tal cosa como un “Dios católico” y que a él no le preocupa lo más mínimo en qué religión sean educados los niños siempre y cuando éstos no pasen hambre (parece pues que las necesidades materiales suplen y sustituyen las necesidades del alma y el alimento espiritual). Ha abandonado completamente el celo por la Salus Animarum. Sin embargo, aquellos que se escandalizan ahora ante tales propósitos, una vez más han de ser conscientes que el problema no radica en Bergoglio ni en los prelados que le rodean, sino que todo ello responde al mismo plan masónico al que hacíamos referencia unas líneas atrás. Si aun queda alguna duda acerca del origen de todos estos profundos males, sólo hemos de releer el fragmento de la siguiente entrevista:

“Santo Padre, algunos piensan que en los encuentros ecuménicos usted quiere liquidar la doctrina católica, que se quiere protestantizar la Iglesia”, le dice al Papa sin rodeos Stefania Falasca del periódico Avvenire. Y Francisco responde: “No me quita el sueño. Sigo el camino de los que me han precedido, sigo el Concilio”.

Ahí está. “Sigo el camino…”; todo ha quedado claro. Él mismo se ha delatado, ha dejado al descubierto su plan y su propósito. Se trata por tanto de un verdadero camino, de un largo recorrido que se inició durante el Concilio y que todos los papas postconciliares se han esforzado en seguir paso a paso sin salirse ni un ápice de la hoja de ruta preparada. Todo estaba y está planeado. Bergoglio tiene hoy una misión y la está llevando a cabo, avanzando en el camino trazado previamente por sus antecesores (evidentemente los “antecesores” a los que se refiere se paran en Roncalli). Pero, volviendo a nuestro razonamiento, para que hoy Bergoglio pueda prácticamente rehabilitar a Lutero, lavarle los pies a mujeres musulmanas en el Mandatum del Oficio de Jueves Santo o rezar con toda clase de herejes sin suscitar ningún tipo de reacción por parte de los católicos, ha sido necesario un gran trabajo previo de corrupción de las almas. Cualquier alma cristiana, bien formada y en posesión del conocimiento que otorga el Catecismo tradicional, ya sea ésta niño o adulto, podría en apenas dos frases desmotar y dejar en evidencia a esta falsa religión que se nos quiere imponer en nuestros tiempos. De ahí el incesante esfuerzo de hacer olvidar el catecismo en los colegios y las salas de catequesis, de retirar los misales en las parroquias, de cambiar el catecismo redactando uno nuevo y adulterado (les propongo también encontrar la definición del Santo Sacrificio de la Misa en el catecismo de 1992 — les adelanto que les será imposible…), etc.

Nada es casual. Y no son pocos los ejemplos de los que disponemos para demostrar que Bergoglio no ha sido el primero en llevar a la práctica acciones tan escandalosas como las que le hemos visto perpetrar en Suecia, en su visita a Hispanoamérica, a Sri Lanka o en la JMJ de Río de Janeiro. Muchos católicos, con un buen sentir, se escandalizan ahora, por ejemplo, del reciente intento de rehabilitación de Lutero. ¿Cómo es posible que el Santo Padre vaya a rehabilitar a aquel que destruyó la unidad de la Cristiandad?, se preguntan. ¿A aquel que negaba la culpa del pecado original? ¿A aquel que afirmaba “pecar necesariamente”? ¿A aquel que arremetió contra la Misa, el Papado y los Sacramentos y por tanto contra los medios de Salvación? Muchos se escandalizan cuando ven a Bergoglio rezar junto a los mahometanos en mezquitas o junto a los judíos en sinagogas o incluso cuando se reviste de prendas paganas en sus numerosos viajes. Pero no hemos de pecar de ilusos y hemos de atrevernos a mirar al pasado y examinarlo sin miedo a las consecuencias. ¿Acaso no fueron igual de escandalosas las sacrílegas reuniones de Asís donde se llegó a colocar un ídolo de Buda en el Sagrario de la Basílica de San Francisco o donde imanes musulmanes predicaron desde los presbiterios? ¿No fueron igual de escandalosos los viajes de Wojtyla o Ratzinger donde ambos se dejaron marcar por toda clase de señales paganas? ¿No fue igual de escandalosa la Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación de 1999 dónde Juan Pablo II “pone fin” a todos los anatemas y sanciones de Trento impuestas a los seguidores de Lutero? ¿De qué nos extrañamos ahora? En este proyecto de rehabilitación de Lutero, Wojtyla ya dio el primer paso. Y más aun, ¿no fue aun más escandalosa la “reforma” litúrgica del Concilio que desdibuja y pone en entredicho la concepción católica de la Misa? ¿No hemos de escandalizarnos al saber que seis pastores protestantes, cuyos nombre se conocen, contribuyeron a redactar el nuevo misal que sería promulgado por Montini en 1969 bajo el nombre de Novus Ordo Missae? ¿Por qué somos pues capaces de reconocer la perfidia en las nuevas directrices provenientes de Roma pero no acabamos de atrevernos a reconocer el origen de toda esta iniquidad?

Retomando el fragmento evangélico citado con anterioridad, “al árbol se le juzga por sus frutos”. Hoy estamos catando los frutos de un árbol que quiso venderse a los fieles católicos como la panacea para un “catolicismo oscuro y alejado de la realidad de los tiempos modernos” pero que ha resultado ser un árbol envenenado de raíz por quienes lo plantaron. No basta pues con observar los malos frutos y podarlos con la esperanza de que surjan otros mejores. La solución no es tampoco abonar el árbol o fertilizar el suelo para que los frutos crezcan mejor o más fuertes. La solución es cortar el árbol de raíz. Por eso ahora, en relación con la misa nueva, se está empezando a hablar de una “reforma de la reforma” para esclarecer algunos de los puntos que levantan más controversia entre los católicos más “conservadores”. Pero la solución no es esa. Podemos establecer la comparación con un viejo jersey repleto de agujeros. Por mucho que apliquemos un remiendo, el agujero seguirá ahí y podrá volver a abrirse en cualquier momento. La solución es coser el agujero y cerrarlo; es decir, sanear el problema, no sólo camuflarlo o edulcorarlo. Otra comparación muy evidente con el ámbito de la medicina. Ante un enfermo que presenta una serie de signos y síntomas, el médico no ha de pensar únicamente en la forma de atajar las manifestaciones que presenta el paciente sino que ha de establecer un diagnóstico concreto y planificar un tratamiento que ponga fin al substrato orgánico (si lo hay) que está siendo responsable de su mal estado de salud. Con un tratamiento sintomático el paciente quizás no experimente fiebre ni molestias, pero seguirá padeciendo el problema de base que poco a poco irá deteriorando su estado físico y su fisiología normal. Al igual que la enfermedad, el error hay que atajarlo de base, no hemos de contentarnos con aliviar los síntomas o las consecuencias ulteriores del error. Pero para ello, primero hay que identificar de forma correcta el origen del error en cuestión. Sin ello no podremos hacerle frente de forma eficaz pues, tarde o temprano, volverá a aflorar en la misma o en otra forma. El error se corrige, no se remienda.

Así pues, en este caso, y a modo de ejemplo, el problema auténtico de la nueva misa no radica en las licencias excesivas de ciertos sacerdotes que buscan a toda costa introducir notas de “creatividad” en la celebración de la misma — como se pretende desde los sectores defensores del Novus Ordo —, sino que el problema radica en el propio ritual, un ritual que fue desprovisto de todo aquello que era “demasiado católico” y que era susceptible de obstaculizar el buen entendimiento con las distintas sectas protestantes. Asimismo, en el contexto ecuménico, el problema no reside en la persona misma de Bergoglio y en su ideología marxista (que también), sino en la nueva y errónea concepción de la libertad religiosa que ofrece el Concilio Vaticano II en su declaración Dignitatis Humanae y que ha dado pie a todos estas empresas ecuménicas que llevamos contemplando con horror en los últimos treinta años. No debe sorprendernos por tanto nada de lo que pueda hacer Bergoglio, quien a tanta gente ha escandalizado y hecho dudar de su Fe, pues el verdadero origen del mal no está en él, sino que no hace más que aplicar las directrices de un Concilio nefasto que determinó una nueva hoja de ruta, el nuevo camino que debería emprender la nueva religión mundialista y concebida a la imagen del mundo.

Recemos pues en este primer Centenario de las apariciones de Nuestra Señora en Fátima para que ella proteja a la Iglesia y la conduzca siempre a buen puerto. Debemos consagrarnos a ella y confiar plenamente en la Providencia de Dios que, por alguna razón, quiere que vivamos este último suplicio de la Iglesia a imagen de la Pasión de su Hijo. Sin embargo, conociendo la desolación en la que se encontrarían los católicos en el Fin de los Tiempos, Nuestro Señor mismo no dudó en dejarnos como remedio a todas nuestras aflicciones a su Bendita Madre y la devoción a su Corazón Inmaculado. Muchas son las veces en las que la Santísima Virgen María, en un acto de profundo amor por nosotros sus hijos, ha bajado del Cielo para advertirnos de los tristes acontecimientos que estaban por venir — y que muchos se están cumpliendo hoy en día — con el fin de que no cayéramos en el engaño en el momento de la prueba. No cabe duda que la apostasía anunciada en La Salette o en Fátima son hoy realidades tangibles a las cuales hemos de hacer frente. Así pues, en espera de la anunciada Restauración de la Iglesia, esforcémonos por rezar diariamente el Rosario, reparar cuantas blasfemias o sacrilegios presenciásemos y en cumplir la santa voluntad de Dios. No perdamos nunca la confianza, pues, tal se nos prometió, “mi Corazón triunfará”.

Ignacio Vaz-Romero Trueba

Ignacio Vaz-Romero
Ignacio Vaz-Romero
Estudiante de Medicina, formado en historia de España y Francia y con un especial interés en la historia de la llamada "crisis de la Iglesia". Hace años que asisto a la Santa Misa Tradicional donde he podido adquirir una formación sólida en temas de tradición, magisterio y doctrina

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