(Mons. Carlo Maria Viganò, Ejército Viganò – 3 de septiembre 2020) La que sigue es la traducción al Español, de la carta que Su Excelencia Carlo Maria Viganò le escribiera, a dos de sus críticos: el Padre Raymond J. de Souza y el Padre Thomas Weinandy [1].
Para quienes quieran comprender más profundamente el contenido de esta misiva, les sugiero leer dos de las más recientes cartas escritas por Monseñor Viganò:
a) La carta con la que dió respuesta al artículo: «Vaticano II y la obra del Espíritu»[2], escrito por el Padre Thomas Weinandy.
b) La carta con la que dió respuesta al artículo: «Preguntas para Viganò: Su Excelencia tiene razón sobre el Vaticano II, pero ¿qué cree que deberían hacer los católicos ahora?» [3], escrito por Stephen Kokx.
¡Comencemos!
Hace unos días, poco después de la publicación de otro artículo similar, escrito por el Padre Thomas Weinandy [4], el Padre Raymond J. de Souza escribió un comentario titulado: «La negativa del Arzobispo Viganò al Vaticano II, ¿promueve el cisma?» [5]. El pensamiento del escritor se expresa de manera inmediata, cuando dice: «En su último «testimonio», el ex Nuncio tiene una posición contraria a la Fe Católica, con respecto a la autoridad de los concilios ecuménicos».
Puedo comprender que en muchos sentidos, mis intervenciones causen no pocas molestias a los partidarios del Concilio Vaticano II, y que cuestionar a su ídolo, es motivo suficiente para merecer las más severas sanciones canónicas, después de clamar en contra del cisma. Su enfado se combina con un cierto despecho, al ver que a pesar de mi decisión de no aparecer en público, mis intervenciones despiertan el interés y alimentan un sano debate sobre el Concilio, y más en general, [un sano debate] sobre la crisis de la Jerarquía eclesiástica. No me adjudico el mérito de haber dado inicio a esta disputa, ya que antes que yo, eminentes Prelados e intelectuales de alto perfil, han evidenciado cuestiones críticas que necesitan una solución; otros han mostrado el vínculo causal entre el Concilio Vaticano II y la apostasía actual. Frente a estas numerosas y bien argumentadas denuncias, nadie jamás ha propuesto respuestas válidas o soluciones aceptables: por el contrario, en defensa del totem conciliar, se ha recurrido a la deslegitimación de los interlocutores, a su exclusión, así como a la acusación genérica de querer socavar la unidad de la Iglesia. Y esta última acusación es tanto más grotesca, cuanto más evidente se hace el estrabismo canónico de los acusadores, quienes desenvainan el malleus hæreticorum [martillo de los herejes], en contra de quienes defienden la ortodoxia católica, mientras que hacen profundas reverencias ante eclesiásticos, religiosos-s.j. y teólogos que cotidianamente arremeten en contra del depositum fidei. Los dolorosos padecimientos de muchos Prelados, entre los que se encuentra Monseñor Lefevbre, confirman que aún en la ausencia de acusaciones específicas, hay quienes consiguen utilizar las normas canónicas como un instrumento de persecución de los buenos, pero al mismo tiempo, evitan aplicarlas a los verdaderos cismáticos y herejes.
En este sentido, ¿cómo olvidar a aquellos teólogos que fueron suspendidos de la docencia, removidos de los Seminarios o golpeados por la censura del Santo Oficio, y que precisamente por sus propios «méritos», consiguieron el beneficio de ser llamados como consultores y peritos del Concilio? También debemos incluir a aquellos rebeldes de la teología de la liberación, que fueron amonestados durante el Pontificado de Juan Pablo II y que luego fueron rehabilitados por Bergoglio; lo anterior, por no mencionar a los protagonistas del Sínodo Amazónico y a los Obispos del Camino Sinodal, promotor de una iglesia nacional alemana, herética y cismática. Y sin omitir a los obispos de la secta patriótica china, plenamente reconocida y promovida por el Acuerdo entre el Vaticano y la dictadura comunista de Beijing [6].
Padre de Souza y Padre Weinandy: sin entrar en los méritos de los argumentos presentados por mí, a los que ustedes califican con desdén, como intrínsecamente cismáticos, [al menos] ustedes deberían tener la recta deferencia de leer mis intervenciones, antes de censurar mi pensamiento. En ellas encontrarían mencionado el doloroso trabajo que durante estos últimos años, me ha llevado a comprender que he sido engañado, precisamente por aquellos que constituídos en autoridad -y que jamás pensé que fueran capaces de hacerlo-, traicionarían a quienes depositaron su confianza en ellos. Considero que no soy el único en haber comprendido este engaño ni el único en haberlo denunciado: laicos, Clérigos y Prelados, también están en la dolorosa situación de reconocer un fraude urdido con astucia; un fraude -que a mi parecer- consistió en haber recurrido a un Concilio, para otorgar aparente autoridad a las instancias de los Innovadores, y así conseguir la obediencia del Clero y del pueblo de Dios. Y esta obediencia fue exigida por los Pastores -sin excepción alguna-, para demoler desde adentro a la Iglesia de Cristo.
Muchas veces he escrito y declarado que fue precisamente a causa de esta falsificación, que los fieles, respetuosos de la autoridad de la Jerarquía, no han osado desobedecer, masivamente, a la imposición de la doctrina heterodoxa y del rito protestantizado. Entre otras cosas, esta revolución no se completó de una sola vez, sino por medio de un proceso por etapas, en el que las innovaciones introducidas ad experimentum, posteriormente fueron convertidas en la norma universal, con giros de tornillo cada vez más apretados. Igualmente he reafirmado en varias ocasiones, que si los errores y los puntos equívocos del [Concilio] Vaticano II, hubieran sido formulados por un grupo de Obispos alemanes y holandeses, pero sin cubrirlos con el manto de autoridad que otorga un Concilio ecuménico, probablemente, éstos habrían ameritado la condena del Santo Oficio y sus escritos habrían terminado dentro del Índice [de libros prohibidos]: tal vez fue por ello que quienes transtocaron los esquemas preparatorios del Concilio, después durante el reinado de Paulo VI, se dedicaron a debilitar a la Suprema Congregación, así como a abolir el Index libroum prohibitorum, en el cual -en otros tiempos- encontrarían sus propios escritos.
Evidentemente, de Souza y Weinandy creen que no es posible cambiar de opinión, que es preferible permanecer en el error, antes que caminar sobre los propios pasos. Sin embargo, esta actitud es bien extraña: multitud de Cardenales y Obispos; de Sacerdotes y Clérigos; de monjes y religiosas; de teólogos y moralistas; de laicos e intelectuales católicos, en nombre de la obediencia a la Jerarquía, se sintieron obligados a renunciar a la Misa Tridentina y también a verla sustituída por un rito copiado del Libro de la Oración Cómún, escrito por [Thomas] Cranmer. Con ello y en nombre de un Concilio que además quiso ser pastoral y no dogmático, se desecharon tesoros de doctrina, de moral y de espiritualidad, así como un inestimable patrimonio artístico y cultural, que ha llevado al oscurecimiento de dos mil años de Magisterio. Se oyó decir que la iglesia conciliar, finalmente se había abierto al mundo, que había sido despojada del odioso triunfalismo postridentino, de las incrustaciones dogmáticas medievales, del oropel litúrgico, de la moral sexofóbica de San Alfonso, del nocionismo del Catecismo de San Pío X [7], y del clericalismo de la Curia pacelliana. En nombre del [Concilio] Vaticano II, nos pidieron renunciar a todo: Después de más de medio siglo, vemos que de lo poco que aún parecía estar en vigente, ¡nada se ha salvado!
Sin embargo, si repudiar a la Iglesia Católica preconciliar por haber abrazado la renovación conciliar, fue aclamado como un gesto de gran madurez, un signo profético, un modo de mantenerse al día y en definitiva, una cosa inevitable e indiscutible, el día de hoy, repudiar un experimento fallido que ha conducido al colapso de la Iglesia, se lo considera un signo de incoherencia o de insubordinación, según el adagio de los Innovadores: «No hay vuelta atrás». En aquel momento la revolución era considerada sana y necesaria, pero hoy [resulta que] la restauración es dañina y es presagio de divisiones. En aquel entonces y en nombre del Aggiornamiento, se podía y se debía renegar del pasado glorioso de la Iglesia. Hoy, al cuestionamiento sobre algunas décadas de desviaciones, se lo considera cismático. Y lo que es aún más grotesco, es que los defensores del Concilio sean tan flexibles con quienes niegan el Magisterio preconciliar, estigmatizando a través del calificativo jesuítico e infamante, de rígidos, a quienes -por coherencia con ese mismo Magisterio- no pueden aceptar ni el ecumenismo ni el Diálogo interreligioso (que dió lugar a los Encuentros de Asís [8] y a lo de Abu Dhabi [9]), ni tampoco [aceptar] la nueva eclesiología y la reforma litúrgica, surgidas del Vaticano II.
Obviamente, todo esto no tiene fundamento filosófico y aún menos, fundamento teológico: el superdogma del Vaticano II prevalece por encima de todo, lo anula todo, lo cancela todo; sin embargo no se permite a sí mismo, sufrir la misma suerte. Y es precisamente esto lo que confirma que el Vaticano II, a pesar de ser un Concilio Ecuménico legítimo -como ya lo he afirmado en otro lugar-, no es como los demás, porque si así fuera, los Concilios y el Magisterio que lo han precedido, deberían haber sido considerados igualmente vinculantes (no solo de palabra), impidiendo la formulación de los errores -contenidos o implícitos- en los textos del Vaticano II. Civitas in se divisa [es decir, la ciudad se divide]…
De Souza y Weinandy no quieren admitir que la estratagema adoptada por los Innovadores, fue de una gran astucia: Para conseguir la aprobación de la revolución, de quienes pensaban que se trataba de un Concilio Católico como el Vaticano I -y en un aparente respeto a las normas-, se declaró que se trataba solamente de un Concilio pastoral, y no de un Concilio dogmático. Esto hizo que los Padres Conciliares creyeran que de alguna manera se arreglarían los puntos críticos, se aclararían los malentendidos y se reconsiderarían algunas reformas en un sentido más moderado… mientras tanto, los enemigos ya lo habían organizado todo, hasta el más mínimo detalle. Al menos veinte años antes de la convocatoria del Concilio, había quienes creían ingenuamente, que Dios impediría el golpe de los Modernistas, como si el Espíritu Santo pudiera actuar contra la voluntad subversiva de los Innovadores. Esta fue una ingenuidad en la que yo mismo caí junto a la mayoría de mis co-hermanos y Prelados, que se formaron y criaron con la convicción de que a los Pastores y al Sumo Pontífice, ante todo y sobre todo, se les debía obediencia absoluta. Así las cosas, los buenos católicos, debido a su concepto distorsionado de la obediencia absoluta, obedecieron incondicionalmente a sus Pastores, siendo inducidos a desobedecer a Cristo, precisamente por aquellos que tenían bien claros los objetivos que se proponían. También en este caso, es evidente que el asentimiento al magisterio conciliar no impidió -más bien requirió como consecuencia lógica e inevitable- la disensión con el Magisterio perenne de la Iglesia.
Después de más de cincuenta años todavía no queremos tomar nota de un hecho indiscutible: que hemos querido utilizar un método subversivo adoptado hasta ahora en el ámbito político y civil, aplicándolo sine glossa al ámbito religioso y eclesial. Este método, propio de quienes -por decir lo mínimo- tienen una visión materialista del mundo, encontró desprevenidos a los Padres Conciliares que verdaderamente creían en la acción del Paráclito; mientras que los enemigos supieron: falsear los votos en las Comisiones, debilitar a la oposición, obtener derogaciones a procedimientos establecidos, presentando una norma aparentemente inocua, para luego extraer de ella un efecto disruptivo y contrario. El hecho de que ese Concilio tuviera lugar en la Basílica Vaticana, con los Padres portando la mitra y la capa pluvial o el hábito coral, y que Juan XXIII llevara puesta la tiara y el manto papal, fue perfectamente coherente con la orquestación de una escenografía, diseñada especialmente, para engañar a los participantes, y de hecho, asegurarles que después de todo, el Espíritu Santo remediaría incluso los líos de subsistit in o los errores de la libertad religiosa.
A este respecto, me permito citar un artículo aparecido en Séptimo Cielo, en estos días, cuyo título es: «Historizar el Concilio Vaticano II. Así fue como el mundo de aquellos años influyó en la Iglesia» [10]. Sandro Magister nos da la noticia sobre un estudio del Profesor Roberto Pertici, referente al Concilio, el cual recomiendo leer en su totalidad, pero que puede resumirse en estas dos citas:
«La disputa que está incendiando a la Iglesia, sobre cómo juzgar al Vaticano II, no debe ser exclusivamente teológica, porque ante todo, hay que analizar el contexto histórico de ese evento, sobre todo, para un Concilio que declaró que quería «abrirse al mundo».
«Sé bien que la Iglesia -como reiteró Paulo VI en «Ecclesiam suam»[11]- está en el mundo, pero no es del mundo, es decir: tiene valores, comportamientos y procedimientos que le son propios y que no pueden ser juzgados y enmarcados con criterios totalmente histórico-políticos mundanos. Por otro lado -debe añadirse que- ni siquiera es un organismo separado. En los años sesenta -y los documentos conciliares están llenos de referencias en este sentido-, el mundo avanzaba hacia lo que hoy llamamos «globalización». Y ya estaba fuertemente condicionado por los nuevos medios masivos de comunicación, así que ideas y actitudes inéditas, se difundían muy rápidamente, haciendo que emergieran formas de mimetismo generacional. Es impensable que un evento de la amplitud y de la relevancia del Concilio, tuviera lugar en el recinto de la Basílica de San Pedro, sin contrastarlo con lo que estaba sucediendo».
A mi parecer, esta es una interesante clave de lectura del Vaticano II, que corrobora la influencia que el pensamiento «democrático» ejerció sobre el Concilio. La gran coartada del Concilio fue presentar como decisión colegiada y casi plebiscitaria, a la introducción de cambios que de otro modo habrían sido inaceptables. De hecho, no fue el contenido específico de las Actas, ni su significado futuro a la luz del espíritu del Concilio, lo que liberó doctrinas heterodoxas que ya deambulaban por los círculos eclesiales del norte de Europa, sino que fue el carisma de la democracia, que casi inconscientemente, fue adoptado por todo el Episcopado mundial, en el nombre de un sometimiento ideológico, que durante algún tiempo había visto a muchos exponentes de la Jerarquía, casi subordinados a la mentalidad del siglo. El ídolo del parlamentarismo surgido de la Revolución Francesa -que se mostró tan eficaz en la subversión del orden social- debió representar para algunos Prelados una etapa inevitable en la modernización de la Iglesia, misma que fue aceptada a cambio de una suerte de tolerancia de parte del mundo contemporáneo que todavía era viejo y pasado de moda, con respecto a lo que se obstinaban en proponer. ¡Esto fue un error muy grave! El sentimiento de inferioridad por parte de la Jerarquía, sentimiento de atraso e inadecuación en relación con las exigencias del progreso y de las ideologías, delatan una visión sobrenatural muy deficiente, y un ejercicio aún más deficiente, de las virtudes teologales: es la Iglesia la que debe atraer al mundo hacia Sí, convirtiéndolo, ¡y no al revés! El mundo debe convertirse a Cristo y al Evangelio, sin que Nuestro Señor tenga que ser presentado como un revolucionario al estilo Che Guevara, y la Iglesia como una organización filantrópica que está más preocupada por la ecología, que por la salvación eterna de las almas.
Contrariamente a lo que he escrito, de Souza afirma que yo llamé «concilio del diablo>>, al Vaticano II. Me gustaría saber en dónde encontró esas palabras mías. Supongo que esta expresión se debe a su traducción errónea y presuntuosa del término «conciliabolo», que según su etimología latina, no corresponde con el significado actual en lengua italiana. Partiendo de esta traducción errónea, él infiere que tengo «una posición contraria a la Fe Católica sobre la autoridad de los concilios ecuménicos«. Si se hubiera tomado la molestia de leer mis declaraciones sobre el tema, habría entendido que precisamente, porque tengo la mayor reverencia por la autoridad de los Concilios Ecuménicos y por todo el Magisterio en general, no puedo conciliar las muy claras y ortodoxas enseñanzas de todos los Concilios hasta el Vaticano I, con las -ambiguas y a veces incluso heterodoxas- enseñanzas del Vaticano II. Y al parecer, no soy el único. Por su parte, el propio Padre Weinandy no logra conciliar el rol de Vicario de Cristo con Jorge Mario Bergoglio, quien es simultaneamente, detentor y destructor del Papado. Pero contra toda lógica, para de Souza y para Weinandy, es posible criticar al Vicario de Cristo pero no al Concilio, o más bien dicho: a ese Concilio, y solamente a ese. De hecho, nunca he encontrado tanta diligencia al reiterar los cánones del Vaticano I, cuando algunos teólogos hablan de un «redimensionamiento del Papado» o de un «camino sinodal», y tampoco he encontrado tantos defensores de la autoridad del Tridentino, cuando se niega la esencia misma del Sacerdocio católico.
De Souza piensa que con mi carta dirigida al Padre Weinandy [12], yo buscaba un aliado: y aunque así fuera el caso, no veo nada malo en ello, siempre y cuando dicha alianza tenga como propósito la defensa de la Verdad en el vínculo de la Caridad. Sin embargo, mi intención fue la que planteé desde el inicio, es decir, el hacer posible una comparación desde la cual lleguemos a una mayor comprensión de la crisis actual y de sus causas, de tal manera que en su momento, la Autoridad de la Iglesia pueda pronunciarse sobre ella. Nunca me he permitido imponer una solución definitiva, ni resolver cuestiones que van más allá de mi función de Arzobispo, y que son competencia directa de la Sede Apostólica. Por lo tanto, no es cierto lo que afirma el Padre de Souza, y mucho menos lo que de manera incomprensible, me atribuye el Padre Weinandy, es decir, que me encuentro en «pecado imperdonable contra el Espíritu Santo». Tal vez podría creer en su buena fe si es que ambos aplicaran esta misma severidad de juicio sobre sí mismos y sobre sus adversarios comunes, hecho que lamentablemente, no parece suceder.
El Padre de Souza pregunta: «Cisma. Herejía. Trabajo del diablo. Pecado imperdonable. ¿Por qué estas palabras ahora se aplican al Arzobispo Viganò, por voces respetadas y atentas?» Creo que la respuesta ahora es obvia: se ha roto un tabú y se ha iniciado una discusión a gran escala sobre el Vaticano II, misma que hasta ahora, había sido confinada a áreas muy restringidas del cuerpo eclesial. Y lo que perturba más a los partidarios del Concilio, es la constatación de que esta disputa no se trata de si el Concilio es criticable, sino que se trata acerca de qué hacer para remediar los errores y los pasajes ambiguos que se encuentran en él. Y este es un hecho establecido, sobre el que ahora no se puede emprender ningún trabajo de deslegitimación: Magister, en Séptimo Cielo, también escribe acerca de esto refiriéndose a la «disputa que está incendiando a la Iglesia, sobre cómo juzgar al Vaticano II» y a las «controversias que periódicamente reabren en varios medios «católicos» en torno al significado del Vaticano II y el vínculo que existiría entre ese Concilio y la situación actual de la Iglesia». Hacer creer a la gente que el Concilio está libre de críticas, es una falsificación de la realidad, independientemente de las intenciones de quienes critican su ambigüedad o heterodoxia.
El Padre de Souza, además sostiene que en LifeSiteNews, el Profesor John Paul Meenan, supuestamente demostró «las debilidades en el argumento del Arzobispo Viganò y sus errores teológicos» [13]. Al Profesor Meenan le dejo la carga de refutar mis intervenciones sobre la base de lo que afirmo, y no sobre lo que no he dicho y que está deliberadamente tergiversado. Aquí también podemos ver cuánta indulgencia se muestra para con las Actas del Concilio, y cuánta severidad implacable, para quienes señalan las carencias, hasta el punto de insinuar la sospecha de Donatismo.
En cuanto a la famosa hermenéutica de la continuidad, me parece claro que es y sigue siendo un intento -quizás inspirado en una visión un tanto kantiana de los acontecimientos de la Iglesia- de conciliar un preconcilio y un postconcilio, como nunca antes había sido necesario. La hermenéutica de la continuidad es obviamente válida y debe seguirse dentro del discurso católico: en lenguaje teológico se le llama analogia fidei [es decir, analogía de la fe] y es uno de los pilares a los que debe adherirse el estudioso de las Ciencias Sagradas. Pero aplicar este criterio a un hapax que precisamente por su equívoco, logró decir o implicar lo que debió haber condenado abiertamente, no tiene sentido, porque presupone como postulado, que existe una coherencia real entre el Magisterio de la Iglesia y el «magisterio»contrario él, que actualmente se imparte en Academias y Universidades Pontificias, en Cátedras Episcopales y de Seminario, así como en la prédica desde los púlpitos. Pero si bien, es ontológicamente necesario que toda Verdad sea coherente consigo misma, al mismo tiempo no es posible fallar en el principio de no contradicción, según el cual dos proposiciones mutuamente excluyentes, no pueden ser ambas verdaderas. Por lo tanto, no puede haber una «hermenéutica de la continuidad» para apoyar la necesidad de la Iglesia Católica sobre la salvación eterna, y al mismo tiempo apoyar lo que afirma la declaración de Abu Dhabi, que está en continuidad con la enseñanza conciliar. Por tanto, no es cierto que yo rechace la hermenéutica en sí misma, sino solamente cuando no puede aplicarse a un contexto claramente heterogéneo. Pero si esta observación mía resulta infundada y ustedes quieren demostrar sus deficiencias, yo mismo estaré feliz en repudiarlas.
Al final de su artículo, el Padre de Souza pregunta provocativamente: «Sacerdote, curialista, diplomático, nuncio, administrador, reformador, informante. ¿Es posible que, al final, también se agregue a esa lista un hereje y un cismático?» No pretendo responder a las expresiones insultantes y gravemente ofensivas del Padre Raymond de Souza, ciertamente no aptas para un caballero… me limito a preguntarle: ¿A cuántos Cardenales y Obispos progresistas, sería superfluo hacer la misma pregunta, sabiendo de antemano que la respuesta es tristemente positiva? Quizás, antes de asumir cismas y herejías donde no los hay, sería apropiado y más útil, combatir el error y la división en donde éstos se han anidado y propagado, a lo largo de décadas.
San Pío X, ¡ruega por nosotros!
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo.
3 de septiembre del 2020.
San Pío X, Papa y Confesor.
Notas:
[1] https://ejercitovigano.blogspot.com/2020/08/carta-de-monsenor-vigano-al-padre.html
[7] https://drive.google.com/file/d/1EsujwL1hGegyG9Cf3yHmNaq8R-rQVyWS/view?usp=sharing
[9] https://proclamarlaoscuridad.blogspot.com/2019/05/documento-firmado-por-el-papa-francisco.html
[12] https://ejercitovigano.blogspot.com/2020/08/carta-de-monsenor-vigano-al-padre.html
L’articolo Al Padre Raymond J. de Souza y al Padre Thomas Weinandy proviene da Correspondencia romana | agencia de información.