La pobreza es una virtud humana tan importante que podríamos decir que si no se vive, el alma humana no alcanza su perfección. Esta tiene como principio la obediencia y como medio la castidad, pero su fin es la pobreza.
La historia sagrada nos explica de manera clara este proceso. El pueblo hebreo esclavo en Egipto escucha la invitación de Dios a través de Moisés a salir de la servidumbre y obedece a su palabra atravesando el Mar Rojo y entrando en el desierto. En el desierto Dios invita de nuevo al pueblo a consagrarse a Él -significado de la palabra castidad- como a su único Dios. Finalmente Dios invita al pueblo a conquistar la Tierra prometida abandonándose en su pobreza a su providencia.
Esta historia se actualiza en los tres primeros sacramentos de la Iglesia. Por el Bautismo la obediencia a la Palabra de Dios comienza una nueva vida. Por la Confirmación el alma se consagra castamente al Amor de Dios. Por la Eucaristía el alma pobre pide y recibe el Pan que el Padre misericordioso envía desde el Cielo.
La pobreza es la santificación de una realidad del alma: el desierto. El alma vive su ser nada ante Dios en el silencio, la soledad y el desierto. Ella necesita de la Palabra, el Amor y la Misericordia de Dios. Un alma que no obedece a Dios obedece al Diablo ya que el alma no puede no obedecer, porque vive en el silencio. Un alma que no se consagra a Dios se consagra a la Carne, porque no puede no consagrarse, ya que vive en la soledad. Un alma finalmente que no pide el Pan vivo a Dios se lo pide al Mundo, debido a que no puede no pedir, porque vive en el desierto.
La pobreza es la perfección del alma. El Señor en el Sermón de la montaña nos dice que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Esta perfección es la perfección del alma divinizada. Pero la perfección humana del alma es la pobreza. Esta perfección consiste en pedir y recibir en darle la ocasión a Dios de abajarse a su humanidad y darle el Pan vivo que baja del Cielo.
El alma perfecta, el alma pobre, no pide para obtener codiciosamente el bien. No, el alma pobre pide para darle gloria a Dios. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su alma?” Perder el alma es dejar que la codicia “rompa el saco” como dice el refrán. El alma perfecta -la de María- no está rota. Su seno materno acoge al Hijo de Dios, el bien infinito. María en esto no antepone su propio interés sino el del Hijo y no es codiciosa sino pobre. La petición de María es abnegada, ella se olvida totalmente de sí misma y acoge en la bolsa irrompible de su seno virginal al divino Pan celestial. No lo hace por saciarse como los cinco mil que comieron en la multiplicación de los panes. No, Ella lo hace por Jesús. Esta es su misión permitir que el Hijo de Dios se hiciera hombre.
Toda comprensión de la pobreza que no sea esta nos hace caer en la codicia egoísta del Mundo. La pobreza tiene la misión de hacer bajar del Cielo el Pan vivo, la misión de conquistarlo -como el pueblo de Israel conquistó la Tierra prometida. María no busca su propia gloria -ya tiene Quien la busca- sino la gloria de Dios, que se hace hombre en su seno pobre.
Este y no otro es el sentido de la pobreza cristiana, que se actualiza en el santo Sacrificio del altar. En el Calvario el Señor es glorificado por María, que está al pie de la Cruz recibiendo de Él la Vida en su seno materno. “He ahí a tu Madre.” La Maternidad de María es la que permite que el Señor dé Vida abundante.
En la Santa Misa, María está misteriosamente presente y permite que el sacerdote, in persona Christi, le dé nuevamente el Pan vivo que baja del Cielo. Reducir la Eucaristía a un simple banquete en el que satisfacemos nuestra hambre -como aquellos que se saciaron aquél día- es perder totalmente su verdadero significado. El alma perfecta asiste a la Santa Misa, como María, no en propio beneficio sino para dar gloria al Señor, para concederle alcanzar su fin, que es descender del Cielo nuevamente sobre el altar y habitar entre los hombres dándoles su Vida eterna.
No alcanzar a vivir el significado eucarístico de la pobreza y quedarse en su signo natural, que es el hambre del mundo, es vivir la descristianización en que se encuentra hoy la misma Iglesia de Cristo.
¿Qué podemos hacer para reparar esta situación actual de la Esposa de Cristo? Asistir a la Santa Misa para glorificar al Señor, como María bajo la Cruz, para que Él pueda cada día entregar su Cuerpo y derramar su Sangre para la Vida del mundo.
Marianus el Eremita