¡Basta ya, Señor!

“¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, pues yo no soy mejor que mis padres!”

¡Cuantas veces me siento igual que Elías! No puedo más. Estoy cansado. Muy cansado. Me echaré a esperar que el Señor me quite la vida. Tengo el corazón roto, destrozado. No quiero vivir más.

Como dice San Pablo:

Conforme a lo que aguardo y espero, que en modo alguno seré confundido; antes bien, que con plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger…

He sentido mucho celo por ti, Señor, Dios todopoderoso, porque tu pueblo te ha abandonado. Solo quedamos cuatro gatos y andan buscando cómo quitarnos de en medio. He tratado de obedecerte, mi Dios. He clamado en el desierto llamando a la conversión, siguiendo los consejos del Apóstol:

Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio. Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación.

He amado mucho. He hecho cuanto he podido con la ayuda de la gracia de Dios. He escrito todo lo que me has pedido porque Tú hacías arder mi corazón con el fuego de tu gracia. He ido y he venido adonde me has querido enviar. Pero este pueblo tiene un corazón de piedra. Y tu Verdad les resulta dura e insoportable: “Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas”. Y esos tiempos han llegado: son nuestros tiempos. No entienden que el amor verdadero no es compatible con vivir en pecado mortal. Ellos quieren seguir pecando. Tal vez si tu gracia me hubiera hecho más santo, lo habrían entendido. Pero tampoco a ti te entendieron, mi Señor, y te mataron, te insultaron, te despreciaron y te asesinaron cruelmente. Y lo siguen haciendo. Y te volverían a matar, Señor. Ten piedad de mí, que yo  también soy un pobre pecador y no quiero seguir pecando.

Me siento como don Quijote luchando todos los días y a todas horas contra molinos de viento. Anuncio tu Amor y predico la conversión y lo único que recibo son golpes y humillaciones; incomprensión y rechazo. Y estoy cansado, Señor. No puedo más. Llévame contigo. Yo no soy de este mundo. Yo soy tuyo y quiero ser más tuyo. Refúgiame en tu Corazón, que el mío está roto de tanto amarte. Desfallezco, Señor. No puedo más. Mi alma ansía estar contigo. Apártame de los malvados y los impíos. Aléjame del pecado de este mundo. Aléjame de mi propio pecado, Señor. Me siento extranjero aquí. Yo no soy de aquí. Llévame contigo, Señor. Yo he tratado de predicar con la palabra y con la caridad. Pero nadie entiende, nadie escucha… Nadie quiere saber nada de ti, Señor. Y el fuego de tu amor me consume. Llévame contigo, Señor. Llévame ya.

Hemos matado a Dios”. Se jactan de su impiedad, Señor. Te han matado y quieren seguir matándote. Te matan cada día. La apostasía es clamorosa. No tienen fe. Y están convirtiendo este mundo en un infierno en el que no quiero vivir. Llaman amor a la depravación y compasión al homicidio. Juegan a ser dioses y consideran que la virtud es ridícula; y el pecado, virtud, bien y libertad. Matan a los niños inocentes. Y a los enfermos y ancianos los quieren matar también. No hay castigo suficiente para tanta crueldad, Señor; para tantas mentiras, para tanta idolatría, para tanta abominación.

Hasta tu Casa está mancillada por quienes te desprecian, Señor. Desde fuera y desde dentro me acechan, me insultan y me desprecian. Y no puedo más. Llévame, Señor, contigo. Llévame ya. ¡Basta ya, Señor! Dale Tú sentido a tanto dolor. Si Tú quieres que siga aquí, aquí seguiré pero mírame, que soy débil y desfallezco. Y a veces no puedo más.

Hasta que Tú quieras, seguiré aferrándome a tu Cruz. Que nadie se preocupe: no tengo ninguna depresión ni, menos aún, tentaciones suicidas. Pero estoy cansado, muy cansado… Y entiendo perfectamente al profeta Elías. Perfectamente.

El Jueves Santo por la noche, el Señor llegará a sudar sangre de tanta angustia, de tanto sufrimiento. El pecado del mundo lo aplasta. El Demonio lo tienta. El mundo lo persigue. Sus amigos lo traicionan y lo abandonan.

Este Jueves Santo, si Dios quiere, estaré en la Capilla del Colegio, a partir de las nueve y media de la noche, acompañándolo. “Señor, si puede ser, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Os invito a venir a acompañar al Señor en su angustia.

V /. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R /. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Lectura del Evangelio según San Lucas. 22, 39-46

Salió Jesús, como de costumbre, al monte de los Olivos;
y lo siguieron los discípulos.
Al llegar al sitio, les dijo: “Orad, para no caer en la tentación”.
Él se arrancó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra
y, arrodillado, oraba diciendo:
“Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz.
Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Y se le apareció un ángel del cielo que lo animaba.
En medio de su angustia, oraba con más insistencia.
Y le bajaba el sudor a goterones, como de sangre, hasta el suelo.
Y levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos,
los encontró dormidos por la pena, y les dijo:
“¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en la tentación”.

Señor, que para abrir a todos los hombres el camino de la Pascua has querido experimentar la tentación y el miedo, enséñanos a refugiarnos en ti, y a repetir tus palabras de abandono y entrega a la voluntad del Padre, que en Getsemaní han alcanzado la salvación del universo. Haz que el mundo conozca a través de nosotros el poder de tu amor sin límites.

 

Infocatolica, 14 abril 2019

 

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