Canonizaciones y dos Papas santos

Apropósito de las pasadas canonizaciones del 27 de abril de 2014 (San Juan XXIII y San Juan Pablo II), sumado a la beatificación de otro Papa, el 19 de octubre de 2014 (Pablo VI), se me ocurrió indagar sobre los últimos Papas Santos. Resulta ciertamente curioso que en los últimos 450 años sólo habíamos tenido dos pontífices Santos: San Pío V (1566-1572) y San Pío X (1903-1914). Mientras que en estos últimos 50 ya tenemos a San Juan XXIII (1958-1963) y San Juan Pablo II (1978-2005) y el beato Pablo VI (1963-1978). Es llamativo, sobre todo teniendo en cuenta que: “Cuando la Iglesia canoniza un fiel no quiere solamente asegurar que el difunto está en la gloria del cielo, sino que lo propone como modelo de virtudes heroicas. Según los casos, se tratará de un perfecto religioso, párroco, padre de familia, etc. En el caso de un Papa, para ser considerado santo debe haber ejercitado las virtudes heroicas en el cumplimiento de su misión como pontífice, como fue, por ejemplo, San Pío V o San Pío X”. O sea que “la canonización de un Papa implica su santidad no sólo en la vida privada, sino también en la vida pública, o sea el ejercicio heroico de la virtud en el cargo que le es propio, el de sumo Pontífice”[1].

[mks_pullquote align=»right» width=»300″ size=»24″ bg_color=»#000000″ txt_color=»#ffffff»]Resulta ciertamente curioso que en los últimos 450 años sólo habíamos tenido dos pontífices Santos:[/mks_pullquote]Bueno, como fuere, el caso es que fruto inmediato de las canonizaciones y a fuer de padecer vicios de historiadora, se me presentó la inquietud de investigar sobre estos dos Papas Santos anteriores a los conocidos por nosotros. San Pío V (Antonio Michele Ghislieri, 1504-1572) y San Pío X (José Sarto, 1835-1914). Ambos Papas, aparecen unidos, a pesar de los 400 años de distancia entre uno y otro, por la defensa y el sostén de la tradición. El primero, porque fue el Pontífice que debió poner en práctica las decisiones tomadas por el Concilio de Trento, la Contrarreforma Católica, en medio de los grandes conflictos, verdaderas tempestades desatadas a partir de la revolución iniciada por Martín Lutero. El segundo, en el confuso mundo que se preparaba para la Guerra Mundial, fue el abanderado de la lucha contra el Modernismo, la moderna herejía que como una peste se encontraba incubada “en las venas mismas de la Iglesia”, al decir del Santo Padre.

Intentaremos en este post conocer la figura de San Pío V para dedicarnos en el próximo a la de San Pío X.

San Pío V, el Papa de la Contrarreforma

El Papa Pablo VI decía que “Las desviaciones doctrinales actuales son análogas a las que efectuó en su época la Reforma Protestante”[2]. Conviene tener presente esta cita para que, al hablar de sucesos ocurridos hace 450 años, estos nos sirvan para iluminar el presente.

En efecto, sostiene el P. Bojorge que son numerosas, desde diversos sectores, y muchas de ellas muy cualificadas, las voces que afirman que el catolicismo continúa sufriendo hoy un proceso de protestantización. “Un proceso que, según algunas de esas voces, sería aún más severo y más grave hoy que en el pasado. Bien puede decirse, al creerle a esas voces, que el efecto de la Reforma protestante no ha terminado aún y que asistimos en nuestros días a nuevos capítulos de ese proceso y hasta a una radicalización del mismo”. Por esto es que creo que la vida de San Pío V y su contexto pueden resultar iluminadores para comprender muchos hechos de la vida del catolicismo contemporáneo. En varios aspectos puede comprobarse que la historia continúa.

Una vez terminado el Concilio Trento, quedaba por dar el paso decisivo, su aplicación. Tres Papas afrontaron dicho emprendimiento, por lo que la gente los llamó «Papas reformadores».

El primero de ellos fue Miguel Ghisleri, que tomó el nombre de Pío V, fraile dominico de intensa vida interior y extraordinario celo por la fe católica frente a las nuevas y nefastas corrientes ideológicas. San Pío V se entregó de lleno “a los dos objetivos que se había propuesto: la reforma de las costumbres, según los decretos tridentinos, y la defensa de la fe combatida en todas partes. En lo que concierne al primer punto, comenzó reformándose a sí mismo, como lo había postulado el Concilio, ofreciendo el más vivo y austero ejemplo de espíritu religioso, y esmerándose en preocuparse por los pobres, entre quienes distribuyó las grandes sumas que otros Papas habían dedicado a banquetes y fiestas”[3].

Empezó por la reforma del Papado. El Papa vivía en una celda monacal, no bebía más que agua, y se pasaba horas enteras en oración ante el Santísimo.

Luego se abocó al mejoramiento espiritual del pueblo y la reforma de las costumbres, luchando contra las fiestas inmorales y procurando con energía suprimir todo tipo de usura.

También realizó la reforma de la Curia romana que incluyó la supresión total del nepotismo. Los nuevos cardenales y obispos el Papa los elegiría entre los que sobresalían principalmente por sus cualidades morales. Este fue un golpe de timón decisivo, dado que muchos parecían más príncipes seculares que pastores religiosos. El Papa también obligó a cumplir la ley de residencia de los obispos (ya que muchos preferían vivir en las cortes y no en sus diócesis); y se preocupó por la mejora de las Órdenes religiosas y de la formación de los futuros sacerdotes estableciendo los Seminarios.

Además realizó 4 publicaciones de gran importancia. El Catecismo tridentino o Catecismo de Pío V, profundo y claro a la vez, tenía por destinatarios tanto al clero como al pueblo cristiano en general. Juntamente con la enseñanza de la verdadera doctrina cristiana, debía ordenarse el culto y la liturgia católica. Publicó una nueva edición del Oficio divino, que necesitaba ciertamente una reforma por estar demasiado abultado, e incluso contenía himnos mitológicos propios del gusto renacentista. También promulgó el Misal Romano (que fue la base del Vetus Ordo Missae hasta la reforma de 1969). “Hubo además –afirma el Padre Alfredo Sáenz– una cuarta publicación de que se habla menos. Entendiendo este gran Papa dominico, que el pensamiento de Santo Tomás podría ser la base más sólida para reedificar la Iglesia «como una mole estable frente a las tempestades», tras proclamar al Aquinate Doctor de la Iglesia, dispuso que dos teólogos preparasen una edición definitiva de la Summa Theologiae, de modo que pudiera ser enseñada en las Universidades”[4].

San Pío V, el Papa que enfrentó al Protestantismo y al Islam

Pero junto con esta reforma interna el Papa no olvidaba otros objetivos de su pontificado, como eran la defensa de la fe contra la Revolución Protestante y la respuesta al peligro turco. Así debió enfrentar decididamente al protestantismo, que había hecho grandes progresos en Alemania, Suiza e Inglaterra, y amenazaba apoderarse de Francia y los Países Bajos. En lo que toca a la lucha contra el protestantismo, es evidente que su acceso al trono pontificio levantó un dique de contención al avance aparentemente invicto de los novadores en el centro y norte de Europa, particularmente en los Países Bajos, Francia e Italia. A los príncipes indecisos, los exhortó a definirse de una vez, volviendo plenamente al seno de la Iglesia, a promover en sus países la reforma católica, y a luchar con todos los medios a su alcance contra la herejía protestante. La acción del Papa Santo confirmaba Extra Ecclesia nulla salus, que significa: «Fuera de la Iglesia no hay salvación» (según la fórmula establecida por la Bula Unam Sanctam del Papa Bonifacio VIII, año 1302).

Con respecto a la lucha contra el Islam, que acosaba peligrosamente a la Cristiandad el Papa Pío V desarrolló su política más exitosa, ya que logró volcar a una parte importante de la Cristiandad en la campaña contra los turcos. Los musulmanes, envalentonados con las grandes victorias de Solimán el Magnífico bajo el reinado de su hijo, Selim III, se habían propuesto conquistar la isla de Chipre, para invadir después a Italia, con la intención manifiesta de llegar hasta la misma Roma. Ante ese peligro, el Papa logró constituir «la Santa Liga», formada por Venecia, España y la Santa Sede. Una flota se formó para enfrentar a la Armada turca.

El novelista alemán Louis de Wohl[5] narra el momento en que conformada la flota los príncipes y reyes no lograban acuerdo para nombrar el comandante para enfrentar al Islam. San Pío V no podía entender que los príncipes cristianos tuvieran rencillas internas cuando la Cristiandad estaba en jaque. El Santo Pontífice pensaba que cada uno se preocupaba por la grandeza de sus propios países; que habían perdido el espíritu de las cruzadas, el espíritu del propio sacrificio.

“¡Señor, Señor! ¡Habrá que ver de qué forma discutían entre ellos acerca del que ha de ser el jefe supremo de una Liga en servicio tuyo! Bastaba con que una parte se inclinara por uno para que los demás se opusieran. Y cuando fue sugerido el nombre de un «neutral» todos se opusieron, como si les fuera a arrebatar la gloria para su propio país.

Como si algún jefe cristiano pudiera permanecer neutral cuando la causa de Cristo está en juego.(…) Y aquí está un anciano, ya cerca del final de su vida, un sacerdote al servicio del Príncipe de la Paz, que tiene que ponerse a hablar de cañones y de barcos y de tropas, que tiene que intentar movilizar ejércitos y naves para sacarlos de su estéril inactividad y que defiendan Su causa”.

El anciano Papa tenía que resolver esta cuestión para que la flota enfrentara al enemigo de la fe cristiana. Oraba y repetía con las palabras del Salmo 129: «De lo profundo te invoco, Dios mío. Escucha mi voz, Señor…». Pedía incesantemente al Señor con el salmista «Dame a conocer el camino por donde he de ir…».

Era el mes de noviembre de 1570 el Papa Santo “celebró la Misa como de costumbre, completamente sereno, leyendo el misal despacio. (…) Pío V participó de la Carne y de la Sangre de Cristo, deseando, como todo el mundo, que las oraciones de los grandes santos le ayudaran a ser menos indigno.

Al final, el Papa leyó en el misal el comienzo del Evangelio de San Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios; y el Verbo era Dios. Estaba al principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él y sin Él nada fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la oscuridad; las tinieblas no la aceptaron. Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan…».

El Papa se detuvo en estas palabras.

Los prelados se le quedaron mirando, no porque se había detenido, sino porque la última frase fue pronunciada en un tono totalmente distinto, con una voz diferente, profunda y vibrante, casi como una campana. El anciano temblaba todo él, pero su rostro estaba radiante. (…)

—«Hubo un hombre enviado por Dios —dijo el Papa—, cuyo nombre era Juan…».

—Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan —repitió por tercera vez, pero ya con su voz normal”.

Cuando terminó de celebrar la Santa Misa reunió a la Asamblea: —Eminencias —dijo el Papa—Excelencias. El comandante supremo de la flota de la Liga Santa será don Juan de Austria. Seguro de que Dios había dictado el nombre del joven y valiente español para desempeñar esta misión providencial.

Una flota quedó así bajo el mando de don Juan de Austria, quien el 7 de octubre de 1571 hizo frente a la armada turca en el golfo de Lepanto. Sobre la proa de la nave almirante, con un crucifijo en las manos, don Juan en persona dirigió la acción. La flota enemiga fue incendiada o cautivada. A bordo de un navío de los vencedores se encontraba un soldado herido, con el brazo dislocado. Era Miguel de Cervantes, quien cantaba con sus compañeros el Te Deum de la victoria. El triunfo fue resonante, dejando sumamente herido al poder musulmán.

Otro milagro sucedió aquel día. La Batalla se desarrollaba en el Mar Jónico. El Papa estaba en Roma ese día 7 de octubre de 1571, de pronto, se levantó de su silla, se dirigió a la ventana y se quedó mirando al cielo como escuchando algo. Cuando se volvió exclamó: —Hoy no es día de dedicarse a resolver cuestiones de gobierno —dijo.  Lo que tenemos que hacer es dar gracias a Dios por nuestra victoria sobre los turcos.

Enseguida, después de alabar a Dios dirigió su mirada a la Santísima Virgen quien desde la pintura hecha por Fra Angélico lo miraba. —Auxilium christianorum —murmuró— Ruega por nosotros auxilio de los cristianos.

Eran las 2 de la tarde, la hora precisa en que allá lejos en las aguas del Golfo de Lepanto la flota de la Liga había derrotado a la poderosísima armada turca. De allí nació este título de la Santísima Virgen y la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias. Dios había utilizado aquel día a un puñado de sus servidores para detener, en el santo nombre de la Cruz, el avance de la Media Luna.

Pío V, Papa Santo

Este fue San Pío V el Papa Santo de la austeridad pontificia, de la reforma moral, de la instrucción del sacerdote, del Catecismo de Trento, de la Misa tridentina, de la difusión de la Summa, de la firmeza contra los protestantes y de la victoria sobre el Islam. Este fue San Pío V el Papa de Nuestra Señora de las Victoria, Auxilio de los cristianos.

San Pío V: Intercede por nosotros, pide a la Virgen que sea nuestro auxilio, y si la Divina Majestad es servida con ello, que los cristianos volvamos a ser instrumentos dóciles para que la Santa Cruz triunfe. ¡Para que Cristo reine, para que Cristo impere!

Andrea Greco de Álvarez
Profesora de Historia
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[1] Ambas citas corresponden a dos entrevistas realizadas durante el mes de abril de 2014 al reconocido historiador de la Iglesia, el italiano Prof. Roberto de Mattei. Entrevista en Catholic Family News; y www.Ilfoglio.it; http://www.conciliovaticanosecondo.it/. Decimos que nos resulta “llamativo” porque lo deseable y de algún modo el resultado lógico, “por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7, 20), sería que de la santidad de dos o tres Papas, guías y conductores de la Iglesia, se vieran los frutos.

[2] SS Paulo VI (27-6-67). En la introducción al primer tomo de “La Nave y las tempestades”, del P. Alfredo Sáenz S.J., (Ed. Gladius, Buenos Aires 2002) Federico Mihura Seeber observaba atinadamente, que las olas y los embates sufridos por la Iglesia en el pasado serán los mismos que sufrirá más tarde, “sólo que mucho más graves”. Idéntica es la observación del Padre Horacio Bojorge para la novena tempestad en el tomo dedicado la Reforma Protestante.

[3] Sáenz, Alfredo. La nave y las tempestades; La reforma protestante. Buenos Aires, Gladius, 2005, p. 450.

[4] Ibidem, p. 452. Cfr. Orlandis, José. El pontificado romano en la historia, Madrid, Palabra, 2003, p. 194.

[5] Louis de Wohl. El último cruzado; La vida de Don Juan de Austria. Madrid, Palabra, 1984, p. 383-387, 455.

Andrea Greco
Andrea Grecohttp://la-verdad-sin-rodeos.blogspot.com.ar/
Doctora en Historia. Profesora de nivel medio y superior en Historia, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina. En esta misma Universidad actualmente se encuentra terminando la Carrera de Doctorado en Historia. Recibió la medalla de oro al mejor promedio en historia otorgada por la Academia Nacional de la Historia. Es mamá de ocho hijos. Se desempeña como profesora de nivel medio y superior. Ha participado de equipos de investigación en Historia en instituciones provinciales y nacionales. Ha publicado artículos en revistas especializadas y capítulos de libros. Ha coordinado y dirigido publicaciones.

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