5. El misterio de los Malos Pastores en la Iglesia
En la Iglesia han existido siempre los malos Pastores. Ya el mismo Jesucristo lo advirtió desde el principio, proporcionando criterios para distinguir entre los buenos y los malos Pastores (Jn 10).
Todo parece indicar que la misma condición de la Iglesia peregrina necesita de esa mezcolanza, que lo mismo se produce con respecto a los Pastores que con los simples fieles; como así lo demuestra la parábola de la buena semilla y la cizaña (Mt 13: 24-30). Es muy significativa la prohibición del dueño del campo a los trabajadores que le pedían les permitiera arrancar la cizaña: No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega le diré a los segadores: «Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero».[1] De donde queda patente la conveniencia de un tiempo de transición y de prueba en el que tendrán que convivir buenos y malos dentro de la Iglesia.
La existencia de cizaña en el seno de la Iglesia a lo largo de toda su existencia, donde a veces ni siquiera resulta fácil distinguir entre buenos y malos, parece estar permitida por la Divina Sabiduría con objeto, al parecer, de que los elegidos sean capaces de superar las pruebas que los conducirán a la Salvación. Pues la Fe necesita ser probada, mientras que los elegidos deberán compartir los sufrimientos y la muerte de Jesucristo como único medio de conducirse por la vía estrecha (Mt 7:14) que los conducirá hasta el Cielo.
De ahí la necesidad de la cizaña, cuya existencia está supeditada a dos factores determinantes que la hacen posible. En primer lugar, por el hecho mismo de la libertad humana, que es capaz de elegir entre el bien y el mal. En segundo término y como elemento decisivo, interviene también la naturaleza del amor —último fin para el cual el hombre fue creado—, a la que se supedita que a un amor libremente ofrecido por Dios corresponda la posibilidad, por parte del hombre, de aceptarlo o de rechazarlo también libremente.
Un hecho interesante, generalmente no señalado por los historiadores, tiene que ver con la actitud del Pueblo cristiano con respecto a los malos Pastores. Actitud que es diferente en las dos etapas de la vida de la Iglesia que anteriormente han sido señaladas: la de anterioridad y la de posterioridad al Concilio Vaticano II.
Resulta innecesario decir que también en esa primera etapa los malos Pastores contaron con bastantes seguidores. Pero en ningún caso puede decirse que los simples fieles se dejaran arrastrar como tal conjunto de Pueblo cristiano. Como lo demuestra el episodio de la herejía arriana.
La herejía arriana fue condenada en el Primer Concilio Ecuménico de Nicea (año 325), no sin antes haber sembrado el error y destruido la verdadera Fe entre los estamentos del clero, de los nobles y de los militares, envolviendo incluso a reyes y emperadores. Pero nunca al conjunto del Pueblo cristiano, que se mantuvo fiel a la creencia en la divinidad de Jesucristo y a la totalidad de la Fe.
Quizá en este mismo contexto se entiendan mejor ciertas palabras de Jesucristo sobre el comportamiento de las ovejas con respecto a los malos Pastores: Pero a un extraño no le seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.[2]
Sin embargo la situación cambia por completo a partir del Concilio Vaticano II. Todo parecería indicar que había llegado el momento de la Gran Apostasía. Aparece al mismo tiempo una muchedumbre de maestros, teólogos y profetas que se erigen a sí mismos como los auténticos Pastores, aunque lo único que se desprende de su conducta es la voluntad de conducir a los fieles del Rebaño de Cristo a la perdición. En cuanto a las ovejas, convertidas ahora en mansos corderos que han renunciado a la verdad y a su propia capacidad de pensar, han mostrado su clara disposición a seguir a tales Pastores, cuyo número se ha ido incrementando y cuya influencia parece haber culminado en los momentos actuales. Todo parecería indicar que nos encontramos en los albores de los momentos Finales de la Historia.
Llegados a este punto, conviene dedicar la atención al problema de los malos Pastores de la Iglesia en general, haciendo abstracción por ahora de las diversas etapas de la Historia.
Se trata de un grave problema que con justicia puede calificarse como misterioso, dada la dificultad que supone pretender averiguar las razones que movieron a la Sabiduría divina a tolerar la aparición de este fenómeno en el seno de su propia Iglesia. Pero de lo que no cabe duda es que el Misterio de Iniquidadestá obrando aquí con plenos poderes: ¿Quizá los que le habrían sido otorgados para ser ejercidos en los Últimos Tiempos…? Sólo Dios lo sabe.
Pero simplificando la cuestión hasta su máximo extremo, los malos Pastores se pueden dividir en dos importantes grupos: los tibios o perezosos, de una parte, y los que han optado abiertamente por la iniquidad, de otra. Ni que decir tiene que la división solamente puede hacerse a efectos didácticos, puesto que ambas clases se entremezclan y no dejan de participar, en cierto modo, cada una en la formas de proceder de la otra.
A primera vista, todo tiende a indicar que los integrantes del primer grupo están menos afectados por la influencia del Mal que los del segundo. Aunque el Espíritu no vacila en tratarlos de forma despiadada y violenta: Conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Y así, porque eres tibio, y no caliente ni frío, voy a vomitarte de mi boca.[3] Sin duda que el Espíritu ha tenido en cuenta la labor de devastación que estos Pastores han llevado a cabo en el Rebaño a ellos encomendado, mediante su indiferencia ante las necesidades de sus ovejas y su inacción ante los peligros de que son víctimas.
La imprecación y la amenaza del Espíritu que acabamos de citar, dirigida a los Pastores tibios y tolerantes, es sumamente grave según se desprende de la dureza de su expresión. Aunque justificada si se tiene en cuenta el grave daño que tales Pastores han infligido a sus ovejas. Su número es incontable, y abarca desde los simples sacerdotes hasta los grados más elevados de la Jerarquía, si bien el núcleo más importante y en la práctica el más influyente parece encontrarse entre los Obispos.
No resultará difícil enumerar algunas de las notas comunes que caracterizan a este grupo de Pastores. Forman un conjunto de individuos que viven tranquilos y sin preocupaciones, indiferentes ante la grave probabilidad de tener ya trazado el camino de la condenación (muy probablemente porque no creen en ella). Trataremos de explicar algunas de esas notas específicas con principal atención a los Obispos, puesto que constituyen un centro operativo de influencia de la máxima importancia, como ya hemos dicho. El intento seguramente resultará interesante, habida cuenta de la utilidad práctica que puede aportar la simple enumeración de las características que se describen, además de facilitar el conocimiento del modo de proceder de estos Pseudo Pastores.
En primer lugar, estos Obispos parecen creer que su misión consiste en tomar posesión de su oficio y hacerse cargo y objeto de los consiguientes honores y adulaciones, bien sea de parte de los aprovechados de siempre, o bien de las atenciones obligadas del mundo social. Su escalada suele ser precedida, por lo general, de una intensa campaña de movilización de influencias y de turbios manejos destinados a escalar posiciones (el clero llano los suele llamar trepas). Esta pestilente especie de astutos y aprovechados, candidatos al importante oficio de sucesores de los Apóstoles, parece haber seguido al pie de la letra la consigna de San Pablo: Quien desea el episcopado, buena obra desea,[4] pero para terminar ahí su fidelidad al Apóstol. A fin de comenzar, a partir de ahora, una vida de ausente de problemas y adornada, en todo caso, por la asistencia a actos corporativos y oficiales, además de alguna que otra Misa a celebrar promovida por alguna Organización empeñada en subsistir a épocas pasadas, o por fiestas tradicionales ineludibles.
Desconocen cualquier referencia a la asistencia asidua a la Catedral para predicar, confesar o celebrar los cultos de los días más solemnes, una vez que se da por establecido que las Catedrales quedan reservadas para museos y lugar de visita para turistas.
Olvidando su deber y oficio de Maestros de la fe, jamás practican su obligación de predicar, a excepción de unas cuantas vulgaridades pronunciadas con ocasión de alguna solemnidad o fiestas de patronos en algunas parroquias a las que han tenido que asistir. Aunque siempre con brevedad y exquisito cuidado de no decir nada que se salga de lo políticamente correcto. En realidad ni correcto ni incorrecto, puesto que todo se reduce al arte de proferir palabras que nada dicen a quienes las oyen. Todo lo más algunas modestas e insulsas exhortaciones pastorales, generalmente incluidas en el Boletín diocesano, sobre temas indiferentes que a nadie interesan. En las últimas décadas del siglo pasado se hizo popular la expresiónlenguaje episcopal, como punto de referencia para significar modos de hablar a base de verborrea, pero sin decir absolutamente nada.[5]
Como antecedente de lo dicho, los susodichos Pastores no se consideran obligados al estudio ni acuciados por la necesidad de profundizar en el conocimiento de la Teología. Menos aún piensan en conocer los verdaderos problemas y las necesidades de los fieles que les han sido encomendados, puesto que tampoco se muestran interesados en hacerse cargo del entorno ambiental social y político en el que viven sus ovejas, que por lo general suele ser hostil. Sin duda que mucho ayudaría la práctica de la oración como un elemento absolutamente imprescindible; aunque hoy ha sido relegada al olvido por estos Pastores y archivada en el baúl de los recuerdos como cosa obsoleta y hasta inútil.
No existe la atención paternal y el cuidado a las numerosas necesidades de los sacerdotes. Los cuales sólo pueden ver al Obispo previa petición de audiencia y superación de los complejos trámites burocráticos impuestos por vicarios y secretarios particulares, además de esperar el tiempo necesario exigido por las numerosas ausencias de la diócesis por parte del Obispo.
El capítulo dedicado a los viajes es fundamental, con un énfasis especial en los realizados a la sede de la Conferencia Episcopal y a Roma. Es interesante notar que el objeto de los numerosos viajes que la mayoría de los Obispos realizan a la capital de la Cristiandad es un enigma todavía por resolver. Y en cuanto a la estancia en la propia sede, se da la circunstancia de que existen Obispos que aparecen en ella de vez en cuando, aunque las ausencias se repiten con más frecuencia a medida que aumenta la dignidad del cargo (Arzobispos, Cardenales, etc.).
Un cuadro fielmente expositivo, resumen y compendio de la degradación alcanzada por el Episcopado católico, contiene la imagen de un buen grupo de Obispos, venidos de todas partes para celebrar las Jornadas Mundiales de Juventud, vestidos con sus trajes episcopales y bailando la samba brasileña en las playas de Copacabana. Nunca la profanación del ministerio y el ridículo se dieron tan cordialmente la mano, consumado todo ello ante los aplausos del mundo y la tristeza de los cristianos honrados.
En cuanto al segundo grupo de malos Pastores, o aquellos que se han entregado abiertamente en manos de la iniquidad, casi sería preferible omitir el tema, o tratarlo al menos con la mayor brevedad posible. Siempre se corre el peligro de denunciar cosas que pueden provocar el escándalo de muchos y la incredulidad de no pocos.
La verdad es que el adormecido Pueblo cristiano lleva ya demasiado tiempo mirando hacia otro lado, negándose a ver la realidad y actuando como si nada ocurriera. Muchos fieles incluso dan un paso más adelante, actuando bajo el convencimiento de que la situación actual es la mejor que ha conocido la Iglesia y obrando en consecuencia. Pero tanto unos como otros han consentido en dejarse cegar por la mentira y preferido volverse de espaldas a la verdad, que es lo mismo que decir de espaldas a Dios. Conforme a sus nuevas creencias forman parte ahora todos ellos de una Nueva Iglesia, como si la fundada por Jesucristo ya no existiera o al menos ya no tuviera actualidad. Y, como era de esperar, también han descubierto una nueva Moral en la que el factor determinante es la autonomía del propio yo.
A partir del Concilio Vaticano II, el número de malos Pastores ha aumentado considerablemente en la Iglesia y generalizado hasta convertirse en un hecho normal, de manera que ahora resulta casi imposible encontrar un buen Obispo que cuide de sus ovejas. Todo lo más, aquí y allá alguno tímido y medio agazapado, temeroso de alzar la voz y a la espera de ser separado de su cargo. Aunque ahora ya no se trata de Pastores indiferentes y descuidados ante el cumplimiento de su misión, sino de auténticos lobos dispuestos a destrozar el Rebaño de Jesucristo. Es evidente que la apostasía general profetizada para los últimos tiempos jamás se habría producido sin la traición de infinidad de ministros, y más especialmente de los pertenecientes a las Jerarquías más elevadas, partiendo desde los Obispos.
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
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[1] Mt 13: 28:30.
[2] Jn 10:5.
[3] Ap 3:15.
[4] 1 Tim 3:1.
[5] Después del Concilio Vaticano II esta situación de inepcia por parte de los Obispos se agravó hasta el extremo. A lo que mucho contribuyó la creación de las Conferencias Episcopales, que privaron a los Obispos de su autonomía como Sucesores de los Apóstoles y jefes de su Iglesia Diocesana.