Propongo una reflexión ulterior al post publicado el día de la Cátedra de San Pedro en Antioquía. Y parto de una realidad que cada vez se hace más evidente: todo el ámbito católico está harto de Francisco. Algunos lo expresan más, otros menos y otros se callan la boca, pero ya pocos lo soportan. Ni tradicionalistas, ni conservadores ni progresistas están contentos. Hasta pareciera que la misma prensa progre se está cansando de sus discursos vacíos: ellos querían más que palabras, y son palabras, y muy gastadas, lo único que Francisco les ha dado hasta ahora. Los únicos que nominalmente siguen con entusiasmo su divergente camino son los irremediables neocones eclesiales. Y para muestra basta un botón: lean la demencial carta que emitió hace algunos días el fundador de Fasta.
Si acierto en este diagnóstico, lo que sucederá cuando el papa argentino ya no se siente más en el solio de San Pedro, es decir, cuando pase el vendaval, es que todos, rápidamente, se olvidarán de él y de este periodo oscuro y desatinado, y volverán… ¿dónde? Porque esa es, en definitiva, la cuestión. El postfrancisco, cuando nadie dudará que Bergoglio fue la supuración más hedionda de una infección que corroe a la Iglesia desde hace décadas y, por eso mismo, pasado su pontificado, sería la ocasión propicia para reiniciar, hacer borrón y cuenta nueva y deshacernos del pus que infecta muchos rincones de la Esposa de Cristo.
Pero aquí está el primer peligro a evitar: creer que el papa Francisco es el mismísimo demonio y que todo lo que hace, lo hace buscando el mal de la Iglesia. En realidad, mal que nos pese a muchos -y a mi el primero-, la crítica que él hace del mundo liberal y consumista hace rato que queríamos escucharla pero, viniendo de quien viene, ni siquiera hacemos el esfuerzo de escucharla. ¿No será que se nos va la mano y que, con el afán de pegarle, no distinguimos los garrotes que utilizamos? Abundando en lo que dije en el post anterior, ¿no será que nos olvidamos de lo que pasó hace algunos años y concentramos el mal solamente en los últimos cuatro? Y permítanme un par de ejemplos: todos -yo incluido- pusimos el grito en el cielo cuando Bergoglio recibió a la casquivana Wanda Nara y a su concubino. Pero nos olvidamos que Juan Pablo II recibió a Brigitte Bardot quien, ganándole a la Samaritana, ha tenido diecisiete parejas reconocidas, quien no quiso conocer a su hijo apenas nacido porque – aseguró-, no podía superar los “nueve meses de infierno” que el bebé le había hecho vivir y es aún hoy una entusiasta militante pro-aborto. ¡Nada menos que el Papa defensor de la familia recibía a semejante personaje!
La semana pasada, algunas gatúbelas acróbatas de un circo hicieron algunos de sus osados números artísticos delante del Santo Padre durante la audiencia general de los miércoles. ¡Escándalos! ¡Vestiduras rasgadas! ¡El Papa se deleitaba en contorsionistas casi pornográficas! Parecería que nadie recuerda las misas con danzarinas señoritas presidía Juan Pablo II en la mismísima basílica de San Pedro, y algunas de ellas con partes de sus vergüenzas al aire.
¿No seremos un poco injustos, entonces, con Francisco? El mal viene desde mucho, mucho atrás, y necesitamos una limpieza a fondo que no se reducirá al llamado que más pronto que tarde le hará al Papa el Padre Eterno.
Vuelvo a plantear el tema: ¿qué pasará cuando Bergoglio ya no esté? Los unos querrán volver a los ’50: que todo sea igual a como estaba en esa década, la última esplendente según ellos, cuando los Papas eran casi una semidivinidad hipostasiada. Los otros querrán volver a los ’80, con un papado carismático y arrasador como el de Juan Pablo II, con un triunfalismo manifestado en las enormes multitudes que lo seguían. En mi opinión, ambos están equivocados, y cualquiera de las dos opciones que se tomara, no significaría más que haber soportado el vendaval en vano. En pocas palabras, es la oportunidad para una verdadera reforma de la Iglesia.
No estoy hablando aquí de una nueva Contrareforma, o Recontrareforma. Ya tuvimos suficiente con la original que nos trajo casi tantos males como los que nos evitó, un tema que ya hemos tratado aquí y aquí, por ejemplo, y sobre el que no insistiremos. No podemos volver a la religión surgida de Trento, descalificando al cristianismo anterior como forma poco evolucionadas de la fe y como periodos de “doctrina poco segura”. Es una desconfianza que se observa en algunos tradicionalistas y es con la que tratan a todos aquellos a los que se les ocurre mirar un poco más atrás del siglo XVI, y es por eso también que se resisten a estudiar o a leer siquiera a los Padres de la Iglesia, y se sienten cómodos en cambio con la manualística tomista decadente de la primera mitad del siglo XX.
¿En qué consistiría esa reforma entonces? Es mi opinión que, en términos generales, debería encaminarse por el sendero que pretendió transitarla el papa Benedicto XVI, y no pudo. No lo dejaron, o no se rodeó de la gente adecuada, o no tuvo la sagacidad política suficiente. O todo eso junto. Y señalo aquí dos aspectos fundamentales que, a mi entender, deberá tener esa reforma:
Debería comenzar, necesariamente, por una reforma litúrgica. Como antológicamente dijo Ludovicus hace años, “Es la liturgia, estúpido”. Porque si la Iglesia es la Esposa de Cristo y el medio universal de salvación, necesariamente debe estar centrada en el culto a Dios. O, dicho al revés, el culto a Dios debe ser central en la Iglesia. Yo todos sabemos que la reforma ejecutada por Pablo VI a una liturgia de más de 1500 años, fue en realidad una “revolución litúrgica”: el culto dejó de estar centrado en Dios para centrarse en el hombre. Mientras la Iglesia no regrese en su liturgia a la adoración a Dios y a la celebración de su gloria, la Iglesia no será otra cosa más que una ONG gigantesca y sofisticada. Y para hacer una reforma litúrgica no necesitamos eruditos como los que contrató el Papa Montini: basta con retomar los misales anteriores a la reforma de Pío XII -que fue quien comenzó con el estropicio, no lo olvidemos-, los que se encuentran en cualquier biblioteca conventual.
El segundo punto será poner al papado en su lugar. Muchos de los males que hoy padecemos se deben a la hipertrofia del papado romano, que comenzó en el segundo milenio y se tornó una mortal macrocefalia durante el pontificado de Pío IX, patología que fue incrementándose con el correr de los años hasta que llegar al disparate actual en el que pareciera que todos los papas, por el hecho de ser tales, son santos y canonizados, y se convierte en crimen de lesa santidad animarse a criticarlos, aunque en esto rigen matices: los unos critican a San Pío X por su rigor con los modernistas pero se horrorizan frente a la más mínima crítica a Juan Pablo II; los otros, critican a Juan Pablo II pero declaran la guerra contra quien se anima a expresar una opinión negativa sobre algún aspecto del pontificado de San Pío X.
El Papado tal como lo conocemos ahora no pertenece a la Tradición de la Iglesia. El Papa no es la cuarta persona de la Santísima Trinidad, no es equiparable a los santos ni es uno de los tres “amores blancos” de San Juan Bosco, junto con la Eucaristía y la Santísima Virgen. El Papa es el obispo de Roma y, como tal, tiene el primado sobre todos los obispos del mundo y constituye el tribunal de última apelación en lo que hace a la interpretación de los misterios de la fe católica.
“Securus iudicat orbis terrarum”, decía San Agustín . “Es seguro el juicio del universo”. Y escribía Newman al respecto: “… El juicio deliberado, sobre el cual la Iglesia finalmente descansa y consiente, es una prescripción infalible y una sentencia final contra las partes que de ella protestan y se separan”. Es esa la función de Pedro y sus sucesores: definir, cuando llega el caso, los conflictos en la interpretación de la fe. Y no es, en cambio, pasearse entre el aplauso y vítores de las multitudes, aparecer en las revistas de modas, recibir a personajes del espectáculo o hablar y perorar diariamente sobre cualquier cosa que se le pasa por la cabeza. Y tampoco es función de los sacerdotes y obispos de la Iglesia citar más al Papa que a los Evangelios o los escritos de los santos en sus homilías, ni es función de los laicos colgar “estampitas” del Papa en la casa.
En pocas palabras, que el vendaval no nos nuble los ojos y terminemos tan extraviados que, cuando pase la tormenta, no sepamos cómo volver a casa.