El cuento que les voy a contar hoy es ya muy conocido; pero aunque lo sea, siempre es bueno recordarlo. Tendríamos que aprender a reaccionar ante los problemas de la vida como cristianos que somos; o al menos, como el burro de nuestra historia.
Un día, el burro de un aldeano se cayó a un pozo. El pobre animal estuvo rebuznando con amargura durante horas, mientras su dueño buscaba inútilmente una solución. Pasaron un par de días, y al final, desesperado el hombre al no encontrar remedio para aquella desgracia, pensó que, como el pozo estaba casi seco y el burro era ya muy viejo, realmente no valía la pena sacarlo, sino que era mejor enterrarlo allí. Pidió a unos vecinos que vinieran a ayudarle. Cada uno agarró una pala y empezaron a echar tierra al pozo, en medio de una gran desolación.
El burro advirtió enseguida lo que estaba pasando y rebuznó entonces con mayor amargura. Al cabo de un rato, dejaron de escucharse sus lastimeros quejidos. Los labriegos pensaron que el pobre burro debía de estar ya asfixiado y cubierto de tierra. Entonces, el dueño se asomó al pozo, con una mirada triste y temerosa, y vio algo que le dejó asombrado. Con cada palada, el burro hacía algo muy inteligente: se sacudía la tierra y pisaba sobre ella. Había subido ya más de dos metros y estaba bastante arriba. Lo hacía todo en completo silencio y absorto en su tarea. Los labriegos se llenaron de ánimo y siguieron echando tierra, hasta que el burro llegó a la superficie, dio un salto y salió trotando pacíficamente.
Llevar una vida difícil, o tener contratiempos más o menos serios, es algo que a cualquiera puede suceder. La vida, a veces, parece que nos aprisiona como en el fondo de un pozo, y que incluso nos echa tierra encima. Ante eso, hay modos de reaccionar “virtuosos e inteligentes”, como el de aquel burro, que de lo que parecía su condena supo hacer su tabla de salvación; y otros estilos que son más bien lo contrario, propios de personas que no saben sacar partido a sus propios recursos y que, en cambio, dominan lo que podría llamarse el arte de amargarse la vida.
Hay quienes se han acostumbrado a dejar divagar su mente por el pasado hasta convertirlo en una inagotable fuente de amargura. Ven su juventud como una edad de oro perdida para siempre, lo que les proporciona una reserva inagotable de frustración y, sobre todo, les hace pensar poco en el presente. Sus suposiciones sobre el futuro son igualmente tristes y sombrías, y eso les facilita encontrar motivos para abandonar la mayoría de los esfuerzos por mejorar las cosas. Son bastante dados al victimismo, a echar la culpa a los demás; o a la sociedad, que malogra todos sus esfuerzos; o a sus amigos o parientes; o a lo que sea. Piensan que la solución de sus problemas está fuera de su alcance. Piensan mal de los demás, y se conducen como si leyeran con gran clarividencia los pensamientos ajenos, cuando, en realidad, aciertan pocas veces (aun así, seguirán considerando ingenuos a los que tengan una visión más positiva de las personas o las situaciones). También muestran una sorprendente capacidad para ver cumplidas sus negras profecías (hacen bastante para que así sea), y en el trato personal son susceptibles e impredecibles, de esos que te dicen algo y es difícil saber si van en broma o en serio, pero lo que es seguro es que después te reprocharán que te tomas en broma las cosas serias o que no tienes ningún sentido del humor.
El Señor nos dijo de muchas maneras cuál había de ser nuestra conducta ante los problemas del día a día. Aquí les traigo algunas:
- “Para los que aman a Dios todo lo que les ocurre es para su bien” (Rom 8:28).
- “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mc 8:36).
- “A cada día le basta con su propio afán” (Mt 6: 25-34).
- “Si tu hermano te pega en una mejilla pon la otra” (Mt 5:39).
- “Por lo cual exultáis, aunque ahora tengáis que entristeceros un poco en las diversas tentaciones, para que vuestra fe probada, más preciosa que el oro, que se corrompe aunque acrisolado por el fuego, aparezca digna de alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo, a quien amáis sin haberlo visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso” (1 Pe 1: 6-8). Las pruebas tienen como fin evaluar nuestra fe y nuestro amor. Nuestra reacción ante las pruebas no debe de ser otra sino vencerlas, ya que cada prueba vencida reflejará su solidez
- “Todavía no habéis derramado sangre en vuestra lucha contra el pecado” (Heb 12:4).
- Y recordemos siempre que “nunca seremos probados por encima de nuestras fuerzas” (1 Cor 10:13). En cada prueba recibimos de Dios las gracias necesarias para superarla.
Padre Lucas Prados