La declaración Fiducia supplicans, promulgada el pasado 18 de diciembre por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, ha desatado una de las mayores controversias del presente pontificado, pero también ha resultado ser un punto de inflexión gracias a la reacción de numerosos cardenales, obispos y aun enteras conferencias episcopales, comenzando por las periferias de las que tanto ha hablado el Papa como portadoras de auténticos valores religiosos y humanos.
La protesta obedece a la contradicción que se observa entre el mencionado documento y el Magisterio perenne de la Iglesia. Ciertamente, la declaración, a pesar de negar la licitud del matrimonio entre personas del mismo sexo admite la posibilidad de bendecir un supuesto matrimonio homosexual, lo cual en la práctica aprobaría el vínculo que une de modo pecaminoso a los integrantes de la pareja.
El documento es más que ambiguo, y no sólo lo han demostrado las reacciones que ha suscitado, sino también las matizaciones que se ha visto obligado a hacer el papa Francisco, que, dirigiéndose a la Asamblea Plenaria del Dicasterio el 26 de enero pasado, declaró: «Cuando una pareja se acerca espontáneamente para pedirla, no se bendice a la unión, sino simplemente a las personas que juntas la han pedido». Asimismo, en una entrevista concedida el 24 de abril a la cadena estadounidense CBS, reiteró: «Lo que autoricé no fue la bendición de las uniones. Eso no se puede hacer porque no es el sacramento. No puedo. Así lo ha dispuesto el Señor. En cambio, bendecir a cualquier persona, sí. La bendición es para todos. Para todos. Lo que infringe el derecho, la ley de la Iglesia, es bendecir una unión homosexual. Ahora bien, bendecir a todas las personas, ¿por qué no? La bendición es para todos. Algunos se han escandalizado. ¿Por qué? Es para todos, para todos» ().
Ahora bien, si realmente fuese así, habría que revocar la declaración, o en todo caso corregirla, porque el texto de Fiducia supplicans constrata con las intervenciones tranquilizadoras del Papa y del secretario del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. En el n.º 39 de la declaración se afirma: «Una pareja en situación irregular», sea o no del mismo sexo, puede solicitar la bendición, si bien «esta bendición nunca se realizará al mismo tiempo que los ritos civiles de unión, ni tampoco en conexión con ellos. Ni siquiera con las vestimentas, gestos o palabras propias de un matrimonio».
Ante este confuso horizonte viene muy al pelo el estudio titulado El dique roto, preparado por José Antonio Ureta y Julio Loredo, dirigentes de Tradición, Familia y Propiedad y autores del superventasde 2023 El proceso sinodal: una caja de Pandora.
La tesis de fondo del nuevo estudio consiste en que en las últimas décadas se ha infiltrado en la Iglesia Católica un poderoso lobby LGBT y ha abierto una brecha en el dique de la sana doctrina moral. Lo que se propone dicho grupo de presión es cambiar el Magisterio de la Iglesia, que condena sin paliativos la homosexualidad. No se trata de fantasías conspiracionistas. Ureta y Loredo reconstruyen la revolución homosexual al interior de las estructuras eclesiásticas, y aportan nombres y datos concretos desde los años setenta hasta nuestros días. En 1986, con Juan Pablo II, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, trató de poner coto a dicha ofensiva con su Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales. A éste siguieron otros documentos por el estilo, pero con el pontificado de Bergoglio el dique empezó a resquebrajarse. La declaración Fiducia supplicans supone la culminación de dicho proceso subversivo.
El grito de alarma de Ureta y Loredo es importante, y esperamos que ayude a entender hasta qué punto se ha agudizado y extendido la corrupción interna en la Iglesia. Ahora bien, ante esta tenebrosa situación, se plantea espontáneamente una interrogante: ¿qué se puede hacer? En nuestra opinión, la respuesta es que sólo una intervención divina podrá remediar una situación de tan grave deterioro doctrinal y moral.
Con esto se podría relacionar un nuevo documento que ha publicado el Dicasterio para la Doctrina de la Fe: Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales (), aparecido el 17 de los corrientes con la aprobación del papa Francisco.
Algunos teólogos y canonistas han criticado el documento en cuestión porque desautoriza a los obispos diocesanos para emitir un juicio seguro sobre fenómenos extraordinarios actuales, y transfiere dicha atribución al Dicasterio para la Doctrina de la Fe y en última instancia al Santo Padre. Con todo, semejante concentración de poder no es el elemento más problemático del texto.
La cuestión parece ser algo muy diferente: si es cierto que sólo una intervención extraordinaria de la Gracia puede llevar de vuelta a la Iglesia y a toda la sociedad a una situación de normalidad, es necesario que las almas de los fieles y de los pastores que las guían estén abiertos al actuar de la Divina Providencia.
Las nuevas normas del Dicasterio para la Doctrina de la Fe dan la impresión de que la Iglesia quiera inhibirse ante la posibilidad de reconocer un fenómeno sobrenatural auténtico. Los tres criterios tradicionales («consta la no sobrenaturalidad», «no consta la sobrenaturalidad» y «consta la sobrenaturalidad») han sido sustituidos por el Dicasterio con seis nuevos que van desde la declaración explícita de falta de sobrenaturalidad hasta un nihil obstat que no dice nada de la naturaleza sobrenatural del fenómeno y se limita a dar cuenta de los frutos espirituales. El punto neurálgico de las nuevas normas, como señala Brújula cotidiana es el punto 22 §2, según el cual «El Obispo diocesano estará atento también a que los fieles no consideren ninguna de las decisiones como un aval al carácter sobrenatural del fenómeno». A partir de ahora, su cometido consistirá en ocuparse en colaboración con el Dicasterio del aspecto meramente pastoral de las presuntas apariciones o milagros, con la posibilidad de llegar a un juicio negativo, pero nunca afirmativo.
Es verdad que la Iglesia siempre ha reconocido la intervención del Cielo después de una rigurosa investigación, pero su circunspección no tiene nada que ver con el escepticismo de los incrédulos. Los racionalistas sonríen con engreimiento cuando se habla de apariciones o milagros porque rechazan la presencia de Dios en la historia. La Iglesia, por el contrario, cree en los milagros, pero sabe que es un terreno en el que los hombres se pueden engañar y el Diablo puede engañarlos. Por esa razón obra con prudencia hasta que se constata la intervención divina (cfr. Louis Louchet, Teologia delle apparizioni mariane, Borla, Turín 1960, pp. 43-44). Lo que no se puede poner en duda es su facultad para declarar con certeza «constat de supernaturalitate».
Las nuevas del Dicasterio de la Doctrina de la Fe niegan a los pastores de la Iglesia la posibilidad de verificar las huellas de la intervención de Dios en la historia de los hombres, partiendo de la base de que la Revelación pública de la Iglesia quedó cerrada con la muerte del último apóstol. Pero sería una temeridad servirse de ese principio indiscutible como pretexto para desestimar o infravalorar el peso histórico de las manifestaciones auténticas del Cielo, tanto pasadas como presentes y futuras. ¿Cómo se van a despachar con un genérico nihil obstat los mensajes celestiales de Paray-le-monial, Lourdes y Fátima, por mencionar solamente los casos en que, de manera con frecuencia solemne, la Iglesia ha reconocido el origen divino?
No se debe encaminar a los fieles hacia el indiferentismo ante lo sobrenatural; lo que hay que hacer es enseñarles a discernirlo y acogerlo, ya que será por medio de prodigios así como restituya Dios la verdad y la vida a un mundo agonizante.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)