Razón del nombre
Cuenta Plutarco en su clásica obra Vidas paralelas que éste era el grito de Catón: «Siempre que daba dictamen en el Senado sobre cualquier negocio que fuese, concluía diciendo: “Este es mi parecer, y que no debe existir Cartago.”»[1]
Catón se destacó por su probidad moral. Discípulo de Platón, «se apasionó más de la sencillez y de la templanza»[2] que a adquirir riquezas y honores. «Fácilmente perdonaba todos los yerros, a excepción de los suyos»[3]. Era su deseo «más contender en virtud con los buenos que en riqueza con los más ricos, o en codicia con los más acaudalados»[4]. Por esta razón fue apodado Catón[5].
Su virtud era una imitación del auténtico espíritu romano. Defensa de la familia y de la tradición religiosa y cultural, y por eso mismo de su patria, decía a Escipión que «el mal principalmente estaba en que estragase la antigua frugalidad del soldado»[6]. La virtud del patriotismo la ejerció ya de joven, luchando a los 17 años por Roma contra la invasión de Aníbal, el gran general cartaginés, quedando desde entonces con heridas de guerra. De adulto, no dejó de arengar a sus conciudadanos para la defensa del Imperio, y de defender el bien común en el Senado.
Sin embargo, «para él merecía más alabanzas un buen marido que un buen senador»[7].
Catón personificaba el espíritu romano, que defendía la herencia recibida. Como dice Antonio Caponnetto en el capítulo II de su libro El deber cristiano de la lucha, llamado El sentido de la lucha en Grecia y Roma: «El héroe estaba indisolublemente unido al destino de su ciudad y de su pueblo»[8].
El combate de los Romanos era, en palabras de Cicerón, «pro aris et focis»[9], «por los altares y los hogares». «El romano cultivaba el amor por las formas arquetípicas. Su pragmatismo – del que se ha hablado muchas veces con ligereza – era una vocación por regir arquitectónicamente las cosas. Pero ese regir era una potestad y un señorío – un acto de imperium – y esas cosas, cualesquiera fuesen, las de la guerra o las de la paz, poseían un sentido sacral ante el cual se mostraban piadosos. La realidad conducía a una ulterioridad trascendente. El orden proporcionado de las cosas revelaba un misterio, suponía un principio ordenador»[10].
Opuesta a esta visión del mundo estaba la mirada de otra ciudad antigua, Cartago. Ya Aristóteles, analizando la constitución de Cartago, observaba: «No es menos peligroso hacer venales las funciones más elevadas, como las de rey y de general. Una ley de esta clase honra más al dinero que al mérito, e infiltra en toda la república el amor al oro»[11]. Antonio Caponnetto desarrolla esta idea del Estagirita: «Cartago, la antigua colonia fenicia y adoradora de Moloch, era suntuosa y sensual, entregada al comercio y a las conquistas mercantiles. Era la insolencia de los plutócratas y la presión de los oligarcas sobre la genuina aristocracia. Era la milicia de mercenarios y aventureros que invocando a Baal destruían a su paso las mieses y los vergeles. Cartago era el desprecio por los altares y por las águilas coronadas, y era el apego al dinero y a la fuerza bruta. Ciudad impostada, crecida al calor de la piratería y entregada al hedonismo […] Cartago era ciudad de ricos ensoberbecidos, con un rechazo no sólo sociológico sino ontológico por los pobres y desvalidos. De una riqueza habida a cualquier precio y costo, desde el comercio ilícito en los hombres hasta el oficio de meretrices en las mujeres. Ciudad codiciosa y sórdida, sin poetas ni filósofos, su signo fue ponerse bajo la protección de Afrodita y su vocación amasar ganancias sin límites»[12].
Por esta razón, Roma y Cartago no podían coexistir. Inspiradas por dos amores distintos, y como anticipo de la Ciudad de Dios y de la ciudad del hombre, según la clásica división augustiniana[13], necesariamente una debía subsistir, y otra fenecer. Por ello Catón lucha contra Cartago, porque el buen soldado de la ciudad permanente debe luchar contra la ciudad inmanente, porque no puede coexistir el culto al verdadero Dios en pureza y en verdad, con el culto a Moloch, a Baal y a Astarté en la sensualidad y la riqueza mal habida.
Como el mal no puede subsistir en sí mismo, si no es en una naturaleza buena, de la misma manera tiende a su propia autodestrucción, y sólo avanza tanto cuanto Dios se lo permite, pues como Señor de la historia le pone un límite a su accionar. Por esto dice Chesterton en su libro El hombre eterno: «Cartago cayó porque fue fiel a su propia filosofía y siguió hasta su lógica conclusión su propia visión del universo: Moloch había devorado a sus hijos»[14].
De esta forma, como sigue diciendo el escritor inglés: «La forma legendaria, fundada sobre las ruinas de Troya y triunfante sobre Cartago, representaba un heroísmo que era lo más cercano que el paganismo pudo haber estado de la caballería medieval»[15]. Y, como dice santo Tomás, «como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva»[16], así también la defensa del orden sobrenatural asumió como propia las consignas clásicas. Así, por ejemplo, Monsieur Henri de La Rochejacquelein, en su lucha contra el liberalismo masónico de la revolución francesa alentaba a los vendeanos con la consigna: «Pro aris, rege et focis»[17], arengando tras de sí a sus campesinos: «Si avanzo, seguidme; si retrocedo, matadme; si muero, vengadme»[18].
«Puede sonar raro decir que los hombres nos podemos encontrar en las mesas de café o en las tertulias campestres son secretos adoradores de Baal o de Moloch. Pero esta especie de mentalidad comercial tiene su propia visión del universo y es la visión de Cartago. Una visión que está impregnada de la misma equivocación brutal que supuso su ruina»[19]. Si los cristianos no combatimos contra el pecado, amando al pecador y buscando su conversión, caeremos entonces en la connivencia de aceptar el mal moral en sus múltiples manifestaciones. Por esto «en sentido muy verdadero, el cristiano es peor que el pagano, el español peor que el indio, o incluso el romano, potencialmente, peor que el cartaginés. En un sentido, únicamente, y no precisamente el de ser positivamente peor. El cristiano es peor sólo porque su cometido es el de ser mejor»[20]. Se cumple así el famoso adagio: «Corruptio optimi, pessimi», «La corrupción de lo óptimo es lo pésimo». Como dice el Señor, si la sal no sala, «sólo sirve para ser tirada y pisada por los hombres» (Mt.5, 13).
También nosotros en este nuevo blog que hoy presentamos, carthagodelendaest.blogspot.com, haremos nuestra la consigna de Cicerón, que expresa en positivo el «Delenda est Carthago» de Catón: «He de luchar contra ti en favor de nuestros altares y nuestros hogares, en ayuda de los templos y santuarios de los dioses, y de las murallas de la ciudad, que vosotros, los pontífices, afirmáis son santas, al tiempo que os mostráis más solícitos de cercar la ciudad con ceremonias religiosas que con fortificaciones; y mi conciencia me prohíbe abandonar su causa mientras me sea posible respirar.»[21]
Padre Jorge Luis Hidalgo
[1] “Delenda est Carthago” (PLUTARCO, Vidas Paralelas, L. III, cap. XXVII).
[2] Idem, cap. II.
[3] Idem, cap. VIII.
[4] Idem, cap. X.
[5] Dice Plutarco que «llaman Catón los Romanos al hombre precavido». (Idem, cap. I).
[6] Idem, cap. III.
[7] Idem, cap. XX.
[8] ANTONIO CAPONNETTO, El Deber Cristiano de la Lucha, Scholastica, 1992, p. 112. Quiero agradecer públicamente al prof. Antonio Caponnetto por el asesoramiento que me ha brindado para que pudiera escribir este artículo.
[9] Cf. CICERON, De natura Deorum, L. III, Cap. XI, n. 94.
[10] ANTONIO CAPONNETTO, El Deber Cristiano de la Lucha, Scholastica, 1992, p. 106-107.
[11] ARISTÓTELES, Política, L. II, cap. VIII.
[12] ANTONIO CAPONNETTO, El Deber Cristiano de la Lucha, Scholastica, 1992, p. 109.110.
[13] Cf. SAN AGUSTÍN, De Civitate Dei, L. XXVIII, cap. XIV.
[14] CHESTERTON, El Hombre Eterno, Cap. 7.
[15] Idem.
[16] SANTO TOMÁS, Suma de Teología, I, 1, 8, ad 2.
[17] P. ALFREDO SÁENZ, La Nave y las Tempestades, t. 10: La epopeya de La Vendée, p. 84.
[18] Idem, p. 198-199.
[19] CHESTERTON, El Hombre Eterno, Cap. 7.
[20] Idem.
[21] “Est enim mihi tecum pro aris et focis certamen et pro deorum templis atque delubris proque urbis muris, quos vos pontifices sanctos esse dicitis diligentiusque urbem religione quam ipsis moenibus cingitis; quae deseri a me, dum quidem spirare potero, nefas iudico.” (CICERON, De natura Deorum, L. III, Cap. XI, n. 94).