Acabamos de entrar en Adviento, tiempo litúrgico que nos prepara la fiesta de la Santa Natividad. El de Navidad es un día de inmensa alegría, porque contempla la luz del Redentor de la humanidad, nuestro Salvador. La Iglesia aguarda este momento como las vírgenes de la parábola la llegada del Esposo (Mt.25, 1-13). Pero junto a las vírgenes prudentes se encontraban las necias, y hoy también hay mucha necedad en el mundo.
Son sabios quienes perseveran en la confianza de la venida del Señor, y necios los que con su comportamiento demuestran no creer en dicha venida. No cree en esa venida ninguno de los que renuncian a juzgar las cosas del mundo a la luz de la Fe. Pero si la luz de la Fe se apaga o atenúa, las almas caen en las tinieblas: «Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprendeherunt». El Señor viene en medio de las tinieblas, y las tinieblas no lo comprenden. Ddondequiera que dirigimos la mirada hoy en día no vemos más que tinieblas, oscuridad, indiferencia total a las cosas de Dios, absoluta ignorancia de la próxima aparición de Jesús en el mundo. Por eso, el Adviento es un tiempo de penitencia, de meditación y de espera. Durante el Adviento la Iglesia suspende, salvo en la fiestas de los santos, el uso del himno angélico Gloria in excelsis Deo et in Terra pax hominibus bonae voluntatis, que es un canto de alegría, el canto maravilloso que se oyó en Belén sobre el pesebre del Niño Divino. «La lengua de los ángeles –dice Dom Guéranger– todavía no se ha soltado».
Los ángeles esperan al igual que nosotros, más que nosotros, el momento de soltar la lengua, de elevar su himno de gloria, su canto triunfal sobre las tinieblas del mundo. Y nosotros aprestamos el oído a las palabras de la liturgia de Adviento.
La epístola del domingo primero dice: «Hermanos, ya es hora de despertar del sueño, porque ahora está más cerca nuestra salvación que cuando abrazamos la fe. La noche va a pasar y se acerca el día » (Rom. 13, 11-14). Cuanto más oscura sea la noche, más cerca estará la luz.
El Evangelio de hoy nos recuerda con las palabras de San Lucas que el invierno ha pasado y ya se acerca el verano. En efecto, la oscuridad y el frío del invierno tienen sus días contados, como todas las cosas de este mundo. Y añade San Lucas una memorable frase de Jesús: «El Cielo ye la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».
Las palabras del Señor no pasarán porque son palabras de vida eterna, son eternamente vivas. Y las palabras de vida del Señor son su pensamiento, su voluntad, su ley; una ley que se opone a la del mundo y las palabras mentirosas y de muerte de Satanás.
En Fátima, la Virgen nos dirigió palabras de vida que anunciaban que al final triunfaría su Corazón Inmaculado. Son palabras que no pasan y que nos brindan la certeza de que habrá una segunda venida de Jesús para iluminar las tinieblas de la historia.
La primera venida de Jesús al mundo tuvo lugar en Belén; la última será la de la Parusía. Pero entre la Natividad y la Parusía hay una segunda venidad de Jesús: aquella en que deberá reinar, junto con María, sobre las almas y sobre toda la sociedad. Y así como en la primera venida, también en esta segunda desempeñará María un papel decisivo. Lo explica San Luis María Grignion de Monfort en su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María, el cual se podría decir que es el poema de la segunda venida de Jesucristo.
Todos los años la Iglesia nos propone en la liturgia la esperanza en ese reinado: «A partir del primer Domingo de Adviento –escribe monseñor Henri Delassus– la Iglesia hace partícipes a sus hijos de lo que contempla en medio de las tinieblas de este mundo. (…) Ve venir sobre las nubes del cielo a su Divino Esposo el Hijo del Hombre, no para juzgar a los mortales, sino para reinar; no para reinar sobre las almas individualmente, sino para establecer su imperio sobre todos los pueblos, todas las tribus y todas las lenguas del universo». Se trata del Reino de María, del triunfo de su Corazón Inmaculado en la historia.
Las palabras con que San Juan pone broche final al Apocalipsis expresan la misma espera ardiente de la Iglesia y de todos los pueblos: «Amen. Veni, Domine Iesu». Amén. Ven, Señor Jesús (Ap. 22,20). Estas palabras sintetizan el ansia de las almas devotas que confían vivamente en la Divina Providencia con la certeza de que las fuerzas del caos serán derrotadas y de que habrá de resonar por los siglos el himno Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis: Gloria a Dios en el Cielo y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)