Hoy el Papa Francisco se ha dirigido a la Plenaria del Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso. En su discurso debe destacarse que en todo acercamiento dialogado con otras confesiones no se puede caer en el doble error de la pérdida de identidad (o disminución de la misma) ni en un relativismo moral práctico que se presente como amalgama de diferentes módos éticos de vivir la fe. Cuando Cristo dialogaba con personas que estaban alejadas de la Fe no engañaba o pretendía engañar con actitudes fingidas o «descafeinadas» con objeto de atraer al redil al alejado. Nuestro Salvador mostraba siempre el mensaje claro y lo expresaba con infinita caridad y dulzura no exenta de palabras muy firmes cuando era necesario para alentar la conversión.
Leamos este breve documento con la convicción de que todo diálogo interreligioso no se tiene a si mismo por objetivo sino que es parte integrante la de evangelización.
EL PAPA FRANCISCO Y EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO
Señores Cardenales, queridos hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas: lo primero, pediros perdón por el retraso. Las audiencias se han ido retrasando: os agradezco vuestra paciencia. Me alegra recibiros en vuestra Sesión Plenaria: doy a cada uno la más cordial bienvenida y agradezco al Cardenal Jean-Louis Tauran las palabras que me ha dirigido también a nombre vuestro.
La Iglesia católica es consciente del valor que reviste la promoción de la amistad y del respeto entre hombres y mujeres de distintas tradiciones religiosas. Comprendemos cada vez más su importancia, tanto porque el mundo, de algún modo, se ha hecho «más pequeño», como porque el fenómeno de las migraciones aumenta los contactos entre personas y comunidades de tradición, cultura y religión diversa. Esta realidad interpela nuestra conciencia de cristianos, es un reto para la comprensión de la fe y para la vita concreta de las Iglesias locales, de las parroquias y de muchísimos creyentes.
Resulta, pues, de particular actualidad el tema elegido para vuestra reunión: «Miembros de diferentes tradiciones religiosas en la sociedad». Como he afirmado en la Exhortación Evangelii gaudium, «una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes» (n. 250). En efecto, no faltan en el mundo contextos en los que la convivencia es difícil: a menudo, motivos políticos o económicos se imponen a las diferencias culturales y religiosas, haciendo hincapié también en incomprensiones y errores del pasado: todo esto corre el riesgo de generar desconfianza y miedo. Sólo hay un camino para vencer ese miedo, y es el del diálogo, del encuentro caracterizado por la amistad y el respeto. Ese es un camino humano.
Dialogar no significa renunciar a la propia identidad cuando se va al encuentro del otro, y tampoco ceder a compromisos sobre la fe y la moral cristiana. Al contrario, «la verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa» (ibid., 251) y, por eso, abierta a comprender las razones del otro, capaz de relaciones humanas respetuosas, convencida de que el encuentro con quien es distinto de nosotros puede ser ocasión de crecimiento en la fraternidad, de enriquecimiento y de testimonio. Por este motivo, diálogo interreligioso y evangelización no se excluyen, sino que se alimentan recíprocamente. No imponemos nada, no usamos ninguna estrategia oculta para atraer fieles, si no que damos ejemplo con alegría y sencillez de lo que creemos y somos. En efecto, un encuentro en el que cada uno dejara aparte lo que cree, y fingiese renunciar a lo que le es más querido, no sería una relación auténtica. En ese caso, se podría hablar de una falsa fraternidad. Como discípulos de Jesús, debemos esforzarnos en vencer el miedo, siempre dispuestos a dar el primer paso, sin dejarnos desanimar ante dificultades e incomprensiones.
El diálogo constructivo entre personas de diversas tradiciones religiosas sirve también para superar otro miedo, que vemos desgraciadamente en aumento en las sociedades más fuertemente secularizadas: el miedo a las diversas tradiciones religiosas y a la dimensión religiosa en cuanto tal. La religión se ve como algo inútil o incluso peligroso; a veces se pretende que los cristianos renuncien a sus propias convicciones religiosas y morales en el ejercicio de su profesión (cfr. Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático, 10-I-2011). Se ha difundido el pensamiento de que la convivencia solo sería posible escondiendo la propia pertenencia religiosa, encontrándonos en una especie de espacio neutro, privado de referencias a la trascendencia. Pero también aquí: ¿cómo sería posible crear verdaderas relaciones, construir una sociedad que sea auténtica casa común, imponiendo dejar de lado lo que cada uno considera ser parte íntima de su propio ser? No es posible pensar en una fraternidad «de laboratorio». Ciertamente, es necesario que todo sea con respeto a las convicciones ajenas, incluso de quien no cree, pero debemos tener el valor y la paciencia de ir al encuentro del otro por lo que somos. El futuro está en la convivencia respetuosa de las diversidades, no en la homologación de un pensamiento único, teóricamente neutro. Hemos visto, a lo largo de la historia, la tragedia del pensamiento único. Por eso, es imprescindible el reconocimiento del derecho fundamental de la libertad religiosa, en todas sus dimensiones. Sobre esto, el Magisterio de la Iglesia se ha expresado en los últimos decenios con gran compromiso. Estamos convencidos de que por ahí pasa la edificación de la paz del mundo.
Agradezco al Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso el valioso servicio que hace, e invoco sobre cada uno de vosotros la abundancia de la bendición del Señor. Gracias.