El sensus fidei

Durante mucho tiempo, el pueblo sencillo, incluso analfabeto, estuvo bien formado teológicamente. Era incluso un pueblo culto. Sí; hasta cierto punto, había un vulgo en muchos sentidos culto, aunque parezca un oxímoron, pese a que fuera analfabeto e ignorante en muchas cuestiones. En nuestros Siglos de Oro se daba incluso el caso de que conocieran mejor la mitología antigua que muchas personas cultas de hoy por lo que veían y oían en los corrales de comedias, o asistiendo a lecturas públicas, como podemos ver en el Quijote que hacían por la noche en una venta. ¿Qué iban a hacer cuando se aburrían si no sabían leer y no tenían televisión?

Desde muy antiguo las madres inculcaban la fe a sus hijos. Desde pequeños les enseñaban a rezar y les inculcaban los rudimentos de la fe, enseñándoles asimismo la Historia Sagrada, que era de conocimiento general gracias a la transmisión de madre a hijo y a esa Biblia en piedra que fueron los retablos y altares de los templos. Y ha sido así hasta tiempos bien recientes. Yo mismo puedo dar fe de ello por experiencia propia. Si bien nací y me crié en el siglo XX, cuando estudiar e instruirse ya era lo normal para la mayoría, desde que aprendí a hablar mi madre me enseñó las oraciones fundamentales, me instruyó en lo básico de la doctrina y me contaba historias del Antiguo Testamento y de los Evangelios. Esto era lo habitual. No es de extrañar que hoy en día se fomente el trabajo de la mujer, que no es malo en sí, pero cuando la madre tiene que pasar más tiempo fuera de la casa descuida irremediablemente la formación de sus hijos.

Los sacerdotes solían predicar la sana doctrina desde los púlpitos, en vez de limitarse a pronunciar homilías insulsas como ahora, que en muchos casos no hacen otra cosa que repetir con otras palabras lo que acaban de leer en el Evangelio dando una formación muy superficial a los fieles. Desde tiempos muy antiguos, los templos eran en sus retablos, pinturas y esculturas una auténtica Biblia en piedra y un catecismo ilustrado que complementaba e ilustraba los sermones y homilías de los sacerdotes.

A lo largo de la historia ha habido épocas en que el pueblo ha estado mejor formado, y otras en que, como todo lo que tiene que ver con los seres humanos, la cosa decaía. Sin embargo, cada vez que se producía un bajón de estos el Señor no tardaba en suscitar alguna reforma, o bien predicadores que reavivaban la fe y transformaban las costumbres: un San Vicente Ferrer, un San Juan de Ávila, etc. En las propias órdenes religiosas, cada vez que perdían el fervor y se relajaban en sus reglas o en la observancia de las mismas, surgía algún reformador que introducía una regla más estricta o creaba una nueva orden con renovado fervor. En aquellos tiempos la Cristiandad hervía de conventos y abadías, constantemente se fundaban monasterios, porque no daban abasto; abundaban las vocaciones de un modo que sería impensable hoy en día. En cambio, ahora que ya no huyen del mundo sino que han abierto las puertas al siglo y éste se ha introducido en los cenobios, escasean las vocaciones, las reglas se han relajado hasta lo indecible y hasta los mismos hábitos religiosos han pasado a la historia; no está bien visto vestir como una persona consagrada. Y paradójicamente, cuando había fuga mundi el monacato contribuyó enormemente al desarrollo del progreso y de la cultura; ahora que los religiosos se han integrado en el mundo ya no hacen ninguna contribución de importancia.

El Concilio de Trento fomentó la instrucción del pueblo, y empezaron a emplearse medios audiovisuales muy eficaces como las procesiones y los autos sacramentales, genero literario y teatral auténticamente español. Mediante representaciones escénicas escritas en hermosa poesía con un lenguaje inteligible, el pueblo llegó a conocer bien las Escrituras y la interpretación católica de las mismas. Por medio de lo que venía a ser el equivalente de las películas o la televisión actuales, se adquiría una profunda formación teológica, y todo ello en representaciones teatrales gratuitas a las que se asistía en una plaza ante la puerta de una iglesia.

Cuando había teólogos que discutían el dogma y ponían en duda la Inmaculada Concepción, gentes sencillas y analfabetas replicaban con argumentos contundentes como que si Eva nos trajo la perdición y había sido creada sin mancha, María –que nos trajo al Salvador– no iba a ser menos; o que cómo iba la Reina de los Ángeles a estar sometida siquiera por un momento al ángel malo, al que los propios ángeles habían derrotado; o cómo podía la sangre del Salvador brotar de un manantial manchado, y otros razonamientos por el estilo.

No es de extrañar que el pueblo sencillo se levantara en defensa de la fe en La Vandea; o contra Napoléon en España, en las Insurgencias que se dieron por toda Italia, o en el Tirol con Andreas Hofer (y es que Napoleón era también un anticristo); o en las Guerras Carlistas, que más que un enfrentamiento por motivos dinásticos (que también lo eran) fueron ante todo una reacción popular contra un gobierno liberal que con leyes y medidas como por ejemplo la Desamortización minaron la sociedad cristiana, urdimbre del tejido de España, las catastróficas consecuencias de lo cual padecemos todavía; o en la Cristiada mexicana, que tan copiosamente floreció en mártires; o en julio de 1936, cuando media España se resistía a morir y se levantó contra un gobierno inicuo que, al igual que había hecho poco antes el de Calles en México, perseguía la Religión e incendiaba las iglesias.

Por desgracia, hoy en día serían impensables reacciones populares de semejante magnitud, dado que la mayoría de los pastores han abdicado de sus deberes, han hecho dejación de funciones, y han dejado en buena parte de formar al pueblo desde los púlpitos. El mismo Catecismo y las clases de religión –cuando las hay– transmiten un mensaje muy aguado. El rebaño ha caído en las fauces de los lobos, que andan sueltos a sus anchas, y ya no tiene un sentido claro de la doctrina, aunque esté bautizado (lo terrible es que muchos no lo están). Al pueblo le han dado la vuelta como a un calcetín, tal como anunció Alfonso Guerra, aquel vicepresidente español de infausta memoria.

Un cristiano bautizado que esté bien instruido en la Fe tiene el sensus fidei, el sentido de la fe. Conoce la doctrina y no lo pueden engañar fácilmente. Ya lo dijo el Señor: «Mis ovejas oyen mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Mas al extraño no le seguirán, antes huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn.10, 27;10,5). Es la unción de la que habla el apóstol San Juan en su primera epístola, por la que los fieles conocen la verdad y no siguen las enseñanzas de los extraños. Antes de que el Concilio de Éfeso (431) proclamara la maternidad divina de María, el pueblo fiel ya la defendía, según atestiguan San Cirilo y San Celestino.

Como el Señor prometió estar con nosotros todos los días hasta el Fin del Mundo (Mt. 28,20), el sensus fidei del pueblo de Dios tiene que durar hasta entonces. No puede desaparecer, aunque a simple vista hoy parezca en grave peligro de extinción por lo poco que va quedando. «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la Tierra?» (Lc.18, 8) Tiene que venir antes de que se agote del todo. Alegrémonos, que la apostasía actual indica que probablemente no se tarde mucho. Como no sabemos el día ni la hora, vivamos siempre preparados para el feliz momento de la Parusía.

Bruno de la Inmaculada
Bruno de la Inmaculada
Meditaciones y estudios desde el silencio claustral y la oración.

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