El tesoro escondido de la Santa Misa: I. Excelencia, necesidad y utilidades de la Santa Misa

Por San Leonardo de Porto Maurizio

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CAPÍTULO I

EXCELENCIA, NECESIDAD Y UTILIDADES DE LA SANTA MISA

Antes de principiar te diré que este Santo Sacrificio se llama Misa, esto es, enviada, porque representa la legación que media entre Dios y el hombre; pues Dios envía a su Hijo al altar, y de aquí la Iglesia le envía a su Eterno Padre para que interceda por los pecadores. (SAN BUENAVENTURA. In exp. Miss.).

1. Mucha paciencia se necesita para tole­rar el contagioso lenguaje de algunos liber­tinos que con frecuencia se atreven a difun­dir proposiciones escandalosas, que tienen sabor de muy pronunciado ateísmo, y son un veneno para la piedad cristiana.

«Una Misa más o menos, dicen, poco importa».

«Ya no es tan poca cosa oír la Misa los días de obligación».

«La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa: y cuando lo veo acercarse al altar escapo de la iglesia».

Los que así se expresan dan bien a entender que en poco, mejor dicho, que en nada apre­cian el adorable sacrificio de la Misa. ¿Sabes, querido lector, lo que es en realidad la Santa Misa? Es el sol del mundo cristiano, el alma de la fe, el centro de la Religión católica, hacia el cual convergen todos los ritos, todas las ceremonias y todos los Sacramentos; en una palabra, es el compendio de todo lo bueno, de todo lo bello que hay en la Iglesia de Dios. Medita, pues, atentamente, piadoso lector, lo que voy a decirte en estas páginas para tu instrucción.

Artículo I

EXCELENCIA DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA

2. Es una verdad incontestable, que todas las religiones que existieron desde el principio del mundo establecieron algún sacrificio que constituyó la parte esencial del culto debido a Dios: empero, como sus leyes eran o viciosas o imperfectas, también los sacrificios que prescribían participaban de sus vicios o de sus imperfecciones. Nada más vano que los sacrificios de los idólatras, y por consiguiente no hay necesidad de mencionarlos. En cuanto a los de los hebreos, aun cuando profesaban entonces la verdadera Religión, eran también pobres e imperfectos, pues sólo consistían en figuras: Infirma et egena elementa (1), según expresión del Apóstol San Pablo, porque no podían borrar los pecados ni conferir la divina gracia.

El sacrificio, pues, que poseemos en nuestra Santa Religión es el de la Santa Misa, el úni co sacrificio santo y de todo punto perfecto. Por medio de él todos los fieles pueden hon­rar dignamente a Dios, reconociendo su dominio soberano sabre nosotros, y protestando al mismo tiempo su propia nada. Por esta razón el santo rey David le llama Sacrificium iustitiae(2) , sacrificio de justicia, no sólo porque contiene al Justo por excelencia y al Santo de los Santos, o mejor dicho, a la Jus­ticia y Santidad por esencia, sino porque san­tifica las almas por la infusión de la gracia y por la abundancia de dones celestiales que les comunica. Siendo, pues, este augusto Sacrificio el más venerable y excelente de todos, y a fin de que te formes la sublime idea que debes tener de un tesoro tan precioso, vamos a explicar sucintamente algunas de sus divinas excelencias, porque para expli­carlas todas se necesitaba otra inteligencia superior a la nuestra.

§ 1. El sacrificio de la Misa es igual al sacrificio de la Cruz 

3. La principal excelencia del santo sacrificio de la Misa es que debe ser considerado como esencial y absolutamente el mismo que se ofreció sobre la cruz en la cima del Calva­rio, con esta sola diferencia: que el sacrifi­cio de la cruz fue sangriento, y no se ofreció más que una vez, satisfaciendo plenamente el Hijo de Dios, con esta única oblación, por todos los pecados del mundo; mientras que el sacrificio del altar es un sacrificio incruento, que puede ser renovado infinitas veces, y que fue instituido para aplicar a cada uno en particular el precio universal que Jesucristo pagó sobre el Calvario por el rescate de todo el mundo. De esta manera, el sacrificio san­griento fue el medio de nuestra redención, y el sacrificio incruento nos da su posesión: el primero nos franquea el inagotable tesoro de los méritos infinitos de nuestro divino Salvador; el segundo nos facilita el uso de ellos poniéndolos en nuestras manos. La Misa, pues, no es una simple representación o la memoria únicamente de la Pasión y muerte del Redentor, sino la reproducción real y verdadera del sacrificio que se hizo en el Calvario; y así con toda verdad puede decirse que nuestro divino Salvador, en cada Misa que se celebra, renueva místicamente su muerte sin morir en realidad, pues está en ella vivo y al mismo tiempo sacrificado e inmolado: «Vidi (…) agnum stantem tam­quam occisum” (3).

En el día de Navidad la Iglesia nos repre­senta el Nacimiento del Salvador; sin embar­go, no es cierto que nazca en este día cada año. En el día de la Ascensión y Pentecostés, la misma Iglesia nos representa a Jesucristo subiendo a los cielos y al Espíritu Santo ba­jando a la tierra; sin embargo, no es verdad que en todos los años y en igual día se re-nueve la Ascensión de Jesucristo al cielo, ni la venida visible del Espíritu Santo sobre la tierra. Todo esto es enteramente distinto del misterio que se verifica sobre el altar, en donde se renueva realmente, aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio que se realizó sobre la cruz con efusión de sangre. El mismo Cuerpo, la misma Sangre, el mismo Jesús que se ofreció en el Calvario, el mismo es el que al presente se ofrece en la Misa.

Ésta es la obra de nuestra Redención, que continúa en su ejecución, como dice la Igle­sia: Opus nostrae redemptionis exercetur (4). Sí, exercetur; se ofrece hoy sobre los altares el mismo sacrificio que se consumó sobre la cruz.

¡Oh, qué maravilla! Pues dime por favor. Si cuando te diriges a la iglesia para oír la Santa Misa reflexionaras bien que vas al Calvario para asistir a la muerte del Redentor, ¿irías a ella con tan poca modestia y con un porte exterior tan arrogante? Si la Magdalena al dirigir sus pasos al Calvario se hubiese prosternado al pie de la cruz, estando enga­lanada y llena de perfumes, como cuando de­seaba brillar a los ojos de sus amantes, ¿qué se hubiera pensado de ella? Pues bien; ¿qué se dirá de ti que vas a la Santa Misa ador­nado como para un baile? ¿Y qué será si vas a profanar un acto tan santo con miradas y señas indecentes, con palabras inútiles y en­cuentros culpables y sacrílegos? Yo digo que la iniquidad es un mal en todo tiempo y lu­gar; pero los pecados que se cometen durante la celebración del santo sacrificio de la Misa y en presencia de los altares, son pecados que atraen sobre sus autores la maldición del Señor: Maledictus qui facit opus Domini fraudulenter (5). Medítalo atentamente mientras que te manifiesto otras maravillas y excelencias de tan precioso tesoro.

§ 2. El santo sacrificio de la Misa tiene por principal sacerdote al mismo Jesucristo. Funciones del celebrante y de los asistentes 

4. Imposible parece poderse hallar una prerrogativa más excelente del sacrificio de la Misa, que el poderse decir de él que es, no sólo la copia, sino también el verdadero y exacto original del sacrificio de la cruz; y, sin embargo, lo que lo realza más todavía, es que tiene por sacerdote un Dios hecho hombre. Es indudable que en un sacrificio hay tres cosas que considerar: el sacerdote que lo ofrece, la Víctima que ofrece, y la majestad de Aquél a quien se ofrece. He aquí, pues, el maravilloso conjunto que nos presenta el santo sacrificio de la Misa bajo estos tres puntos de vista. El sacerdote que lo ofrece es un Hombre-Dios, Jesucristo; la víctima ofre­cida es la vida de un Dios, y aquél a quien se ofrece no es otro que Dios. Aviva, pues, tu fe, y reconoce en el sacerdote celebrante la adorable persona de Nuestro Señor Jesucris­to. Él es el primer sacrificador, no solamen­te por haber instituido este sacrificio y por-que le comunica toda su eficacia en virtud de sus méritos infinitos, sino también por-que, en cada Misa, Él mismo se digna conver­tir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre preciosísima. Ve, pues, cómo el privilegio más augusto de la Santa Misa es el tener por sacer­dote a un Dios hecho hombre. Cuando consi­deres al sacerdote en el altar, ten presente que su dignidad principal consiste en ser el ministro de este Sacerdote invisible y eterno, nuestro Redentor. De aquí resulta que el sa­crificio de la Misa no deja de ser agradable a Dios, cualquiera que sea la indignidad del sacerdote que celebra, puesto que el principal sacrificador es Jesucristo Nuestro Señor, y el sacerdote visible no es más que su humilde ministro. Así como el que da limosna por mano de uno de sus servidores es considerado justamente como el donante principal; y aun cuando el servidor sea un pérfido y un malvado, siendo el señor un hombre justo, su limosna no deja de ser meritoria y santa.

¡Bendita sea eternamente la misericordia de nuestro Dios por habernos dado un sacer­dote santo, santísimo, que ofrece al Eterno Padre este Divino Sacrificio en todos los paí­ses, puesto que la luz de la fe ilumina hoy al mundo entero! Sí, en todo tiempo, todos los días y a todas horas; porque el sol no se oculta a nuestra vista sino para alumbrar a otros puntos del globo; a todas horas, por consiguiente, este Sacerdote santo ofrece a su Eterno Padre su Cuerpo, su Sangre, su Alma, a sí mismo, todo por nosotros, y tantas veces como Misas se celebren en todo el uni­verso. ¡Oh, qué inmenso y precioso tesoro! ¡Qué mina de riquezas inestimables poseemos en la Iglesia de Dios! ¡Qué dicha la nuestra si pudiéramos asistir a todas esas Misas! ¡Qué capital de méritos adquiriríamos! ¡Qué co­secha de gracias recogeríamos durante nues ­ tra vida, y qué inmensidad de gloria para la eternidad, asistiendo con fervor a tantos y tan Santos Sacrificios!

5. Pero ¿qué digo, asistiendo? Los que oyen la Santa Misa, no solamente desempe­ñan el oficio de asistentes, sino también el de oferentes; así que con razón se les puede llamar sacerdotes: Fecisti nos Deo nostro regnum, et sacerdotes (6). El celebrante es, en cierto modo, el ministro público de la Iglesia, pues obra en nombre de todos: es el media­dor de los fieles, y particularmente de los que asisten a la Santa Misa, para con el Sacer­dote invisible, que es Jesucristo Nuestro Señor; y juntamente con Él, ofrece al Padre Eterno, en nombre de todos y en el suyo, el precio infinito de la redención del género humano. Sin embargo, no está solo en el ejercicio de este augusto misterio; con él concurren a ofrecer el sacrificio todos los que asisten a la Santa Misa. Por eso el celebrante al dirigirse a los asistentes, les dice: Orate, fratres: «Orad, hermanos, para que mi sacri­ficio, que también es el vuestro, sea agradable a Dios Padre todopoderoso». Por estas palabras nos da a entender que, aun cuando él desempeña en el altar el principal papel de ministro visible, no obstante todos los presentes hacen con él la ofrenda de la Víctima Santa.

Así, pues, cuando asistes a la Misa, desempeñas en cierto sentido las funciones de sacer­dote. ¿Qué dices ahora? ¿Te atreverás todavía de aquí en adelante a oír la Santa Misa sentado desde el principio hasta el fin, charlando, mirando a todas partes, o quizás medio dormido, satisfecho con pronunciar bien o mal algunas oraciones vocales, sin fijar la atención en que desempeñas el tremendo ministerio de sacerdote? ¡Ah! Yo no puedo menos de exclamar: ¡Oh, mundo ignorante, que nada comprendes de misterios tan subli­mes! ¡Cómo es posible estar al pie de los altares con el espíritu distraído y el corazón disipado, cuando los Ángeles están allí temblando de respeto y poseídos de un santo temor a vista de los efectos de una obra tan asombrosa!

§ 3. El sacrificio de la Misa es el prodigio más asombroso de cuantos ha hecho la Omnipotencia divina

6. ¿Te admirarás acaso al oírme decir que la Santa Misa es una obra asombrosa? ¡Ah! ¿Tan poca cosa es a tus ojos la maravilla que se verifica a la palabra de un simple sacerdote? ¿Qué lengua de hombres, ni aun de ángeles, podrá explicar jamás un poder tan ilimitado? ¿Quién hubiera podido conce­bir que la voz de un hombre, que ni aun pue­de sin algún esfuerzo levantar una paja, de­bería estar por gracia, dotada de una fuerza tan prodigiosa que obligase al Hijo de Dios a bajar del cielo a la tierra? Éste es un poder mucho mayor que el de trasladar los montes de un lugar a otro, secar el Océano, o dete­ner el curso de los astros. Éste es un poder que de algún modo rivaliza con aquel primer Fiat, por medio del cual sacó Dios el mundo de la nada y que parece aventajar, en cierto sentido, al otro Fiat, por el cual la Santísima Virgen recibió en su seno al Verbo Eterno. Con efecto, la Santísima Virgen no hizo más que suministrar la materia para el Cuerpo del Salvador, que fue formado de su substancia, es decir, de su preciosísima sangre, pero no por medio de Ella, ni de su operación; mientras que la voz del sacerdote, en cuanto obra como instrumento de Nuestro Señor Jesucristo, en el acto de la consagración re-produce de una manera admirable al Hombre-Dios, bajo las especies sacramentales, y esto tantas cuantas veces consagra.

El Beato Juan el Bueno de Mantua con un milagro hizo conocer en cierto día esta ver-dad a un ermitaño, compañero suyo. No podía éste comprender que la palabra del sacerdote fuese bastante poderosa para con­vertir la substancia del pan y del vino, en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucris­to; y, lo que aún es más lamentable, cedió a las sugestiones del demonio. Tan pronto el venerable Siervo de Dios se apercibió del gravísimo error de su compañero, lo condujo cerca de una fuente, de la que sacó un poco de agua, que le hizo tomar. El ermitaño, des­pués de haberla bebido, declaró que jamás había gustado un vino tan delicado. Pues bien, le dijo entonces el Siervo de Dios, ¿veis lo que significa este prodigio? Si por mi mediación, y eso que no soy más que un mi­serable mortal, la virtud divina ha mudado el agua en vino, ¿con cuánta mayor razón de­béis creer que por medio de las palabras del sacerdote, que son las palabras del mismo Dios, el pan y el vino se convierten en el Cuer­po y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Quién, pues, se atreverá a fijar límites a la omnipotencia de Dios? Esto bastó para ilustrar a aquel afligido solitario, quien, alejando de repente todas las dudas que atormentaban su alma, hizo una austera penitencia de su pecado.

Tengamos fe, pero fe viva, y confesaremos que son innumerables las maravillosas exce­lencias contenidas en este adorable Sacrificio. Entonces no nos asombraremos viendo reno­varse a cada instante, y en mil y mil luga­res diversos, el prodigio de la multiplicación de la Humanidad sacratísima del Salvador, por la cual goza de una especie de inmensi­dad no concedida a ningún otro cuerpo, y re­servada a ella sola en recompensa de una vida inmolada al Altísimo. Esto es lo que el demonio, hablando por boca de una obsesa o endemoniada, hizo comprender a un judío incrédulo, valiéndose de una comparación material y ordinaria. Encontrábase este judío en una plaza pública con otras muchas perso­nas entre las cuales estaba la obsesa, cuando vio pasar un sacerdote que, seguido de una numerosa comitiva, llevaba a un enfermo el Sagrado Viático. Todos se arrodillaron al ins­tante para adorar al Santísimo Sacramento; pero el judío permaneció inmóvil y no dio la menor señal de respeto. Apercibiéndose de ello la obsesa, se levantó con ira, y dando al judío un fuerte bofetón, le quitó con violencia su sombrero. «Desgraciado, le dice, ¿por qué no rindes homenaje al verdadero Dios, que está presente en este Divino Sacramento? — ¿Qué verdadero Dios? replicó el judío; si así fuese, pudiera decirse que había muchos dio­ses, puesto que cuando se celebra la Misa hay uno en cada altar». Al oír estas palabras tomó la obsesa una criba, y poniéndola en frente del sol, le dijo al judío que mirase los rayos que pasaban por medio de los agujeros, y en seguida añadió: «Dime, judío, ¿son muchos los soles que atraviesan esta criba, o no hay más que uno?» El judío contestó que sólo había uno, no obstante la multiplicación de rayos. «¿Por qué te asombras, pues, repuso la obsesa, de que un Dios hecho hombre, aun-que uno, indivisible e inmutable, se ponga por un exceso de amor, real y verdadera-mente presente bajo los velos del Sacramento y sobre muchos altares a la vez?» Esta refle­xión fue bastante para confundir la perfidia del judío, que se vio obligado a confesar la verdad de la fe.

¡Oh fe santa! Necesitamos un rayo de tu luz para repetir con fervor: ¿Quién se atre­verá jamás a fijar límites a la omnipotencia de Dios? La sublime idea que Santa Teresa de Jesús había concebido de esta omnipotencia, le hacía decir a menudo, que cuanto más profundos e inaccesibles a nuestro en­tendimiento eran los misterios de nuestra Re­ligión, más se adhería a ellos, con más firmeza y devoción, sabiendo muy bien que el Todo-poderoso puede hacer, si es de su divino agrado, prodigios infinitamente más admira­bles que todo cuanto vemos. Aviva, pues, mucho tu fe, y confesarás que este Divino Sacrificio es el milagro de los milagros, la maravilla de las maravillas, y que su principal excelencia consiste en ser incomprensible a nuestra débil inteligencia, y lleno de asombro di una y mil veces: ¡Ah qué gran tesoro! ¡Cuán inmenso es! Pero si su prodigiosa ex­celencia no basta a conmoverte, te conmove­rás, sin duda, en vista de la suprema necesi­dad que tenemos de este Santísimo Sacrificio.
San Leonardo de Porto Maurizio

Notas:

(1) «Débiles y pobres elementos». (Gal. 4, 9). (N.del E.).

(2) S. 4, 6. (N. del E.)

(3) «Vi (…) un cordero de pie como degollado».

(4) «Se realiza la obra de nuestra redención» (Oración de la Secreta del 99 Domingo después de Pen­tecostés). (N. del E.).

(5) «Maldito el que ejecuta de mala fe la obra del Señor». (Jer. 48,10). (N. del E.).

(6) «Nos has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes» (Ap. 5,10) . (N. del E.).

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