En muchas ocasiones Dios llama dos veces

“Mirad que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre, yo entraré y cenaré con él y él cenará conmigo”. (Apoc 3:20)

Desde mis trece años, cuando Dios tuvo a bien llamarme al sacerdocio, mi vida se ha desarrollado principalmente entre los jóvenes. Aunque a decir verdad, nunca me he considerado, ni mucho menos, un “experto en ellos”.

Poco después de ser ordenado sacerdote, Dios me envió a diferentes lugares; en un principio, bastante alejados de mi querida España. Los comienzos de mi sacerdocio, como suelen ser todos los comienzos, fueron difíciles pero maravillosos. Son los primeros recuerdos como sacerdote, las primeras experiencias como ministro de Dios y que cuando uno está realmente enamorado de su sacerdocio, atesora y guarda en lo más profundo de su corazón.

Hace algo más de treinta años, trabajando en una gigantesca parroquia junto con otros cuatro sacerdotes compañeros de armas, tuve la oportunidad de tratar con muchos jóvenes, hombres y mujeres. De todos ellos, tres varones y dos mujeres llegaron a entregar su vida a Dios. De los tres varones, dos, siguen siendo sacerdotes; el tercero, tristemente y más por vergüenza que por maldad, abandonó las sotanas. Las dos mujeres llegaron a entregar su vida a Dios, y por lo que sé de ellas, siguen siendo fieles a su vocación. Muchos otros, que también habían sido llamados por Dios, cayeron al tener que superar las primeras, segundas o terceras pruebas.

Este relato cuenta la historia de tres mujeres, entonces jovencitas, que habiendo conocido a Dios en profundidad, bien por falta de vocación o por falta de amor, renunciaron a Dios y prefirieron vivir su propia vida.  Ahora, treinta años después, y con una separación entre ellas de poco más de un año, han recibido una segunda visita de Dios, quien tocando de nuevo la puerta de su corazón desea entrar a formar parte de sus vidas.

Con el fin de mantener la privacidad de estas personas, pero deseando al mismo tiempo que puedan servir ejemplo para otros que se puedan encontrar en situaciones parecidas, me limitaré simular las iniciales de las mismas. Ellas, si es que alguna vez leyeron esta carta, probablemente se verían identificadas. De todos modos, espero y deseo, obtener su permiso y en ningún momento ofenderlas.

La primera de ellas, LM, tenía unos catorce años cuando la conocí. Llegó a tener una profunda intimidad personal con Dios, pero un chico, al que también yo conocía y que valía mucho, se puso en medio y fue capaz de conquistar su corazón. Bastantes años después tuve la oportunidad y la bendición de casarlos. Luego, les perdí la pista por cerca de veinte años; hasta que un día, recibí un correo de una amiga de ella en la que me contaba que después de un parto muy dificultoso había tenido una embolia múltiple y había perdido una extremidad y visto su vida muy seriamente en peligro.

No obstante, a pesar de recibir una segunda oportunidad, no supo ver la mano de Dios que de nuevo le llamaba, y aunque cambió ligeramente su vida de rumbo, siguió más o menos alejada de Dios.

Fue hace tan solo unos meses, cuando al ser diagnosticada de un tumor, y después de ser intervenida y estar entre la vida y la muerte de nuevo, Dios le volvió a tocar y fue entonces cuando ella le abrió su corazón de par en par. Ahora, aunque me gustaría que terminara de rendirse a Dios, sé que ya vive muy cerca de Él.

La segunda historia es también de una muchacha, MG, que entonces tenía unos dieciocho o veinte años. Estaba ya a punto de darle su sí a Dios, cuando mil y una razones se interpusieron y abandonó. Nunca creí que fuera por cobardía o por falta de amor, Dios sabrá el porqué, aunque yo nunca llegué a conocerlo ni a preguntarle para no ofenderle.

Hace unas pocas semanas, después de prácticamente treinta años, y no sé cómo, me llegó un mensaje de ella que me decía:

– “Padre, soy MG, desde hace veinte años vivo en un país centroeuropeo, me casé y tuve dos hijos. Me gustaría hablar con usted”.

Días después tuve la ocasión de hablar con ella vía telefónica y me relató los muchos sufrimientos por los que había transcurrido su vida. Su esposo le había abandonado hacía casi diez años, y uno de los hijos, ya mayor de edad, se había tenido que volver a Sudamérica, quedándose ella sola con su otro hijo.

Prácticamente estuvo viviendo casi sin Dios por muchos años. Últimamente había comenzado a acercarse a una parroquia, pero por motivo del idioma y también de la vergüenza todavía no se había puesto en paz con Dios. Yo la invité a volver y sé que ya está de nuevo en el redil.

La tercera historia es igualmente bella y dolorosa. Es también de una muchacha, MB, que aquel entonces comenzaba su carrera universitaria. Tendría unos dieciocho o diecinueve años. De todas las chicas con las que tuve la ocasión de trabajar en los inicios de mi vocación, es quizás la que más me llamó la atención. De familia bastante humilde y sin posibilidades para triunfar en esta vida, pero gracias a la ayuda de un sacerdote amigo, y por supuesto a su elevada inteligencia y su gran capacidad de trabajo, llegó a finalizar su carrera y ha recibido muchos premios  en reconocimiento por su labor profesional.  

Desde un principio me impresionó su cercanía a Dios, su capacidad de sufrir y la inmensa discreción con la que atesoraba sus experiencias espirituales. El caso es que, bien porque no fuera su vocación entregar su vida a Dios o bien por falta de generosidad, yo no lo sé, ella quizás sí, poco antes de acabar su carrera la perdí de vista, y así permaneció por casi veintiocho años. Milagrosamente, después de tantos años, un día me llegó un correo en el que me decía:

 – “Padre, no sé si se acordará de mí, soy MB, voy a estar unos días en España pues he venido a dar unas conferencias y necesito hablar con usted”.

No se pueden imaginar el vuelco que me dio el corazón. Ella se pensaba que me podría haber olvidado de su persona; nada más lejos de la realidad. Puedo decir, que todas y cada una de las personas que se han puesto en contacto conmigo desde que me hice sacerdote, han tenido siempre un lugar reservado en mi corazón y en mis oraciones. Sus vidas y la mía habrán dado muchas vueltas, pero allí están. Miles y miles de personas que Dios puso en mi camino, abrieron su corazón y me mostraron sus sufrimientos, sus debilidades, sus preocupaciones… Y espero, con la gracia de Dios, que así siga sucediendo. No en vano una vez ellas me llamaron “padre”, y yo les consideré a ellos “mis hijos”.

Cuando MB llegó a España se tomó la molestia de acercarse a verme. En esa visita me comentó cómo había sido su vida, y que aunque no había abandonado a Dios, se sentía muy alejada de Él y estaba tan absorbida por su profesión que apenas si tenía tiempo para rezar.

Yo intenté hacerle ver que a pesar de haber triunfado como profesional, podría ocurrir que Dios no estuviera tan contento con ella. Ella aceptó de muy buen grado todos mis consejos, me prometió cambiar, y puedo dar fe que lo ha hecho. Desde entonces hemos mantenido contacto ocasional por correo.

Hace menos de una semana, MB, me escribía para darme una noticia muy dolorosa:

 – “Padre, me han detectado un tumor. Desde hace unos días soy incapaz de pensar en otra cosa”.

Mi respuesta fue inmediata, llena de cariño y dolor, y profundamente sacerdotal:

 – “Estimada MB, humanamente hablando es un golpe muy fuerte, es por ello que ha de abrazarse a Cristo. Ahora más que nunca su vida está en Sus manos. Confíe en Él”.

Sé que le esperan tiempos muy difíciles; pero ahora no está sola, tiene a Dios y la oración de su sacerdote y de sus amigos.

Estas tres historias, tan humanas, tan reales y tan dolorosas, tienen un maravilloso elemento en común: Dios no abandona. Nos da una segunda oportunidad. Vuelve a llamar a nuestra puerta para que si ahora deseamos escucharle, tengamos la ocasión de abrirle y cenar con Él y Él con nosotros.

Puede que usted lector, que ahora termina esta “carta”, se pudiera encontrar en una situación parecida. Es en este momento cuando Dios le llama de nuevo y está deseando conquistar su corazón.  No pierda la oportunidad: “Dios, en muchas ocasiones, llama dos veces”.

Padre Lucas Prados

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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