Los serafines forman uno de los primeros coros de la jerarquía angélica: aquellos que están más próximos al trono de Dios y cantan incesantemente la gloria de Él. El espíritu seráfico consiste en un ardiente amor a Dios que se expresa, no obstante, en el espíritu de paz, serenidad y alegría que caracterizaba por encima de todo a San Francisco, el padre seráfico por excelencia, y a sus discípulos.
El espíritu seráfico que distingue a la Iglesia triunfante no contrasta con el espíritu combativo que caracteriza a la Iglesia militante. De hecho, la vida del cristiano es lucha. El combate cristiano es ante todo una actitud espiritual que incluye la posibilidad de la guerra justa e incluso de la guerra santa.
Estos conceptos han salido a la luz en un bel libro cuya lectura aconsejo, que se titula Guerrieri serafici (Tabula Fati, Chieti 2021).
Los autores son dos jóvenes padres franciscanos, Ambrogio Maria Canavesi y Lorenzo Maria Waszkiewicz –el primero italiano, el segundo polaco–, dotados de una magnífica erudición histórica.
Ambos autores reconstruyen un binomio durante mucho tiempo separado, los últimos cincuenta años: la guerra y la santidad. Se trata de una selección de relatos de paz y de guerra nada fantasiosos, sino auténticos. Las historias de guerreros seráficos están rigurosamente documentadas no obstante se expongan al estilo de una emocionante novela. Al final de cada relato el lector encuentra una nota bibliográfica que le permite verificar las historias tratadas y profundizar en ellas.
Comienza con el encuentro entre San Francisco de Asís y el sultán Al Jamil durante la Quinta Cruzada. A partir de fuentes franciscanas, los sacerdotes mencionados reconstruyen el coloquio entre San Francisco y el Sultán, que quedó hondamente impresionado por la valentía con la que el santo de Asís lo invitó a convertirse. La milicia seráfica era de orden espiritual, pero Francisco era un santo de corazón guerrero y entre los siglos XIII y XVII los franciscanos siguieron en toda cruzada con empeño fiel y constante la línea tratada por su fundador.
Igual fortaleza de ánimo manifestó Santa Clara haciendo frente al asalto sarraceno al convento de San Damián en Asís en el año 1239. Frente a los musulmanes descollaron más tarde figuras como San Juan de Capistrano, caudillo a los setenta años del ejército cristiano en Belgrado (1456), el P. Anselmo de Pietramelara, capuchino que con fuerzas sobrenaturales salvó la nave almiranta pontificia en Lepanto (1571). La singular figura del P. Ángel de Joyeuse resulta fascinante, pues salió del claustro para salvar a Francia de los Hugonotes. En el siglo era el duque Enrique de Joyeuse, valeroso gentilhombre de la corte de Enrique III, casado con la virtuosa Catalina de Nogaret de La Vallette, hija del duque de Epernon. Tras el repentino fallecimiento de su mujer, Enrique dio la espalda al mundo e ingresó en un convento de capuchinos adoptando el nombre de padre Ángel. Algunos años después, cuando Francia se vio envuelta en las guerras de religión, la Liga Católica se encontró desprovista de jefe y recurrió a él; nadie ejercía tanta autoridad ni conocía el arte militar y el de gobernar como el ex duque de Joyeuse. Un breve del papa Inocencio IX autorizando al capuchino a salir del convento disipó sus últimas dudas. El P. Ángel se convirtió en jefe de la Liga Católica; combatió, venció, negoció el acuerdo con Enrique IV, fue nombrado mariscal y par de Francia y, finalmente regresó a su convento en 1599. Tuvo fama de gran predicador y director espiritual y murió en Rivoli el 28 de septiembre de 1608.
Gracias a otro capuchino, san Lorenzo de Brindisi, en octubre de 1601 la victoria fue favorable para las fuerzas cristianas que luchaban contra los turcos en Albareale, ciudadela fortificada de la baja Hungría donde eran coronados los soberanos magiares. Igualmente fue capuchino el beato Marcos de Aviano, que arengó a dirigió a los combatientes cristianos durante la liberación de Viena en 1686.
Menos conocido es el franciscano fray Luka Ibrišimović, de sobrenombre El Halcón, fraile croata que el 12 de marzo de 1680, con la espada en una mano y el rosario en la otra, derrotó a los turcos en la colina de Sokolovac, en las inmediaciones de Požega, histórica capital de Eslavonia, en Croacia. Ante la catedral de la pequeña localidad, un monumento erigido en 1893 lo representa victorioso mientras pisotea la media luna islámica.
Tampoco son muy conocidas las increíbles aventuras del franciscano fray Gereon Goldmann, ex combatiente de la Wehmacht que en 1943, cuando aún no había sido ordenado sacerdote, proporcionó consuelo religioso a millares de heridos. Su autobiografía ha sido traducida al italiano con el título de Missione SS. Un frate tra i nazisti (San Paolo, Milán 2008). El título es impropio, dado que fray Gereon fue expulsado de las SS por su fe católica y se integró a la resistencia alemana contra Hitler.
Para concluir, los mencionados autores traen a colación a san Maximiliano Kolbe y la Milicia de la Inmaculada que fundó en Roma en 1917 para combatir la Masonería y a todos los enemigos de la Iglesia, cuyo espíritu recogen en este libro dedicado « a todos los que trabajan y padecen por la recuperación de un franciscanismo combativo bajo la enseña de la Inmaculada».
La Iglesia jamás ha profesado el pacifismo. Hoy en día se confunde la paz, que es el orden de la ley natural y divina, con el pacifismo, que es una actitud de renuncia a la Verdad y a la lucha por afirmarla. Pacíficos, no pacifistas, fueron los soldados seráficos: combatían sin odio impulsados por el amor de Dios y dispuestos a sacrificar la vida por ese amor.
Hoy tenemos más necesidad que nunca de soldados dispuestos a combatir y morir por Cristo en un mundo que le vuelve la espalda.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)