I. Conmemoramos en este domingo 15 de septiembre la fiesta de los Dolores de la Virgen María que nos recuerda el modo en el que Ella se ha asociado a la redención obrada por Cristo en la Cruz.
Es cierto que Jesús resucitó pero la Iglesia nos sigue invitando a adorar su Cruz como hace cada Viernes Santo: «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo…». Y lo seguirá haciendo hasta que vea venir al Salvador que vuelve glorioso y triunfante a juzgar a vivos y muertos y a establecer el Reinado que no tendrá fin («Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre y entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con Poder y gloria grande»: Mt 24, 30). La Cruz es venerada y ensalzada como trofeo pascual de la victoria de Cristo y signo que aparecerá en el cielo, anunciando a todos su segunda Venida[1].
II. La memoria litúrgica de hoy hace referencia a los dolores, conocidos o desconocidos, que llenaron la vida de la Santísima Virgen y que se han fijado en siete porque este número expresa siempre la idea de totalidad: la profecía del anciano Simeón, la huida a Egipto, la pérdida de Jesús en Jerusalén, el verle cargado con la Cruz, la crucifixión, el descendimiento y el entierro de su divino Hijo…, dolores que la hicieron, con toda verdad, Reina de los Mártires (como decimos en la Letanía del Rosario).
En todos ellos pero de manera central en la presencia de la Virgen junto a la Cruz de Jesús, vemos el cumplimiento de la profecía de Simeón: «y a ti misma una espada te traspasará el alma». Una espada, símbolo de la pena acerba, que hará presa, no del cuerpo, sino del alma de la Virgen, del centro íntimo donde tienen su santuario las emociones y afecciones. Éste es uno de los pasajes clásicos en que aparece María colaborando con Jesús en la obra de la redención del mundo: Redentor y Corredentora van juntos en la mente y en los labios del anciano Simeón[2] y así nos los muestra también el evangelista san Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena» (Jn 19, 25)[3].
La presencia de la Virgen al pie de la Cruz de Jesús no significa solamente el sufrimiento de una madre en el lugar del suplicio de su Hijo. Ella tenía que desempeñar un papel junto al árbol de la cruz. Del mismo modo que el Padre pidió su consentimiento antes de la Encarnación del Redentor, ahora fueron requeridas la obediencia y abnegación de María para su inmolación. Ella reitera su Fiat, y consiente en la inmolación de su hijo estableciéndose una unión inefable entre la ofrenda del Verbo encarnado y la de María.
De ahí que podamos decir que la Virgen cooperó con Jesucristo, en calidad de Corredentora, a la salvación del género humano. Corredención significa cooperación, consorcio o asociación de María con Cristo Redentor en la obra de la redención humana.
III. En virtud de esta asociación a la obra de la Redención, la Virgen María es nuestra verdadera Madre en el orden espiritual, porque es la Madre de Jesucristo, y Cristo es la Cabeza de un Cuerpo Místico cuyos miembros somos todos nosotros. Y como Ella es Madre de este organismo viviente, como la cabeza no puede ser arrancada y separada de los miembros, desde el momento en que es Madre física según la naturaleza de la Cabeza, tiene que ser también forzosamente Madre espiritual de todos los miembros que están espiritualmente unidos a esa Cabeza.
«Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio» (Jn 19, 26-27). Al pronunciar estas palabras desde la Cruz, Cristo proclamó solemnemente la maternidad espiritual de María, que ya era madre nuestra desde el primer momento en que concibió en sus virginales entrañas al Redentor del mundo[4]. En virtud de este título, María hará extensivo a nosotros el amor que siente a su Hijo. Por habernos rescatado, Él es nuestro Señor; por haber cooperado tan generosamente a nuestro rescate, ella es nuestra Señora.
IV. Por último, esta fiesta nos invita a aceptar los sufrimientos y contrariedades de la vida para purificar nuestro corazón y ser también de acuerdo con nuestra propia condición corredentores unidos a Cristo. Y nos enseña a hacerlo de la mano de la Virgen, aprendiendo de Ella a unir los males que podamos sufrir a la Cruz de su Hijo para convertirlos en un bien para nosotros mismos y para toda la Iglesia («Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia»: Col 1, 24).). Y recurriendo a Santa María en demanda de auxilio y de consuelo cuando sintamos que la carga se nos hace demasiado pesada.
«Estar contigo junto a la Cruz y a ti asociarme en el llanto, es mi deseo» (Secuencia) Que María, la Madre dolorosa, acoja hoy esta nuestra súplica: que nos admita en su compañía junto a la Cruz de Cristo. Que nos mantengamos ardientes en el amor de su Hijo, firmes en la fe, y constantes y solícitos en nuestra compasión por todos los que sufren.
[1] Martirologio romano, ed. 2004
[2] Cfr. Isidro GOMÁ Y TOMÁS, El Evangelio explicado, vol. 1, Barcelona: Rafael Casulleras, 1940, 363.
[3] Mons. Straubinger traduce: «Junto a la cruz de Jesús estaba de pie su madre, y también la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena».
[4] Cfr. SAN PÍO X, Encíclica Ad diem illum, 2-febrero-1904: «De manera que en el seno de su castísima Madre, Cristo tomó carne y unió a Sí el cuerpo espiritual, formado por todos cuantos habían de creer en El, y tanto es así, que al llevar en su seno al Salvador, María Santísima pudo decir que llevaba también a todos cuantos tienen la vida en la vida del Salvador».