A los presos de Siena.
En nombre de Jesucristo crucificado y de la dulce María.
Carísimos hijos en Cristo, el dulce Jesús. Yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre con el deseo de veros bañados con el santo deseo de la sangre de Cristo crucificado. Ponedlo ante vuestra mente como finalidad y así adquiriréis una verdadera paciencia, puesto que la sangre de Cristo nos manifiesta nuestras maldades y la infinita misericordia y caridad de Dios. Esta consideración nos hace odiar y rechazar nuestros pecados y defectos y llegar al amor y a las virtudes.
Queridísimos hijos: Si me preguntáis por qué en la sangre se ven mejor nuestros defectos y la misericordia, os respondo: Porque la muerte del Hijo de Dios le fue dada por nuestros pecados. El pecado fue la causa de la muerte de Cristo. El Hijo de Dios no precisaba el camino de la cruz para entrar en su gloria, ya que en Él no había veneno del pecado y la vida eterna era suya. Se había declarado una guerra grandísima entre nosotros y Dios por haber perdido la gracia a causa de nuestros pecados. El hombre se hallaba enfermo y debilitado por la rebelión contra su Creador y no podíamos tomar la amarga medicina que seguía a la culpa cometida. Fue, por tanto, necesario que Dios nos diese al Verbo, su unigénito Hijo y así, por inestimable amor, hizo que se uniesen la naturaleza divina y la humana; lo infinito se unió a nuestra miserable carne finita. Vino como médico enfermo y como caballero médico nuestro. Digo que con su sangre ha curado nuestra enfermedad y nos ha dado la carne como comida y la sangre como bebida. Esta sangre es de tan gran dulzura y fortaleza que cura cualquier enfermedad espiritual y hace volver de la muerte a la vida; quita las tinieblas y da la luz.
Porque el pecado mortal hace caer al alma en todos estos males, nos quita la gracia priva de la vida y da la muerte, oscurece la luz del entendimiento y nos hace servidores del demonio, quita la seguridad y nos da el desordenado temor, porque el pecador teme siempre. Quien se deja dominar por él ha perdido la independencia y ¡Cuántos son los males que le sigue! ¡Cuántas tribulaciones, angustias y trabajos son permitidos por Dios a causa del pecado! Todos los defectos y pecados son borrados por la sangre de Cristo crucificado, porque, inclinándose a la confesión, el alma se purifica de inmundicia por la sangre. En ella se adquiere la paciencia. Pensando en las ofensas que hemos hecho a Dios y en el remedio de darnos la vida de la gracia, conseguimos la verdadera paciencia de modo que es claro y cierto que Él es el médico que no ha dado la sangre como medicina.
Digo que Él (Cristo) está enfermo, o sea, que ha tomado nuestra enfermedad cuando tomó nuestra mortalidad y carne mortal y en esa carne de su dulcísimo cuerpo ha castigado nuestras culpas. Ha hecho como la nodriza que alimenta al niño. Cuando este se halla enfermo, toma ella la medicina en vez de él, pues por ser niño pequeño y débil, no podría soportar la amargura, pues no se alimenta de otra cosa que de leche. ¡Oh dulcísimo amor, Jesús; tu eres la nodriza que ha tomado la medicina amarga sufriendo penas, oprobios, suplicios, villanías, siendo atado, golpeado, flagelado a la columna, cocido y clavado en la cruz! Estás saturado de escarnios y oprobios, afligido y consumido por la sed, sin refrigerio alguno. Te han dado vinagre mezclado con hiel, con grandísimo insulto. Sufres con paciencia y oras por los que te crucifican. ¡Oh amor inestimable! No sólo oras por los que te crucifican sino que los disculpas diciendo: “Padre perdona a estos, que saben lo que hacen”. ¡Oh paciencia que excedes a toda paciencia! ¿Quién hubo nunca que siendo golpeado, escarnecido y muerto, perdonase y rogase por los que le odien? Tú sólo eres ese, Señor mío. Es, pues, cierto que has tomado la amarga medicina por nosotros, niños débiles y enfermos. Con la muerte nos das la vida y con la amargura nos das la dulzura. Tú nos tienes al pecho como nodriza, nos has dado la leche de la gracia divina y por tu medio has alejado la amargura para que así recibamos la salud. Veís, de este modo, que Él está enfermo por nosotros.
Digo que es caballero, llegado al campo de batalla. Ha combatido y vencido a los demonios. San Agustín dice: “Con la mano sin armas, este nuestro caballero ha derrotado a nuestros enemigos, saliendo a caballo sobre el madero de la cruz”. La corona de espinas fue el yelmo; la carne flagelada, la coraza; la mano clavada y los guantes, el escudo; la lanza metida por el costado fue el cuchillo que corto y seccionó la muerte del hombre; los pies clavados son las espuelas. ¡Ved que dulcemente armado está nuestro caballero! Con razón debemos seguirle y hacernos fuertes en cualquier adversidad y tribulación.
Por eso dije que la sangre de Cristo nos pone de manifiesto nuestros pecados y nos presenta el remedio y la abundancia de la misericordia divina que hemos recibido por la sangre. Bañaos en ella, pues de lo contrario no podremos participar de su gracia, ni conseguir el fin para el que hemos sido creados, ni sufriréis con paciencia vuestras tribulaciones. Con la memoria de la sangre toda amargura se hace dulce y todo peso se hace ligero.
No digo más por el poco tiempo que tengo. Permaneced en santo y dulce amor a Dios. Acordaos que tenéis que morir y no sabéis cuando. Preparaos para la confesión y la comunión, el que pueda. Para que seáis resucitados con Jesucristo para la gracia. Jesús dulce, Jesús amor.
Santa Catalina de Siena
«Escritos Escogidos»