FRANCISCO: discurso en la catedral de Florencia, 10 de noviembre de 2015
El 10 de noviembre de 2015 Francisco pronunció una homilía en la cual expresó su concepción de la Iglesia, en contradicción con la que encontramos en la divina Revelación (Tradición y Sagradas Escrituras), en el Magisterio y en la doctrina común de los teólogos.
Expondré los dos puntos, teológicamente hablando, más rompedores de la homilía bergogliana y los contrastaré con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, de los padres, del Magisterio y de los teólogos escolásticos.
La Iglesia preferida por Francisco
«Prefiero una Iglesia accidentada, herida, y sucia que salga a las calles, antes que Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de (por) aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada de ser el centro y que termina (termine) acorralada en un embrollo de obsesiones y disposiciones». (Evangelium gaudium 49)
Examen de los términos
1°) “Iglesia Accidentada”: “accidentado” en el Diccionario de la Lengua Española significa: “que ha sido víctima de un accidente”, si se refiere a una persona, mientras que significa: “escabroso, abrupto” si se refiere a una cosa. No queda claro qué quiso decir realmente Bergoglio, pero el concepto, aunque confuso, no concuerda con la naturaleza de la Iglesia que es la sociedad sobrenatural, perfecta, fundada por Jesús y dotada de todos los medios para conducir las almas al cielo. Por lo tanto, Ella es Divina en cuanto al origen, a los medios (los sacramentos) y, finalmente, humana en cuanto a los miembros que la componen: fieles y pastores. Ahora, sólo los miembros y los hombres de Iglesia pueden ser “víctimas de un accidente” impedidos, vulnerados, llenos de asperezas y desnivelados; pero la Iglesia no, porque es Divina por la Divina Revelación y por la doctrina católica; no así por el modernismo según el cual la Iglesia (como la divinidad de Cristo) es una invención humana de los primeros cristianos, que puede y debe cambiar continuamente (cfr. Decreto Lamentabili, Enciclica Pascendi, 1.907; Motu proprio Sacrorum Antistitum, 1910).
2°) “Iglesia Herida”: ídem. La Iglesia en sí es pura, “sin manchas ni arrugas”[1], no puede estar herida; los hombres están heridos por el pecado original, la Iglesia no.
3°) “Iglesia Sucia”: peor aún. Además, sucio, es un término equivocado, ya que puede significar sucio físicamente o sucio moralmente, es decir, pecador; pero la Iglesia es “santa” como recita el Credo y, teniendo como base el principio de no contradicción, si es santa, no puede ser pecadora.
4°) “Iglesia enferma porque está aferrada a sus propias seguridades”: según el modernismo, la certeza natural y sobrenatural no es alcanzable ni por la razón, ni por los dogmas. En efecto, la filosofía modernista es el kantismo agnóstico, que niega la capacidad de la razón pura o especulativa de conocer con certeza las esencias de la realidad natural. Teológicamente, el modernismo, es defensor de la evolución heterogénea de los dogmas, que serían expresiones humanas totalmente incapaces de comprender a la Divinidad, la cual es un producto natural de la necesidad del hombre, del sentimiento religioso y de la subconsciencia creadora. Por lo tanto, la certeza para los modernistas sería una patología y no algo positivo. De aquí al escepticismo y al relativismo radical, hay un paso.
5°) “Iglesia preocupada por ser el centro”: la Iglesia es la continuación de Cristo en la historia. Ahora, Cristo es “Rex et centrum omnium cordium” (Letanías del S. Cuore di Gesù) y “Cristo es el jefe del cuerpo, es decir, de la Iglesia” (Col., 1, 18) . «Quién no concibe a la Iglesia como madre no concibe a Dios como Padre» (León XIII, Satis cognitum). Cristo es el fin de toda criatura y así también lo es la Iglesia después de su ascensión al cielo. En efecto «fuera de la Iglesia no hay salvación» (IV Concilio Lateranense, DS 802) y por esto Ella debe ser nuestro centro, nuestro fin intermedio para ir al Cielo, nuestro fin último.
6°) “Iglesia acorralada en un embrollo de obsesiones y disposiciones”: las Leyes de la Iglesia y los Mandamientos de Dios que enseña, son una obsesión para Francisco, que busca desmantelarlos. Y aquí tenemos el motivo por el que se pueden dar los sacramentos también a los pecadores obstinados, que no quieren convertirse.
El verdadero concepto de Iglesia según la fe católica
«Cristo es el jefe del cuerpo, es decir, de la Iglesia» (Col., 18); «Cristo decidió edificar la Iglesia para volver duradera la obra de salvación de la Redención, en la cual, como en la casa de Dios, estuviesen contenidos todos los fieles» (Concilio Vaticano I, DS 3050). Jesús confirió a los 12 apóstoles, es decir a la Iglesia, el poder de «enlazar y desatar» (Mt., 18, 17), de celebrar la eucaristía (Lc., 22, 19), de perdonar los pecados (Jn., 20, 23), de bautizar (Mt., 28, 19). La Iglesia es la esposa de Cristo (Ef., 5, 25), que Él ha adquirido con su propia sangre (Ap., 20, 28).
Jesús equiparó a la Iglesia a una casa construida sobre las rocas, que le otorgan la estabilidad y la unidad (Mt., 12, 25).«Cristo ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella, para purificarla y santificarla (…) en tal modo, Él quiso forjar una Iglesia resplandeciente de gloria, sin manchas ni arrugas» (Ef., 5,26)
Todos estos versículos se contradicen con la a-teología modernista bergogliana, pero pertenecen a la fe y San Pablo nos ha revelado: «Aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os enseñara un Evangelio diferente de aquel que os hemos anunciado, sea anatema».(Gal., 1, 8).
El fin de la Iglesia según la Fe católica
Es de fe revelada y definida que el fin de la Iglesia es la continuación de la Redención de Cristo hasta el fin del mundo (Conc. Vat, I, DS 3050) y León XIII explica que, mientras Cristo nos ha redimido con su muerte en la Cruz, la Iglesia tiene la tarea de aplicar los méritos de la Redención de Cristo hasta el fin del mundo (Encíclica Satis cognitum, 1896).
Es por esta razón que Jesús dijo a los Apóstoles: «Id y amaestrad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».(Mt., 28, 18-20);
«Quien os escucha a vosotros, me escucha a Mí, quien os rechaza a vosotros, me rechaza a Mí» (Lc., X, 16); por lo tanto: «Una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual ninguno puede salvarse» (IV Concilio Lateranense, DS 802). Por este motivo, la antorcha, es decir, la Iglesia, no puede estar escondida bajo la llovizna, como quisiera Francisco, sino que debe ser colocada sobre el candelabro para iluminarnos a todos (Mt., 5, 15).
La razón recta y las certezas contra las dudas de Bergoglio
Aristóteles, aproximadamente 300 años antes de Cristo, escribía a propósito de aquellos que (como Bergoglio) niegan la evidencia: «Heráclito (Bergoglio) dice negar el principio de no contradicción, pero entonces ¿por qué va a Megara y no se queda tranquilo en casa pensando en caminar? ¿Y por qué no se tira en el pozo, pero se cuida de hacerlo, justo como si pensara que caer no es lo mismo que no caer?» (Metafísica, IV, 4, 1008 b). Por lo tanto: «El escéptico coherente debería cerrarse en el mutismo absoluto, porque hablar quiere decir tener y expresar certezas. En efecto Cratilo terminó callando y movía solamente el dedo» (Aristóteles, Metafísica, IV, 5, 1010 a). En resumen, también en tiempos de Bergoglio, vale siempre aquello que escribía Aristóteles en relación a los sofistas de su tiempo:«No se crea todo aquello que se dice» (Metafísica, IV, 3, 1005b). Efectivamente, el escéptico Pirrón (Bergoglio): «Por coherencia, se esforzaba de no dar cuenta de los precipicios, pero, acorralado como un perro, se asustó, distinguiendo bien un perro de un cordero» (Diógenes Lacercio, Cosecha de las viñas y de las doctrinas de los filósofos, IX, 2) Aristóteles concluía: «Es ridículo ir a buscar razones en contra de quien, rechazando el valor de la razón, no quiere razonar»(Aristóteles, Metafísica, IV, 4).
Francisco resuelve mal los problemas de la Iglesia
“En presencia de los males o problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera culturalmente tienen capacidad de ser significativas. La doctrina cristiana no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes, sino que es viva, sabe inquietar, sabe animar” (Homilía del 10 de noviembre de 2015).
La gravedad de los males de la Iglesia
Desde hace más de 50 años trabaja en el seno de la Iglesia una crisis generalizada y sin precedentes definida por el mismo Pablo VI “de autodemolición”, porqué, guiada por miembros de la Iglesia, de los cuales Bergoglio es el epígono paroxístico que cierra la parábola descendiente iniciada por Juan Pablo XXIII. El mismo Pablo VI afirmó que: “Muchos fieles están turbados en su fe por un cúmulo de ambigüedades, de incertezas y de dudas que la afectan en su esencia. Tales son: el dogma trinitario y cristológico; el misterio de la Eucaristía y de la presencia real; la Iglesia como institución salvadora; el ministerio sacerdotal en medio del pueblo de Dios; el valor del rezo y de los sacramentos, las exigencias morales que tiene que tiene que ver con mismos, por ejemplo, la indisolubilidad del matrimonio o el respeto de la vida humana. Más bien se llega al punto de discutir, incluso, la autoridad divina de la Escritura, en nombre de una radical perdida del mito”[2].
La crisis en la Iglesia no podría ser más profunda. En efecto, ¿qué ha quedado intacto en el cristianismo? Si no hay certezas sobre el dogma trinitario, se manifiestan vaguedades y ambigüedades sobre la Persona de Cristo Jesús; si se está titubeante frente a la Santísima Eucaristía; si no se concibe la Iglesia como institución de salvación… ¿Qué queda del cristianismo?… ¿Qué queda de la Revelación cristiana?
Hay, entre los fieles, un movimiento convergente en la formación de una nueva “religiosidad”, que puede ser, solamente, una nueva falsa religión neo-modernista: de un lado, se generan incertezas sobre los misterios revelados; del otro lado, se confecciona una vida cristiana según los gustos del espíritu del siglo
La teología pastoral del Concilio Vaticano II ha tocado la sustancia misma de la Revelación. No se apunta a una exposición de la verdad revelada en términos tales que los hombres la comprendan fácilmente, sino que se intenta, por medio del lenguaje ambiguo y rebuscado, de presentar una nueva “religiosidad”, conforme a los gustos del hombre formado según las máximas del mundo. Así se difunde, por todos lados, la idea de que la Iglesia romana debe pasar por una mutación radical en su moral, en su liturgia, y también en su doctrina.
En los escritos y en las homilías de Francisco, se inculca la tesis de que la Iglesia tradicional, como existía hasta el Vaticano II, ya no está a la altura de los tiempos modernos. En consecuencia, debe transformarse totalmente. Y, una observación rápida sobre lo que sucede en ambientes católicos, lleva a la convicción de que, verdaderamente, después del Concilio, existe una nueva “religiosidad” neo-modernista, esencialmente distinta de aquella conocida antes de el mismo.
En efecto, se exalta como principio absoluto e intangible, la dignidad humana, a cuyos derechos se someten la verdad y al bien. Esta concepción inaugura la religión del hombre y hace olvidar la austeridad cristiana y la beatitud celeste.
En las costumbres, el mismo principio olvida la ascética cristina y la obligación de observar los 10 mandamientos y es absolutamente indulgente también con el placer sensual, desde el momento en que el hombre debe buscar su sabiduría sobre la tierra. En la vida conyugal y familiar, la religión del hombre antepone el placer al deber, justificando, bajo este título, los métodos anticonceptivos, disminuyendo la oposición al divorcio y revelándose favorable a dar los sacramentos a quien quiere vivir en el pecado mortal.
En la vida pública la religión del hombre rechaza la jerarquía y promueve el igualitarismo propio de la ideología marxista contraria a la enseñanza divina, natural y revelada, que declara la existencia de un orden jerárquico pedido por la naturaleza misma de la sociedad.
En la vida religiosa, el mismo principio, pregona un ecumenismo que, en beneficio del hombre, ponga de acuerdo a todas las religiones; proclama una “Iglesia” transformada en un instituto de asistencia social y vuelve ininteligible lo sacro, comprensible solamente en una sociedad jerárquica. Por esto, la preocupación excesiva por la promoción social, como si la Iglesia fuese solamente un gran organismo de asistencia. Siguiendo en la misma línea, la secularización del clero, del cual el celibato es considerado algo absurdo, así como también se considera extraño el modo de vida del sacerdote, íntimamente ligado a su carácter de persona consagrada de manera exclusiva al servicio del altar.
En la liturgia, se reduce al sacerdote a simple representante del pueblo y las mutaciones son tales y tantas que la Iglesia cesa de representar adecuadamente a los ojos del fiel la imagen de la Esposa del Cordero, Una, Santa, e Inmaculada.
Evidentemente, la dispersión moral y la disolución litúrgica no habrían podido coexistir con la inmutabilidad del dogma y, después de todo, estas transformaciones ya indicaban mutaciones en el modo de concebir las verdades reveladas.
La buena solución según la doctrina católica
El remedio a tanto mal es recurrir al valor de la Tradición, el cual es tal que: «Incluso las encíclicas y los otros documentos del Magisterio ordinario del Sumo Pontífice son infalibles, solamente, en las enseñanzas confirmadas por la Tradición, es decir por una continua enseñanza de la doctrina, desarrollada por diferentes papas y durante un considerable período de tiempo» (Pío IX, Encíclica Tuas libenter, 1863). En consecuencia, el acto del Magisterio ordinario de un Papa que se oponga a la enseñanza magisterial de diferentes papas, promulgado por un considerable período de tiempo no puede ser aceptado
La Tradición, en conjunto con la Biblia, es una de las dos “fuentes” de la divina Revelación. Ella es también la “transmisión” (del latín tradere, transmitir) oral de todas las verdades reveladas por Cristo a los apóstoles (Tradición divina) o sugeridas a ellos por el Espíritu Santo (Tradición divino-apostólica, que se cierra con la muerte del apóstol Juan) y que llegaron a nosotros a través del Magisterio siempre vivo de la Iglesia, asistida por Dios hasta el fin del mundo.
La tradición, junto a las Sagradas Escrituras, es “canal contenedor y vehículo transmisor” de la Palabra divinamente revelada. El Magisterio eclesiástico es “el órgano” de la Tradición, mientras los “documentos” en los cuales se conservó, son los símbolos de fe, los escritos de los padres, la liturgia, la práctica de la Iglesia, los actos de los mártires y los monumentos arqueológicos, etc.
Las verdades o preceptos morales, disciplinarios y litúrgicos, que derivan directamente de Cristo o de los apóstoles, en cuanto promulgadores de la Revelación, son objeto de fe divina.
Los primeros discípulos de los apóstoles recibieron en forma directa e inmediata la Tradición por boca de los doce, mientras los posteriores la recibieron en forma indirecta y mediata a través de la enseñanza de los sucesores de Pedro (los papas) y de los apóstoles (los obispos) cum Petro et sub Petro.
Ésta es la función del Magisterio: mediar y actualizar la enseñanza divina, pero siempre basándose en la Tradición recibida. No se trata, por lo tanto, de hacer revivir una nueva fe, sino de traspasar y hacer recibir o revivir continua y nuevamente, hasta el fin del mundo, la única y misma fe predicada por Cristo y por los apóstoles.
La función del Magisterio no propone novedad alguna, sino que sólo reafirma de una forma nueva y profunda las mismas verdades contenidas en la Escritura y en la Tradición.
En este “depósito de la fe” está totalmente ausente toda sombra de contradicción entre verdades antiguas y nuevas: el desarrollo debe suceder «en el mismo sentido y con el mismo significado» (San Vicente de Lerins, Commonitorium, XXIII; Vaticano I, Denz. 1800). No hay Tradición, no subsiste la verdad católica allá donde se encuentre contradicción, contrariedad o concurrencia entre nova et vetera.
La Tradición oral no excluye que llegue el momento en que sea puesta por escrito sin “divina inspiración”, en cuanto con el paso del tiempo la transmisión a voz viene fijada en documentos escritos o epígrafes; por ejemplo, la validez del Bautismo de los neonatos es Tradición, pues que es palabra de Dios no escrita bajo divina inspiración, pero está contenida en los libros de casi todos los antiguos escritores eclesiásticos.
Sin embargo, lo escrito sólo es subsidiario de la Tradición oral. Por lo tanto, pueden haber Tradiciones o enseñanzas divino-apostólicas de las cuales nada haya sido escrito. Será la voz de la Iglesia o el Magisterio viviente en la persona del papa que garantizarán que tales verdades son de origen divino o divino-apostólica.
La existencia de la tradición se encuentra revelada en la Biblia: «Id entonces y enseñad a todas las gentes (…) enseñándoles a observar todo aquello que os he mandado» (Mt., 28, 19-20). Jesús no ha escrito nada, los apóstoles primero predicaron y sólo después de los años, algunos discípulos han establecido por escrito la parte esencial de la enseñanza oral de Cristo.
Con el III siglo (Papia, †130; S. Clemente Romano, †101; S. Ireneo de Lyon, †202 y Tertuliano, †222) los padres eclesiásticos empezaron a discernir claramente las Sagradas Escrituras y Tradición como dos fuentes distintas de la Revelación, dando una cierta preferencia a la Tradición. En el IV-V siglo con los capadocios en Oriente (S. Basilio, †379, S. Gregorio Nacianceno, †390 y Niseno, †394) y S. Agustín (†430) en Occidente se profundiza el significado de Tradición, especialmente en relación a sus órganos de transmisión (papas, concilios, padres eclesiásticos). San Vicente de Lerins ha formulado la regla más notable y común para definir la verdadera Tradición divino-apostólica: «Quod ubique, quod semper, quod ab amnibus creditum est» (Commonitorium, II) (Aquello que en todas partes, siempre y por todos ha sido creído).
Como se ve, sea en la Escritura como en los padres, el concepto de verdadera Tradición está siempre conectado a la asistencia de Dios, ya que, sin la ayuda del Espíritu de Verdad, la pureza de la enseñanza oral no podría conservarse sin mezclarse con los errores.
Además, el concepto de Tradición, es inseparable del Magisterio que, más allá de no ser la Tradición misma, es el órgano por el cual ella viene traspasada.
Entre Magisterio y Tradición hay una cierta distinción pero no una separación, es decir, la Iglesia es como un maestro que tiene un Libro de texto oficial (Escrituras y Tradición) y explica el significado a los descendientes. La parte esencial que desarrolla el Magisterio es dar “todos los días hasta el fin del mundo” la recta interpretación subjetivo/formal de la Tradición, habiendo garantido ayer la veracidad del contenido pasivo o objetivo/material.
El Magisterio custodia, explica e interpreta la Palabra de Dios escrita o oral (Verbum Dei scriptum vel traditum). Por lo tanto, Magisterio y Tradición, no son idénticos. El Magisterio no es fuente de Revelación, Escritura y Tradición sí. Por eso, el Magisterio presupone las dos fuentes de la Revelación, las custodia y las explica; por lo tanto, en sentido estricto, no coincide con la Tradición. Sin embargo, si se considera el Magisterio en sus documentos u objetivamente, entonces se puede decir que en ellos sí reencuentra una fuente o lugar de la Revelación[3].
Conclusión
«Causa del aturdimiento que sufren los fieles, angustiados porque ya no están más seguros de aquello que deben creer y de cómo deben actuar, es el abandono de la Tradición. Por lo tanto, el antídoto a una crisis así profunda de lenguaje, de pensamiento, y de acción, lo encontramos solamente en la fidelidad a la Tradición. Una tarea tan noble sólo se puede absorber a través de la fidelidad a la tradición ininterrumpida que (…) reconecta (el nuestro cristianismo) a la fe de los Apóstoles»[4] (Carta pastoral de mons. De Castro Mayer Actualización y Tradición, 11 de abril de 1.971).
Contra los “males” a los cuales la falsa “actualización”, iniciada por Roncalli, expone la integralidad de la fe y la pureza de las costumbres cristianas, es necesario ser fieles a la Tradición para mantener la fe íntegra «…sin la cual no se puede gustar a Dios» (Heb., 11, 6) y la moral divina natural y positiva ya que «…sin las obras, la fe está muerta» (Sant., 2, 26)
sì sì no no
[Traducción de Fernando Suárez]
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[1] Ef., 5, 26.
[2] Pablo VI, ExhortaciónApostólica al Episcopado catolico, 8-12-1970. AAS, vol. LXIII, pág. 99.
[3] Cfr. Salaverri, J.: De Ecclesia Christi. Madrid, BAC, 1958, pág. 805 y ss.
[4] Íbidem.