El viaje del Papa Francisco a tres países de Sudamérica no deparó demasiadas sorpresas. Las cosas siguieron el curso más o menos previsible salvo alguno que otro detalle que no afecta el fondo de lo sucedido.
Para entender el significado de este viaje y sus proyecciones respecto del futuro inmediato de la Iglesia en esta parte del mundo es necesario tener en cuenta cuatro factores convergentes. En primer lugar, la profunda raíz hispanocatólica de los pueblos otrora evangelizados por España; segundo, el reciente pasado religioso y político de este conglomerado de naciones mal llamadas “América Latina” y que, en realidad, no son sino los restos del naufragio de la Hispanidad; tercero, el carácter general de los episcopados y de los gobiernos civiles locales y cuarto, la persona misma del papa Francisco y el sesgo que ha impreso a su pontificado.
El primero de estos factores, la raíz hispanocatólica de las sociedades sudamericanas visitadas por el Pontífice es, precisamente, eso, una raíz profunda, fruto de esa extraordinaria y providencial empresa que fue el Descubrimiento, Conquista y Evangelización de América. Por lo general se ha perdido la auténtica dimensión religiosa que tuvo esa empresa única en la Historia: fue una gesta humana, sí, y como toda gesta humana tuvo grandezas y miserias, luces y sombras; pero fue por sobre todo el instrumento elegido por la Divina Providencia para extender el Cuerpo Místico de Cristo. Por eso fue una humana gesta, pero sobre todo una gesta divina. España tuvo el privilegio de ser una nación misionera destinada a llevar la Fe al extremo desconocido del mundo. Ahora bien, esa raíz hispanocatólica, que es religiosa y cultural a la vez, sigue aún viva en estos pueblos; y esto explica el extraordinario fenómeno de la religiosidad popular de estas naciones, fenómeno que aflora cuando alguna circunstancia actúa a modo de disparador. Los viajes papales, a partir sobre todo de Juan Pablo II, constituyeron esos disparadores que evidenciaron la vitalidad de esa nobilísima y vieja raíz pese a los fieros hachazos propinados por el liberalismo masónico, primero, y el marxismo después. En esta ocasión se ha reafirmado una vez más la vigencia profunda del catolicismo en nuestros pueblos: las pantallas televisivas fueron de una contundencia irrefutable no sólo cuando mostraron las vistas panorámicas de las inmensas muchedumbres que acompañaron cada paso del Papa sino, también, al demorarse en los primeros planos individuales de tantos y tantos rostros indios, mestizos y criollos surcados de lágrimas de auténtica y sencilla piedad. Este es, pues, un primero y fundamental punto a tener en cuenta.
El segundo de los factores que hemos mencionado se refiere al reciente pasado de nuestras naciones. Este pasado (nos estamos refiriendo a las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX) está signado por el fenómeno de la Guerra Revolucionaria lanzada por el Comunismo Internacional como estrategia de dominio de esta parte del mundo. Esta Guerra tuvo su “metrópoli” en la ex Unión de Republicas Socialistas Soviéticas y su “cabecera de playa” en la Cuba de Fidel Castro. Aquella estrategia, cuya existencia está harto documentada, se resumió en esta consigna: hacer de la Cordillera de los Andes la Sierra Maestra de América Latina. Esta guerra despiadada y cruel que alentó los movimientos guerrilleros que asolaron prácticamente a todos los países de Hispanoamérica tuvo, empero, una característica hasta entonces inédita: la infiltración de la Iglesia Católica por parte del Comunismo; es que, en su diabólica astucia, el Comunismo entendió que para ganar el alma de estos pueblos era preciso instrumentar, a favor de su estrategia de dominación, a la Iglesia Católica cuya influencia en los estratos más profundos de esas poblaciones la convertía en el más poderoso instrumento de penetración, Así surgieron experiencias como la “teología de la liberación” (una gravísima desnaturalización del Evangelio), los movimientos cristianos marxistas, los “Sacerdotes del Tercer Mundo” y todo un inmenso aparato de infiltración y propaganda, elaborado en general en usinas europeas, que dio lugar a aquello que tan certeramente denominara Carlos Sacheri como “Iglesia clandestina”. Fue así que, entrelazado con los movimientos guerrilleros, se fue armando una suerte de ejército de curas, monjas y aún de varios obispos, que bajo la eufemística “opción preferencial por los pobres” no sólo alentó aquella guerra subversiva sino que fue, en cierto modo, su vanguardia. En Argentina, por ejemplo, varios años antes del advenimiento del Gobierno Militar fueron asesinadas cientos de personas entre ellas dos filósofos católicos, Jordán B. Genta y Carlos Alberto Sacheri; todos los días se multiplicaban los atentados terroristas: así se vivía en aquellos años de “idealismo” guerrillero y de curas revolucionarios. Esta es la verdad, objetivamente, independientemente de que puedan hallarse aquí o allá casos de clérigos y religiosas que actuaron movidos por un auténtico celo apostólico. Pero este hecho que consignamos, cuya gravedad aún no ha sido ni reconocida ni menos valorada, cambió de raíz la realidad eclesial en Hispanoamérica. Los aires conciliares que soplaban de Roma, la grave crisis de autoridad en la Iglesia, la confusión doctrinal y los estragos litúrgicos se sumaron a este factor local configurando esta “pastoral latinoamericana” que no ha traído hasta ahora otra cosa que frutos de creciente decadencia de la vida católica. Los famosos Documentos de Medellín, Puebla y, últimamente Aparecida, con sus ambigüedades, sus fórmulas vacuas y sus debilidades doctrinales, son muestra evidente de lo que decimos.
El tercer factor, el carácter general de los episcopados y de los gobiernos civiles locales, no es sino un corolario del anterior. La guerrilla armada terminó, los curas y obispos pro guerrilleros ya no están o se han llamado a silencio, la fraseología marxista ahora se disimula en una retórica sociológica de dudosa factura; pero los episcopados locales de hogaño (y gran parte del clero y del laicado activo que los acompaña) son los herederos de aquellos graves desvaríos clericales de antaño; por eso su pastoral social tiene un sesgo marcadamente populista, rinde culto a la democracia a la que pone por encima de la soberanía de Cristo, es indigenista, abomina del hispanismo católico, promueve la “inclusión social” y la “solidaridad” como los nuevos ídolos de la política, defiende el medio ambiente y ensalza los derechos humanos (siempre y cuando no se trate de los derechos humanos de los varios cientos de militares que combatieron a las organizaciones guerrilleras y ahora están sometidos a juicios inicuos y mueren por abandono en prisiones infectas; de ellos nadie se ocupa). Con mayor o menor variante este es el discurso oficial de las conferencias episcopales de esta región del mundo, episcopados entre cuyas notas más llamativas resalta una notable mediocridad intelectual, salvo excepciones desde luego. Por su lado, los gobiernos civiles de estos países, salvo también alguna excepción como Paraguay, son herederos de aquellos lodos setentistas reciclados en un socialismo populista anacrónico amalgamado curiosamente con el progresismo de las socialdemocracias europeas. La relación de estos gobiernos con las conferencias episcopales es, en general, conflictiva, de una conflictividad de intensidad variable, según cada caso pero que no trasciende el plano meramente político y social.
Por último está la persona del Papa Francisco; él es hijo de esta Iglesia en América, procede de ella, la expresa cabalmente aunque a esa matriz “latinoamericana” le suma ciertos rasgos propios de una personalidad autoritaria propensa al ejercicio irrestricto del poder que no admite disidencias. En este viaje ha reiterado los tópicos ya conocidos de su retórica verbal y gestual. Nada nuevo. En Ecuador pidió perdón por los crímenes de la Conquista española, así, sin matices ni salvedades, dando aliento a la leyenda negra y al indigenismo marxistoide de las izquierdas. En Bolivia, alentó a los movimientos populares con un discurso con reminiscencias setentitas que condena al poder del dinero pero omite la condena al comunismo. En Paraguay, en cambio, reivindicó las reducciones jesuíticas a las que propuso como modelo de organización política y social. Cuando en Asunción habló ante los representantes de la sociedad paraguaya no ahorró elogios para todos los allí presentes a quienes calificó como promotores del bien de la patria; pero olvidó, tal vez, que entre los asistentes había un representante de un grupo homosexual que reclama los “derechos” de los homosexuales. ¿Ellos también representan un aporte al bien común? También pronunció conmovedoras homilías marianas. Tal el cúmulo de contradicciones que sólo alienta la confusión y la perplejidad de los católicos.
Pues bien, tomando en cuenta en su conjunto todos estos factores, ¿qué queda de este viaje papal y qué cabe esperar a partir de ahora? Nada demasiado distinto de lo que ya teníamos. Francisco avaló en todo el rumbo que ha tomado hace tiempo la Iglesia en América Hispánica: ni la menor rectificación de ese rumbo, ni la menor autocrítica; al contrario, cargó más que nunca contra lo que él llama la Iglesia del dominio, de la condena, del rechazo, etc. (todos sabemos a quienes se refiere con estas expresiones despectivas) y exaltó hasta el paroxismo una Iglesia pobre, abierta, que dé acogida a todos, es decir, una Iglesia sin doctrina, sin compromiso con la verdad, ajena a la salvación de las almas, convertida en puro sentimiento de hospitalidad humana y de fraternidad horizontal. Pero en medio de tantos males nos queda para la esperanza la comprobación, una vez más, de que a pesar de todo, esta querida y desdichada América nuestra, según el buen decir del gran Darío, aún reza a Jesucristo y habla en español.
Mario Caponnetto