I. Mediado el tiempo de Cuaresma, este cuarto domingo viene caracterizado por una invitación a la alegría espiritual y al consuelo.
La proximidad de la Pascua pone ante nuestra consideración el día del triunfo definitivo de Cristo. Un triunfo del que también nosotros esperamos participar a lo largo de una vida que tiene mucho de lucha, de esfuerzo. Por eso necesitamos este estímulo con el que se inicia la Liturgia de hoy en la antífona del introito:
«Festejad a Jerusalén, gozad con ella, | todos los que la amáis; | alegraos de su alegría, | los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos | y os saciaréis de sus consuelos, | y apuraréis las delicias | de sus ubres abundantes» (Is 66, 10).
Con estas palabras, Isaías presenta a Jerusalén como una madre generosa que ha sido redimida por Dios, y sus ciudadanos deben participar de esa alegría.
Para nosotros, esta Jerusalén no es la ciudad terrenal e histórica, a pesar de haber sido uno de los escenarios más importantes de la historia de la salvación: la ciudad del Rey David y en la que Jesucristo fue crucificado y resucitó. Se trata de la nueva Jerusalén que según san Pablo es nuestra madre (Epístola: Gal 4, 22-31) y que san Juan vio descender a la tierra (Ap 21, 2ss). Es la plenitud del Reino de Dios a la que nos referimos cuando en el Credo confesamos nuestra fe en la vida eterna y en la vida del mundo futuro.
Para el cristiano, esa plenitud de la felicidad en Dios comienza desde ahora, como un anticipo de aquellos goces futuros, y aún en medio de las persecuciones (Jn 16, 1 ss.), en una situación en la que siempre tendrá que haber cizaña mezclada con el trigo hasta que se produzca el discernimiento definitivo en el juicio de Dios (Mt 13, 24 ss.).
Como observa Santo Tomás, si la gracia es ya una participación en la naturaleza divina (2Pe 1, 4) hay algo más aún: el amor de Dios que el mismo Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (Rm 5, 5), es una participación en la felicidad divina. Es la paz de Cristo, el cual “no la da como la da el mundo” (Juan 14, 27); es la serenidad toda interior de la sabiduría, la felicidad del abandono confiado en Dios[1].
II. El fundamento último de esta alegría y de esta esperanza en participar de aquella plenitud de la que venimos hablando es la revelación del Dios providente que se inclina misericordiosamente sobre las necesidades de los hombres para atenderlas cumplidamente. La multiplicación de los panes y los peces (Evangelio: Jn 6, 1-15) es, ante todo, anuncio de este Dios que se nos da en la Eucaristía para alimento de una vida espiritual que es participación de su misma vida divina.
El Pan Eucarístico, “multiplicado” a lo largo del tiempo y del espacio en virtud de las palabras de la consagración será distribuido por los sacerdotes, sucesores de los Apóstoles y herederos de su poder sacramental recibido en la ordenación sacerdotal. En el camino hacia la Jerusalén celestial de los bautizados, Jesús renueva este milagro donde hay un sacerdote y un altar; y convoca a los fieles para alimentarlos con el verdadero Pan Vivo bajado del Cielo.
La Eucaristía no sólo es alimento del alma en su camino hacia Dios sino prenda de vida eterna y anticipo de la gloria celestial. Prenda es una «cosa que se da o hace en señal, prueba o demostración de algo». En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de alcanzarla si somos fieles al Señor. Esta afirmación puede probarse por varios argumentos[2]:
– Porque la eucaristía contiene realmente a Cristo, que con su pasión nos abrió las puertas de la vida eterna.
– Porque la eucaristía nos aplica los efectos de la pasión y muerte de Cristo, que nos abrió las puertas del cielo.
– Porque el alimento espiritual del alma que proporciona la eucaristía se ordena, de suyo, a su plenitud en la gloria eterna.
– Porque la unión mística de Cristo y de los fieles, significada en las especies de pan y vino, se incoa en este sacramento en vistas a su plena consumación en la gloria.
IV. Por su condición de prenda y garantía de la gloria, la Eucaristía nos aumenta la virtud de la esperanza. Vivamos pues la invitación a la alegría espiritual propia de la liturgia de este domingo, confiando en alcanzar la vida eterna: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 121, 1: Introito), a esa casa del Señor, la Jerusalén celestial que es nuestra madre porque nos ha engendrado como hijos de Dios nacidos a la vida sobrenatural en el Espíritu Santo.
[1] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Cant 8, 5.
[2] Cfr. STh III, 79, 2; Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. 2: Los sacramentos, Madrid: BAC, 1994, 228.