Si alguno quiere venir en pos de Mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz, y sígame. Quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien pierde su vida a causa de Mí y del Evangelio, la salvará (Mc 8, 34-35).
La palabra mártir, común a todas las lenguas de los pueblos cristianos, tiene origen griego y significa testigo. En efecto, todos los mártires vertieron su sangre para “dar testimonio” o de lo que ellos por sí mismos vieron o de lo que oyeron, toda vez que su testimonio no era grato a los hombres contra quienes lo daban. Sufrieron por ser testigos de Dios. Escribió San Agustín en el Tratado sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos (1, 2), refiriéndose a los testigos (mártires) de la encarnación de la Palabra:
Nosotros la hemos visto y somos testigos de ella. Quizá algunos hermanos que desconocen la lengua griega ignoran el término que usa para designar a los testigos. Se trata de uno muy utilizado por todos e incorporado al lenguaje religioso. En efecto, aquellos a los que llamamos testigos en nuestro idioma, son los mártires en lengua griega. ¿Quién no ha oído hablar de ellos o en qué labios cristianos no habita a diario la palabra mártires? Y ¡ojalá habite también en el corazón de tal modo que, en vez de ponerlos bajo nuestros pies, imitemos sus pasiones! Tal es la razón por la que se dijo: La hemos visto y somos testigos: la hemos visto y somos mártires. En efecto, ellos dieron testimonio de lo que vieron y de lo que oyeron de quienes la vieron. Mas, como ese mismo testimonio desagradaba a los hombres contra los que se profería, padecieron todo lo que padecieron los mártires. Los mártires son los testigos de Dios. Dios quiso tener a hombres por testigos, para que también ellos tengan por testigo a Dios[1].
Por lo tanto, los mártires son los testigos de Dios. El término testigo (en latín testis, “el que está el tercero”) remite expresamente al lenguaje jurídico, poniendo al mártir en la situación de dar testimonio de la Verdad, o sea del Dios vivo y verdadero, en un contexto judicial. Pero, desde el comienzo, los discípulos de Cristo no fueron testigos corrientes, como los que prestan declaración en un tribunal de justicia y ya está. Estos últimos no corren ningún riesgo al atestiguar los hechos que han observado en cuanto “terceros”, mientras que los testigos de Cristo se enfrentaron y siguen enfrentándose diariamente con la posibilidad de sufrir graves castigos y aún la muerte misma.
Por una de esas trágicas ironías de la historia, y en perfecta coherencia con la paradoja de la ley evangélica, los mártires fueron y siguen siendo testigos a los que se les acusa de un crimen gravísimo: el delito de ser cristiano. La sencilla afirmación de “soy cristiano”, como dijeron los mártires africanos de Escili (que perecieron al principio del reinado de Cómodo, hacia el 180 d. C.), era más que suficiente para que los verdugos romanos respondieran: “basta con eso”. Especialmente desde el edicto de Septimio Severo (del 202), y sobre todo con el edicto de Diocleciano (303), el mero hecho de reconocerse cristiano, cualquier práctica de la religión cristiana y toda actividad evangelizadora se consideraron crímenes pasibles de las peores condenas a muerte: en los anfiteatros romanos, en las mazmorras o en las terribles minas.
La palabra mártir (del griego martys, que igualmente significa testigo) pasó entonces a indicar, ya en el siglo II, a una persona que ha dado testimonio en favor de Cristo y de su doctrina con el sacrificio de su propia vida. El testigo del Verbo Encarnado es entonces, desde el origen del cristianismo, aquel que, mientras atestigua el triunfo definitivo de Jesucristo sobre la muerte, y muerte de cruz, acusa al mundo por su rechazo empedernido a Dios y, justo por eso, es acusado por el mundo que no se cansa de desafiar al mismísimo Dios para que se manifieste en favor de los cristianos. De hecho, recuerda San Celemente de Alejandría en su Stromata IV (Martirio cristiano e investigación sobre Dios) que los paganos objetaban que, si los cristianos se proclamaban inocentes, ¿por qué no los socorría Dios en las persecuciones? Y Orígenes, en una de sus célebres homilías, subraya que los poderosos romanos querían tener entre sus manos a esos cristianos que afirmaban «poseer y conocer a Dios» para ponerlos ―tanto a ellos como a Dios― a prueba.
En este sentido todo mártir es un testigo de Cristo como lo fueron los apóstoles. En efecto, Jesús envió a sus apóstoles para que fuesen testigos suyos. San Lucas nos presenta a Jesucristo, la tarde misma de su gloriosa resurrección, dando a los apóstoles la seguridad plena de su realidad viviente y triunfadora de la muerte, aleccionándoles para que pudieran penetrar en el misterio de su pasión ignominiosa:
“Esto es aquello que Yo os decía, cuando estaba todavía con vosotros, que es necesario que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos se cumpla”. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: “Así estaba escrito que el Cristo sufriese y resucitase de entre los muertos al tercer día, y que se predicase, en su nombre, el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y he aquí que Yo envío sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Mas vosotros estaos quedos en la ciudad hasta que desde lo alto seáis investidos de fuerza” (Lc 24, 44-49[2]).
La venida del Espíritu Santo está puesta aquí en relación con el testimonio que los apóstoles tendrán que dar sobre la vida, la enseñanza, la muerte y la resurrección de su divino Maestro. Como nos dice San Juan en su Evangelio, el Espíritu Santo que Cristo enviará desde el Padre dará testimonio de Él, y así los apóstoles tendrán la fuerza (virtus) para rendir, ellos también, el testimonio que les será requerido. Y los apóstoles son plenamente conscientes del carácter peculiar de su misión, pues aún antes de recibir la máxima efusión del Espíritu Santo (que, como dice San Juan en su primera carta, es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad) cuando tienen que sustituir a Judas optan decididamente per un discípulo que hubiese presenciado a todos los hechos de la vida del Señor, desde el bautismo hasta su ascensión a los cielos. San Matías, el elegido, deberá asociarse a los otros apóstoles como testigo de la resurrección de Jesucristo (véase Hch 1, 21-22).
San Pedro, el primero de los apóstoles, habla en su primer discurso público de sí mismo y de sus compañeros como de “testigos” que vieron la resurrección de Cristo y posteriormente, tras su milagrosa evasión de prisión, cuando los llevaron por segunda vez ante el tribunal, Pedro alude de nuevo a los doce como testigos de Cristo, Príncipe y Salvador de Israel que resucitó de entre los muertos; y añadió que ellos debían obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29 y ss.) al dar público testimonio de estos hechos, de los cuales ellos estaban seguros. También en su primera carta se refiere San Pedro a sí mismo como “testigo de los padecimientos de Cristo” (1P 5, 1).
Incluso San Pablo, el último de los apóstoles, que viene arrancado por Dios mismo, como un abortivo, del seno de la sinagoga para evangelizar a los gentiles, sabe por las palabras de Ananías, mientras éste le abre los ojos cegados por la visión divina, que es llamado a ser testigo ante todos los hombres de todo lo que ha visto y oído (Hch 22, 14-15). En el emotivo discurso de despedida, pronunciado en el puerto de Mileto, hacia el final de su “carrera” de apóstol, San Pablo siente el orgullo de haber sido fiel a su misión de testigo y se muestra pronto a consumar su testimonio con su propia vida.
Vosotros sabéis […] cómo nada de cuanto fuera de provecho he dejado de anunciároslo y ensenároslo en público y por las casas; dando testimonio a judíos y griegos sobre la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús. Y ahora, he aquí que voy a Jerusalén, encadenado por el Espíritu, sin saber lo que me ha de suceder allí; salvo que el Espíritu Santo en cada ciudad me testifica, diciendo que me esperan cadenas y tribulaciones. Pero yo ninguna de estas cosas temo, ni estimo la vida mía como algo precioso para mí, con tal que concluya mi carrera y el ministerio que he recibido del Señor Jesús, y que dé testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (Hch 20, 18-24).
El testimonio fundamental que los enviados (apóstoles) de Jesús tenían que dar acerca de su Maestro era el de su vida perenne, el definitivo triunfo sobre la muerte tras su sacrificio redentor en la cruz, lo que implicaba también la confesión de su divinidad, la seguridad de su Parusía y la espera del juicio final.
En 155, bajo el emperador Antonino Pío, el santo obispo de Esmirna Policarpo, ante la hoguera que le esperaba, miró al cielo y lanzó esta oración que es un escalofriante grito de amor a Dios en el momento de la suprema entrega:
Dios de los ángeles, Dios de los arcángeles, resurrección nuestra, perdón del pecado, rector de los elementos todos y de toda habitación, protector de todo el linaje de los justos que viven en tu presencia: yo te bendigo sirviéndote, por haberme tenido digno de recibir mi parte y corona del martirio, principio del cáliz, por medio de Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, a fin de que, cumplido el sacrificio de este día, reciba las promesas de tu verdad. Por eso te bendigo en todas las cosas y me glorío por medio de Jesucristo, eterno Pontífice omnipotente. Por el cual a ti, junto con Él mismo y el Espíritu Santo, sea gloria ahora y en lo futuro, por los siglos de los siglos. Amén
En el acta del martirio de San Justino, acaecido en Roma, bajo Marco Aurelio, se puede leer la réplica que el santo filósofo dio al prefecto Rústico, tras éste preguntarle cuál es el “recto” dogma por el cual está dispuesto a perder su vida:
“El dogma que nos enseña a dar culto al Dios de los cristianos, al que tenemos por Dios único, el que desde el principio es hacedor y artífice de toda la creación, visible e invisible; y al Señor Jesucristo, por Hijo de Dios, el que de antemano predicaron los profetas que había de venir al género humano, como pregonero de salvación y maestro de bellas enseñanzas”. Y cuando, Rústico le intima sacrificar a los dioses para evitar el inexorable castigo, San Justino le contesta: “Nuestro más ardiente deseo es sufrir por amor de nuestro Señor Jesucristo para salvarnos, pues este sufrimiento se nos convertirá en motivo de salvación y confianza ante el tremendo y universal tribunal de nuestro Señor y Salvador”.
Beato Angélico, San Lorenzo ante Valeriano y El martirio de San Lorenzo, en la Capilla Nicolina del Palacio Apostólico, en Vaticano (1447-1448).
Conviene insistir en el carácter específico y exclusivo del mártir cristiano, del testigo de Jesucristo, al que se le pide testimoniar los misterios de la encarnación y de la redención hasta el derramamiento de la sangre. El primer testigo de sangre fue el diácono Esteban (cfr. Hch 6, 8 – 8, 3). Por primera vez, en el martirio de Esteban, aparece la sangre junto con el testimonio, y con ello se integra el concepto pleno del martirio cristiano: testimonio que se confirma con la propia vida, que se firma y rubrica con la propia sangre. Incluso tras la desaparición de la generación apostólica y de los primeros discípulos directos de los apóstoles, un mártir cristiano es una persona que, aunque no haya visto ni oído nunca al divino fundador de la Iglesia, está no obstante tan firmemente convencida de las verdades de la religión cristiana que sufre de buen grado la muerte antes que renegar de ella.
No podía ser de otra manera, pues el mártir es el perfecto alter Christus, dado que, conformándose a Él lo más plenamente posible, imita a Jesucristo, es decir: imita al primer testigo fiel de la Palabra de Dios. Como dice San Juan en su Apocalipsis, la muerte del Señor fue ya un “martirio” o testimonio de sangre (cfr. Ap 1, 5; 1, 9 y 3, 14). El mártir, conociendo el misterio de su salvación, sabiendo que fue redimido por la Cruz para la vida eterna, sigue los pasos del Señor y, con su humilde “pasión”, quiere dar testimonio del Testimonio supremo de la Verdad rendido por Cristo en su Pasión.
Aceptar la persecución y no tratar de vengarse de los perseguidores; poner el amor en el renunciamiento, como Jesús, que perdonó a sus verdugos desde lo alto de la cruz; vivir toda su vida, morir toda su muerte: así fue cómo el martirio de los cristianos se situó como una coronación de una existencia tendida integralmente hacia el testimonio. “Quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien pierde su vida a causa de Mí y del Evangelio, la salvará”. En esta breve sentencia salida de los labios de Jesús, reside la explicación del heroísmo de que dieron prueba los mártires; su experiencia vital y su sacrificio extremo no logran su verdadero sentido sino interpretados en función de un designio sobrenatural. Aquello a lo que tienden los mártires cristianos no es el triunfo de su “causa”, sino que trasciende las luchas de esta tierra, pues los testigos de Cristo fueron los combatientes del Reino de Dios. Profundizaremos en el próximo artículo el significado espiritual y sacramental del martirio.
María Teresa Moretti
Fuentes bibliográficas:
– Daniel Rops, segundo volumen de su Historia de la Iglesia de Cristo, dedicado a Los apóstoles y los mártires, Madrid, Círculo de Amigos de la Historia, 1970.
– Actas de los mártires, ed. de Daniel Ruiz Bueno, Madrid, BAC, 2012.
– Paul Allard, Diez lecciones sobre el martirio:
http://www.gratisdate.org/nuevas/martirio/
http://mercaba.org/FICHAS/Enciclopedia/M/martir.htm
http://mercaba.org/Rialp/M/martir_4.htm
http://ec.aciprensa.com/wiki/M%C3%A1rtir#.Uhcx8htA3Ds
http://www.mercaba.org/FICHAS/catacombe/12_los_martires_de_la_iglesia.htm
http://www.primeroscristianos.com/index.php/actas
[1] http://www.augustinus.it/spagnolo/commento_lsg/index2.htm
[2] Todas las citas bíblicas están extrapoladas de La Santa Biblia, traducción directa de los textos primitivos por Mons. Dr. Juan Straubinger, La Plata, Universidad Católica de la Plata, 2007.