“¡Oh Jesús mío! Combatiré por
vuestro amor hasta la tarde de
mi vida. Mi espada será el amor”.
Santa Teresita del Niño Jesús
El 13 de enero de 1937, en la localidad de Majadahonda, dos rumanos voluntarios en el Ejército Nacional del Generalísimo Francisco Franco, caían muertos en combate.
A ochenta años este paradigmático hecho se torna difícil de comprender; casi inconcebible para un mundo y un hombre ganados por el placer, el hedonismo y el egoísmo. ¡Una locura! España y Rumania, tan distantes entre sí; ¿a qué ir a luchar a otra nación, que no es la propia, en una contienda con todas las apariencias de una guerra civil? ¡Sí!, locura para un espíritu pusilánime, para un hombre hundido en las cosas temporales “con lo cual se hace inepto para captar lo divino”, según enseña Santo Tomás. Porque en España se libró una lucha de estricto carácter teológico; “Cristo y el anticristo se dan batalla en nuestro suelo”, señalará el Primado Cardenal Isidro Gomá y Tomás.
Cornelio Codreanu que había fundado la Legión en el principio del Amor no podía permanecer neutral sabiendo que la perversidad marxista estaba destruyendo los valores más sagrados en España. Por esto y pese a la situación en Rumania es que autorizó a un pequeño grupo de legionarios a marchar hacia España. Se trataba de una causa común y superior.
Cuando a la Legión ingresaba un hombre, debía salir un héroe. Ion Motza y Vasile Marín, son un claro ejemplo de encarnación de ese principio legionario. Marcharon a España por amor; amor de caridad. Sólo almas que toman en serio el mensaje evangélico de que “No hay mayor amor que dar la vida por el prójimo”, pueden emprender serena y alegremente el camino hacia la lucha y el sacrificio supremo.
Vasile Marín, transfigurado por el amor, le dirigirá a su esposa Ana María una carta fechada el 26 de noviembre de 1936 explicándole el por qué debía partir: “No hice esto por desesperación o aventura, sino perfectamente lúcido. Era un deber de honor que pesaba sobre los hombros de nuestra generación. Lo he hecho con el mismo amor que si se hubiera tratado de mi patria”.
Sólo un corazón noble, como el de Ion Motza, pudo dirigir estas palabras a sus padres: “Así he comprendido el deber de mi vida. ¡He amado a Cristo y he marchado feliz a la muerte por Él! ¿Por qué os afligís más de lo debido, cuando yo tengo salvada mi alma en el reino de Dios?” (Carta-testamento, fechada el 22 de noviembre de 1936 en Bucarest). Y en otra, dirigida también a ellos, a bordo del Monte Oliva, del 1 de diciembre del mismo año, les dice: “El hombre no ha nacido sólo para vivir no sé cuántos años, sino para acercarse a Dios por los hechos de su vida”.
Las cartas dirigidas al Capitán como las dirigidas a los legionarios son un claro ejemplo del amor a los valores eternos que puede llegar a tener un hombre.
Ion Motza y Vasile Marín murieron como vivieron.
¡Qué lejos estamos de estos hombres! Quiera el Señor Dios de las Batallas que podamos llegar a encarnar en nosotros ese amor de caridad, como Motza, Marín y el de tantos miles de legionarios.
Daniel O. González Céspedes