Jorgito y el Adviento

Jorgito ha vivido su primera semana de Adviento un tanto pensativo. El domingo se levantó y descubrió que la mesa, otro día cubierta de vasos de chocolate caliente y monas, ahora lucía desnuda y coronada por cuatro velas apagadas. Los padres esperaron pacientemente a que sus cinco hijos se sentaran para explicar el cambio de menú:

—Hoy se inicia un tiempo muy importante para los cristianos —anunció papá con solemnidad—: comienza el Adviento, el tiempo de preparación para el nacimiento de Jesús.

Los chicos se revolvieron inquietos, sabían a qué se estaba refiriendo. A todos les gustaba la Navidad. Era un tiempo lleno de “felicidad”: vacaciones, villancicos, los dulces navideños de la abuela… El estómago de Jorgito rugió al recordar los rollitos de anís caseros que elaboraban con la abuelita el día de Nochebuena.

—Es un tiempo de Gracia —continuó el padre—, pero debemos estar atentos, de lo contrario, nos puede pasar desapercibido.

Nuestro protagonista miró con ojos interrogantes a papá. ¿Cómo era posible perderse la Navidad? ¡Pero si todo el mundo hablaba de ella! El padre se sonrió al contemplar a su hijo; la profundidad de su mirada le confirmaba que sería capaz de entender su explicación.

—El mundo no quiere que nazca Jesús. No lo necesita. Por eso, os ofrecerá ruidos, regalos y comidas para que os olvidéis de Él. Es fácil caer en la trampa si no estamos atentos.

Jorgito se esforzaba por entender a su padre, mas no lo conseguía. ¡Era imposible! Por ello, su Ángel de la Guarda decidió intervenir susurrándole al corazón el recuerdo del supermercado. El jueves pasado nuestro protagonista acudió con su madre a comprar y se encaprichó de un “calendario navideño” de chocolate. Motivado por un impulso, lo cogió rápidamente de la estantería y pidió permiso para introducirlo en el carrito. Su madre lo ojeó, pero lo devolvió a su sitio con tristeza:

—Lo siento, Jorgito, pero este calendario no representa la Navidad. No está el niño Jesús, ni María, ni San José… ¡Es ridículo!

El sentido crítico del niño (a pesar de estar poco desarrollado debido a su edad) captó la idea: un reno de nariz roja aparecía sonriente y recubierto con un absurdo gorro de Papá Noel.

—Hagamos una cosa, cariño. Si hallamos un calendario que tenga motivos verdaderamente navideños, ¡nos lo quedamos!

Jorgito salió disparado por el pasillo dispuesto a hacerse con su trofeo… mas la desilusión aún le duraba cuando se metió en el coche. No encontró ninguno.

—Otra vez será, Jorgito.

El Ángel había estado fino con el recuerdo, y por eso el niño, aunque sin llegar a comprenderlo en su totalidad, intuyó aquello que su padre le trataba de explicar.

—Entonces, ¿cómo nos preparamos? —inquirió el hermano mayor.

—La Iglesia nos ofrece tres pautas: oración, ayuno y limosna.

—¿Cómo en Cuaresma? —respondió sorprendido.

El padre se alegró por el comentario y ofreció rápidamente la respuesta:

—¿Por qué inventar cosas nuevas, si lo que tenemos funciona a la perfección?

La mañana se mantuvo ocupada con el plan de Adviento y entre todos, llegaron a acuerdos comunes. Acudir con más frecuencia al Sagrario para saludar al Señor; visitar a los viejecitos del pueblo —que cada vez estaban más solos al huir los jóvenes a la ciudad—; eliminar caprichos en la comida; tener más presente a María y mejorar el coro familiar para ofrecerle al Señor un villancico en condiciones (por desgracia, querido lector, el Señor no ha concedido a esta familia el don de la entonación) fueron algunos ejemplos. Además, cada domingo, papá (por ser el cabeza de familia y para eliminar discusiones eternas sobre “por qué la enciende él y no yo”) iría iluminando una vela más para recordarles que el gran día estaba cada vez más próximo.

Todos los miembros se comprometieron en algo —nadie quería perder de vista el acontecimiento tan importante que estaba a punto de ocurrir—, y concluyeron la reunión rogando al Señor que les concediera la gracia de llevarlo a cabo (ya se sabe, por eso del riesgo de convertirse en pelagianos). No hubo chocolate con monas, pues acababan de comprometerse en restringir los caprichos durante el Adviento, pero tampoco fue necesario.

Desde entonces, Jorgito viene ejecutando su propio plan de Adviento. Lo que más le cuesta, como siempre, es soportar a sus hermanos. ¡Mira que son pesados! Los quiere con locura, pero a veces —la mayoría— le sacan de sus casillas. La santa paciencia que tanto le gusta citar a Santa Teresa desaparece muchas veces de casa de Jorgito y nuestro protagonista, a pesar de que la busca, no logra hacer que vuelva.

Precisamente nuestro niño se halla en el banco de la Iglesia comentándole esta circunstancia a Jesús. Don Miguel, que le ha estado enseñando los misterios del altar en la hora de catequesis, le ha dejado diez minutos de oración a solas. “Lo más importante que te puedo enseñar, Jorgito, está ahí”, le indicó señalando hacia el Sagrario mientras se metía en la Sacristía.

Jorgito aprovechó el rato hasta que unos leves golpecitos en el hombro interrumpieron su oración. Sorprendido, alzó la cabeza y se topó con la niña del último grupo de catequesis que había salido a su defensa.

—¿Qué haces, Jorgito? — le preguntó con extrañeza al verlo arrodillado y en soledad.

— Pues… rezando —indicó con naturalidad.

La niña no se esperaba esta contestación, pensaba que lo habían castigado. Jorgito no había encajado en ningún grupo de catequesis, no obstante, a ella le había caído bien. Había algo en aquel niño que le llamaba poderosamente la atenció.n

—¿Por qué estás de rodillas? — insistió intrigada.

Nuestro protagonista no entendía muy bien las preguntas, dado que, para él, lo que hacía era algo de cajón. No obstante, Jesús le había dicho muchísimas veces que no podía ser descortés con las personas, así que se decidió a contestar.

—Mira a Jesús —le indicó mientras señalaba al crucifijo—. Él está ahora mismo clavado en la cruz. Ponerme de rodillas es lo mínimo que puedo hacer para estar con él. No me parece correcto permanecer de otra forma.

La niña, intrigada, fijó la vista en Jesús crucificado. Nunca antes lo había pensado de esa forma… Estudió sus heridas, su rostro compungido, la sangre del costado… Y por primera vez en su vida, contempló realmente a Jesús en la cruz. De repente, sintió una necesidad tremenda de arrodillarse junto a Jorgito.

—Y ahora, ¿qué hago? —le preguntó una vez postrada en el banco.

—Pues háblale. Le gusta mucho cuando le contamos nuestras cosas. Jesús siempre está esperándonos.

La niña no las tenía todas consigo, sin embargo, confiaba en su nuevo amigo. Miró hacia Jesús crucificado y se dispuso a orar…

—No mires ahí… —le interrumpió nuestro protagonista—. Mira mejor hacia allí (señaló al Sagrario). Jesús está realmente presente en el Sagrario. ¿Por qué perder el tiempo con una imagen si lo tenemos delante de nuestros ojos?

Nuestra niña sonrió y le hizo caso. Jorgito decía cosas muy lógicas. Entonces… se hizo el silencio. Bueno, el silencio no… porque las paredes de la Iglesia retumbaban por el ruido de los ensayos de villancicos de los grupos de catequesis. Pero, por esta vez, el Cielo y la Tierra se pusieron de acuerdo porque, en la corte celestial, los Ángeles y los Santos también cantaron de alegría. Enseñar al que no sabe es una obra de misericordia… y Jorgito, con su labor, había conseguido que Jesús crucificado esbozara una sonrisa.

Mónica C. Ars

Mónica C. Ars
Mónica C. Ars
Madre de cinco hijos, ocupada en la lucha diaria por llevar a sus hijos a la santidad. Se decidió a escribir como terapia para mantener la cordura en medio de un mundo enloquecido y, desde entonces, va plasmando sus experiencias en los escritos. Católica, esposa, madre y mujer trabajadora, da gracias a Dios por las enormes gracias concedidas en su vida.

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