La caída de la Casa Usher o la Pasión de la Iglesia

EL PALACIO HECHIZADO Edgar Allan Poe

En el más verde de nuestros valles,
habitado por ángeles buenos,
en otro tiempo un bello y señorial palacio,
un palacio radiante, alzaba su cabeza.
¡En los dominios del monarca Pensamiento,
allí se levantaba!
Jamás un serafín tendió sus alas
sobre un edificio ni la mitad de bello!
 
Banderas gualdas, gloriosas, doradas,
en su techo flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedió en los tiempos
de antaño, hace ya mucho),
y cuanta brisa gentil jugueteaba,
en aquella amable época,
por las empenachadas y pálidas murallas,
un alado aroma se llevaba.
 
Quienes andaban por aquel feliz valle
veían por dos ventanas luminosas
espíritus que se movían musicalmente,
obedeciendo a un laúd bien temperado,
alrededor de un trono en que, sentado,
Porfirinogeno,
en pompa que concordaba con su gloria,
aparecía como gobernante de aquel reino.
 
Y toda refulgente con perlas y rubíes
veíase la bella puerta del palacio,
por la que penetraba fluyendo, fluyendo, fluyendo
y centelleando eternamente,
un tropel de ecos, cuyo dulce deber
no era sino cantar
con voces de belleza excepcional
el ingenio y la sabiduría de su Rey.
 
Mas seres de maldad, con túnicas de aflicción,
asaltaron la elevada grandeza del monarca
(¡ah, lamentémonos, pues nunca la mañana
amanecerá desolada sobre él!)
y en torno a su casa la gloria
que se sonroja y florecía
no es más que una historia vagamente recordada
de los antiguos tiempos sepultados.
 
Y ahora los caminantes en aquel valle ven
por las ventanas de rojo iluminadas
vastas formas que se mueven fantásticamente
al ritmo de una discordante melodía,
mientras, cual rápido río fantasmal,
a través de la pálida puerta
un odioso tropel sin cesar se abalanza
y ríe… pero ya no sonríe.
 

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En este poema Poe construye una metáfora con la imagen de un Palacio que será hechizado,  para referirse al propio cuerpo que soporta el embate de la decrepitud, de la senilidad o de la locura. Muestra el apogeo de aquel maravilloso Palacio y luego su decadencia. El cuerpo que contiene el alma, pero que la hace evidente o la oculta según su estado de salud o decrepitud (en especial de la mente), siendo que, sin embargo, el alma está allí, siempre igual, refulgente en el día, o eclipsada como el sol que traspone el horizonte en la noche, exaltada por el cuerpo o,  humillada y ocultada sufriendo encarcelada sin poder mostrarse.

Lo más llamativo es que la metáfora puede ser aplicada casi literalmente al “Edificio de la Iglesia”. No es totalmente alocado ver una analogía con el “Cuerpo Místico”, pero,  ya con esta, el simbolismo utilizado se hace casi embolismo, se hace patente y evidente. Si vemos la foto de más arriba, y leemos el poema, todo calza perfecto.  En el poema, el maravilloso edificio, cuando saludable, permanecía  dentro de los dominios de un Gran Monarca que era el “claro Pensamiento” (Magisterio). Pero además del Rey (Pensamiento), el palacio estaba vicariamente gobernado por un Purpurado (Porfirinógeno) que empujaba la vital sangre (“Porfirinógeno” es la enzima que da color púrpura a la sangre y cuya ausencia – se dice – provoca graves alteraciones mentales), y que pronuncia “voces de belleza excepcional, de ingenio y sabiduría “ “de su Rey” . Nos dice que el corazón del hombre da tono emotivo a las sentencias de la mente, que por él se expresa. En nuestra analogía, el Vicario, que es el corazón de la Iglesia (es llamativo captar el acierto de esta analogía), expresa la sabiduría de su Rey,  no la propia, pero es su corazón el que la expresa y puede la falta de consistencia (de enzima) en la sangre que empuja el Vicario, apagar el brillo del Rey, ocultarlo, eclipsarlo.

Los seres de maldad con túnicas de aflicción representan en el poema las penas y las tristezas de la vida, en nuestra imagen pueden ser verdaderos togados que con sus falsas doctrinas afligen la Iglesia, atormentan y nublan el corazón, impiden su amanecer, nublan el alba  y hacen de su gloria un vago recuerdo ensombrecido de antiguos tiempos sepultados. “Son los hombres de Iglesia los que hoy recogen los argumentos que la revolución no podía vender ni a los más estúpidos de sus clientes… es un caso extraordinario de regresión intelectual … nunca visto en los anales de la historia” (Calderón Bouchet)

El poeta observa que hoy los viajeros (wanderers) que pasan y ven el Palacio que ha sido Hechizado por los togados, sólo pueden ver su decadencia. La ancianidad de la amada. No son aquellos que antes veían por las ventanas (los ojos) espíritus musicales de dulces armonías (la buena y sólida doctrina y las buenas costumbres de la Iglesia);  sino que son otros que sólo ven formas difusas que se mueven al ritmo de una discordante melodía (el error, la ambigüedad, la duda). Que ven un odioso tropel que con torpes carcajadas penetra sus puertas (pensamientos imbéciles, bajos y torpes, o en la otra analogía, hombres imbéciles, bajos y torpes que traspasan las puertas de la Iglesia). Los caminantes – los de fuera –  miran con desprecio al viejo edificio y echan en saco roto las verdades que de él se vertieron otrora, pensando que de esas ruinas nunca pudieron salir aquellas maravillas.

Cierto es que son “los malditos con túnicas” los  que enturbiaron el pensamiento, pero estos “caminantes” apenas tienen un vago recuerdo o referencia de aquellos buenos tiempos y sólo juzgan por la actual decadencia del Vicario corazón, sin ver que el alma sigue viva, entera y doliente, dolorosa y victoriosa, como el sol por debajo del horizonte en la noche. Estos  más humillan y contribuyen al resquebrajamiento del edificio con sus burlas y desprecios, con pensamientos torpes, despojados de amor, como el que mira a quien fuera su amante, hoy anciana, sin recordar “a la tarde, junto al fuego, los tiempos en que fue bella”(Ronsard).  Inacapaces, por falta de corazón, de volver a encontrar el alma de su amada que se oculta, pero que se resalta en una nueva dimensión, tras el horizonte de la carne moribunda.

La analogía es patética. La Iglesia es sin duda alguna un “cuerpo”, y sin caer en  la proclividad de Poe a la desesperación (“El universo es una intriga tramada por Dios”), los que vamos llegando a viejos sabemos que la experiencia de la vida como a los antiguos edificios nos desgasta y nos humilla, haciendo el alma apenas perceptible tras el trasto de la carne que se pudre, con un corazón ajado por todas las esperas frustradas, tras el balbuceo senil de tantas ansias absurdas y fracasadas, tras tantos pecados y torpes búsquedas.  Baudelaire decía: “No busquéis más mi corazón, las bestias  lo han devorado”. También el corazón de la Iglesia ha sido devorado, pero su alma está intacta tras el ocaso.

No se puede confiar del todo en los poetas, “son metafísicos en estado salvaje”  dice Thibon, estos se alimentan de la desmesura. Un ansia de infinito los mueve pero suelen aplicarla mal y  equivocar el objeto de la infinitud. Suelen ver el infinito en pasiones que no son más que precipicios en la niebla y sobre ellos hacernos forjar esperanzas en consolaciones que, finalmente, son impuras bajezas que se hacen patentes cuando encontramos ¡chaf! el piso;  arteramente sublimadas por el encantamiento de un lenguaje artificial (la Elbia de Marechal o tanta poesía patriotera). De allí pasan a desesperaciones amplificadas que  reniegan de consolaciones verdaderas y reales, en las que aciertan en la llegada de una larga noche de la existencia  y de la historia,  pero en la que estéticamente se solazan sin querer salir y dentro de la que medran en reflexiones sin contorno (“la belleza es el infinito en un contorno”),  muy típico del romanticismo alemán “que hacen de la noche no una etapa a transcurrir, sino el corazón mismo de la experiencia mística” (ambas citas, Thibon). Nietszche es este genial regusto amargo, es el veneno del alma. San Juan de la Cruz, poeta de la noche, es el antídoto.   

Con el Santo experimentamos la angustia de la noche, pero sabemos que el sol está intacto tras del horizonte, aunque fuera del foco de la mirada, en el ángulo ciego de nuestro cuerpo, pero no del alma. La desesperación poética, en su justa medida, “¡¡Eli, Eli!! ¡¿Lamma Sabachtani?!”, en su contorno, nos entrega la verdadera condición de la Esperanza, que espera algo que está fuera del foco de la mirada natural, inalcanzable para ella. Rotos los límites, la desesperación ante la decadencia y la muerte, ante el ocaso de la existencia y de la historia, ante este insondable misterio del final que de alguna manera, individual y colectiva, estamos experimentando, no deja ni resquicio a la esperanza. Cuando es  justamente en esta experiencia de la desesperación, con un contorno, que adquirimos la certeza de que la esperanza solamente puede ser sobrenatural y con ella damos el salto.  

Pero, ¿qué es lo sobrenatural en nosotros  y qué es lo sobrenatural en la Iglesia? ¿Dónde rebuscamos nuestra alma cuando todo espíritu parece haber colapsado en un cuerpo que se deshace? ¿Y dónde está el alma de la Iglesia cuando se hace patente la “caída de la Casa” entre torpezas y groserías de aquel tropel que la inunda de risotadas? Cuando los fétidos humores ya van ganando el cuerpo moribundo.

Espiando tras el velo de la noche miramos hacia atrás y se hace claro que hemos tenido en nuestra vida, y los guardamos en el corazón, algunos destellos que dieron testimonio de una consistencia sobrenatural y a los que recurrimos para reencontrarnos y fortalecernos. Nuestra alma nos dio “relámpagos de amor y de pureza que bajan del cielo a la tierra… el fervor de la primera comunión, el entusiasmo de la joven esposa, del joven soldado o del joven sacerdote” (Thibón). El alma de la Iglesia – que es Cristo mismo – se ha hecho evidente en momentos luminosos de su historia. Más allá de Su paso dulcemente misterioso y Su dramática Pasión, lo hemos visto con poder sobrecogedor en Puente Milvio o en Lepanto; con una pureza indecible al producir Santos como un Francisco de Asis, un Padre Pío, o el embriagador y efímero, pero eterno, perfume de Santa Teresita; con profunda sabiduría cuando expresó, solemne, aquellas verdades que sacian el alma de los buenos y aquellos anatemas que predisponen el arrepentimiento de los malos, disipando las tinieblas desde sus más preclaros Papas y Concilios. Y más aún cuando derrama  ríos de sobrenatural ternura al declarar los Dogmas Marianos, haciendo palpable y concreto el Amor infinito del Hijo por Su Madre a través de su Iglesia. Todas cosas que el alma le dio al corazón para enternecerlo y prepararlo para la ausencia, para la noche fría. Todo aquello que “María guardaba en su Corazón” para resistir su noche, la más solitaria noche de aquellos años de ausencia del más infinito de los amores. Ella que pudo tener, tocar, oler y besar contra su pecho a Cristo, traspasó la noche llamada desde la más infinita impaciencia.  

Podrán decirme que todas estas cosas sagradas, en nosotros y en la Iglesia, están atacadas de una fragilidad que a veces nos hacen pensar que no son más que fantasmas creados por nuestras ansias en medio de la penumbra de una noche que nos abruma. Pero también el sol se esconde tras el horizonte y no por ello no fue cierto el día que pasó. Y aunque la noche se haga larga y fría, no se trata solamente de mirar para atrás, en el recuerdo, sino que debemos rebuscar la certeza de que el sol está a la vuelta del horizonte. De que la noche es un efecto óptico, de que la fragilidad es nuestra, de nuestra mirada y no del sol, y que de alguna manera el sol nos da señales consoladoras de su ocultada presencia, al reflejarse en la luna y permanecer en la tibieza de los corazones que esperan. “Aquesta viva fuente que deseo/ en este pan de vida yo la veo/ aunque es de noche” decía el “más extremista” de los santos, poeta sí, que sabía entregar su desmesura al Único Objeto que la merecía.

Los hombres debemos volver por esa luz, aunque sea de noche, y resguardarla en el corazón. La que se nos hizo evidente en los mediodías de la existencia que se nos han ido, tanto los del amor humano como los de la caridad, pues es en la noche del mundo, en el sentimiento de la pérdida, donde nos toca dar – en la búsqueda tozuda y con el corazón latente- el testimonio de una luz que no se ve. Y que la única forma que tiene de hacerse ver ese Sol escondido, es en ese testimonio. Y no impugnar contra Dios por lo que creemos perdido. “Dios te ha puesto en el mundo para ser Su testigo, y tú te haces Su acusador” (Thibón). El hombre de corazón da el verdadero y cabal testimonio de amor por su amada en la más patente contradicción de la vejez. El que la belleza sea frágil y efímera es lo que propiamente la define, es lo que hace que la busquemos más allá de nosotros mismos. Decía sabiamente Saint Bonnet que “Dios ha creado al hombre lo menos posible”. Él ha dejado en nosotros algo de indeterminado y de insatisfecho, algo de oscuro, para que busquemos “esa Luz que falta”.    

  Los caminantes ven la casa hechizada, balbuceante y senil, atacada de alzheimer, usurpada por infames, en la más profunda noche de los tiempos, y descreen de Ella, olvidan su esplendor,  los mejores momentos, los del alma de cada uno y los del Alma de la Iglesia. Y lo peor es que abandonan la voluntad de mirar por detrás del velo del horizonte,  esa “vocación a lo imposible” que justifica la existencia. Y lo abandonan porque intuyen, con animal y acertada inteligencia, que esa voluntad, que ese impulso, es “vocación por la muerte”. Y mal que nos pese, es así.

El sol se ha puesto en el mundo. Y en muchos de nosotros se va poniendo y sentimos que la vida nos va dejando, cuando no es así, cuando lo que de verdad ocurre es que estamos yendo a mirar el sol por detrás del horizonte. Ya nos vamos acercando y casi estamos tocando el velo que Lo oculta. Pero el velo, el horizonte, está hecho de muerte, muerte que es ocaso tras el cual sabemos que aunque oculto, brilla el Sol. El velo es  cobija aunque parezca mortaja. Muchos olvidan Su luminoso Testimonio y turbados se quedan en las noches del espíritu.

“No dejes venir mansamente la noche/  rabia, rabia, contra el día que termina” decíaWalt Whitman, sin saber que es esta necesaria, pero no eterna. Otro poeta que mira hacia atrás buscando el brillo de la juventud, buscando las viejas glorias del hombre, exaltando el espíritu conservador que no se consuela por dejar atrás lo que es del tiempo. Aquellos momentos de gracia no son  más que pequeños “adelantos” del crédito. El hombre no fue creado para contentarse con lo que tuvo, busca algo completamente distinto, algo diferente y nuevo. Mucho más aun de lo que tuvo en el paraíso.

No dejéis que las bestias hayan comido vuestros corazones, no es Dios el intrigante que se nos burla dándonos una vida y una luz que se resuelve en muerte y noche eterna.  “La muerte es el pasaje hacia “otro lado”  que llevamos en nosotros mismos y que al mismo tiempo nos trasciende” (Thibón). A la noche, que nubla el alma, hay que entrar con el corazón más empeñado que nunca, que no otra cosa es la católica devoción por los Sagrados Corazones, los que pudieron enfrentar la Pasión a pesar de tener el Alma huída. Sus Almas ya estaban en la mano del Padre.

La Casa debe caer y el cuerpo debe envejecer y morir. La noche debe venir y ser traspuesta. Es esta la mejor parte del juego, es acercarse con los poetas a la develación del misterio en la que podemos entregarnos al infinito. Es la parte que estamos comenzando a ver, en la que se nos pierde de vista el alma, la nuestra y la de la Iglesia, porque se adelantan, a las que debemos rebuscar en el recuerdo y perseguir con el corazón, para verlas por fin como son.  “La muerte hará caer todas las máscaras, también aquella que confundimos con nuestra cara” (Thibón).   

Dardo Juan Calderón
Dardo Juan Calderón
DARDO JUAN CALDERÓN, es abogado en ejercicio del foro en la Provincia de Mendoza, Argentina, donde nació en el año 1958. Titulado de la Universidad de Mendoza y padre de numerosa familia, alterna el ejercicio de la profesión con una profusa producción de artículos en medios gráficos y electrónicos de aquel país, de estilo polémico y crítico, adhiriendo al pensamiento Tradicional Católico.

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