Todo es historia. Esta aseveración es un acierto que ilumina nuestra batalla hasta que seamos eternidad. Los cristianos, los católicos, combatimos insertados en la historia de la Iglesia, combatimos por esa historia. Así como una nación es fundamentalmente una historia, así como nosotros somos una historia y como cada ser que está sometido al tiempo es una historia; la Iglesia peregrina es también una historia, con un pie en la eternidad, sí, pero fundamentalmente una historia.
En una nación o en un hombre, su historia sufre los avatares del ataque enemigo y las traiciones internas, que los denigran por el desfallecimiento propio, llevándolos a la decadencia y a la muerte como destinos fijados en la condición carnal de cuerpos y almas ganados por el pecado. Pero en la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, se sufren los ataques y las traiciones sin que colabore con el enemigo el desfallecimiento o la decadencia. Su misión (su Misa) es sufrir la Pasión y la Muerte de una manera muy distinta a todos nosotros, a las instituciones humanas, a las patrias y a las familias. Las sufren sin culpa alguna que las manche, con efecto redentor, al igual que Cristo. Corredentor al igual que la Santa Virgen. Pero en ellos, la propia historia resplandece en medio del ataque del enemigo y de la traición de los propios, en medio de las heridas y los daños que parecen, aparentan, haber mellado sus integridades.
La terrible belleza de la historia de Aquel Jesús de Nazaret pudimos verla en su esplendor, con los ojos empañados, ya pasado un buen tiempo de su ocasión que dejó a todos perplejos y desencontrados, desorientados rumbo a Emaús, como quien va a ningún lado y en medio de aquella fuga se transforma y pasa a ver lo que era inconcebible. Y una vez que la vimos, la vimos aún tras la burla del manto rojo, tras el horror de la carne machacada, sanguinolienta y escupida. Pudimos ver al Rey aún con una corona de espinas calzada a cañazos. Pudimos ver la historia gloriosa de esa joven israelita a las que las generaciones iban a llamar Bendita, muy a pesar de su aparente insignificancia, de su inacción, de su velada imagen muy por detrás de los hechos.
Pero entendamos, esa misión (reitero, esa Misa) que es la Redención, se produce en medio de la vida terrena y si no hemos sufrido la transformación de quienes iban a Emaús, parece, con toda evidencia, un enorme fracaso en términos humanos. Y aquí se produce un error muy común. La transformación que hace rever, replantearse, la historia ocurrida, no es la de entender que el fracaso iba a ser superado por la Resurrección, que lo ocurrido en la historia que escribe el tiempo iba a sanarse en el milagro de la eternidad, que la historia que terminaba mal en esta tierra, se pagaba con la victoria en el cielo. No. Lo que ocurrió es que nuestras historias terminan mal, pero no la de Ellos. Cristo termina bien su historia en esta tierra, más que bien, de forma excelente, como Nuestra Señora y como la Iglesia lo hará. No fue que aquellos dos iban a ser pagados de la derrota por esta posterior victoria sobre la muerte. Sino que aquella pasión y aquella muerte, eran justamente el éxito de la misión, eran la Victoria. La Iglesia siempre festejó esta Victoria, esta “misión cumplida”, esta Misa, en la renovación de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. El modernismo se consuela en la Resurrección, el viejo cristiano se alegra llorando la Pasión y Muerte.
La historia de la Iglesia es de una belleza análoga a la de la vida de Cristo, y si hoy sufre la pasión, el ataque enemigo, la traición de los propios, y está desfigurada, herida, escupida, humillada, y muchos emprendimos desilusionados el camino a Emaús, es hora de trasformar ese desasosiego. Pero no consolándonos en el allende la historia, sino volviendo a mirar con muchísimo amor la historia de la Iglesia, para comprender y valorar su Pasión Corredentora.
Concretemos. La Iglesia, entre otras cosas, es fundamentalmente una historia, una historia que transcurre en este mundo, en estos tiempos, como aquellos años de Cristo, y que todo lo que ocurre en esa historia, como en la de Cristo, tiene un infinito significado que debemos ahondar, escudriñar y amar. Porque si somos cristianos, si somos católicos, es nuestra historia, esa historia es lo que, fundamentalmente, somos. No existía ninguna duda a este respecto mientras la Iglesia brillaba en el mundo. Mientras multiplica los panes y los peces y la multitud se saciaba. Y querían llevarla a Jerusalem y entronizarla. Pero hoy besaron su mejilla, y la abofetearon, y ya sabemos el resto. Y todos dudan de lo que fue su historia. Y la desmerecen y la olvidan.
Sin temor a equivocarnos podemos llamar al enemigo histórico de la Iglesia (además de Satan) : REVOLUCIÓN (Que comienza con Satán). Y podemos, después de mil años trabajando en la oscuridad a la que la condenaba la Cristiandad, verla estallar babeante de rabia en la Reforma Protestante y, luminosa la Iglesia responder con los Santos (en especial el Tomismo), los Concilios (Trento) y los Reyes de la Contrareforma. La vemos sedienta de sangre en 1789, y la Iglesia responder con el martirio en La Vendée (y otros muy parecidos en el norte de Europa, que han sido ocultados), con las encíclicas de los Papas y las cabezas del integrismo decimonónico; con el sapientísimo Vaticano I. Con la reacción carlista en España, con los Cristeros contra la República Masónica en Méjico. Por qué no con la Santa Federación en Argentina. Con el enfrentamiento al comunismo ateo y satánico, tanto en España como en todo el mundo.
Y podemos ver el Getsemaní de la Iglesia, en el que atada de pies y manos fue conducida al Sanedrín, puesta a juicio en el Vaticano II, guillotinado el Magisterio, ingresados los principios liberales a los muros del Castillo y del Templo. Pasión y muerte.
Quienes no ven la Victoria de la Pasión de la Iglesia y EN la Pasión de la Iglesia, cuando miran su historia sólo ven los antecedentes y las causas de un fracaso, esperando una victoria en un futuro milagro esplendoroso porque no entienden la Victoria de la Cruz. Y despreciaran su historia. Despreciarán la Contrareforma, a Santo Tomás , a Trento, al suicidio vandeano, a los Píos, al Vaticano I, a los integristas del XIX, al Syllabus y a Pío X . Y hasta la Santa Federación y el Bando Nacional de la Guerra Civil Española. En fin, un mal final se explica por sus malos antecedentes.
Hay que aprender a amar la historia de la Iglesia. Como no se puede desconocer la Historia de Cristo para entender y aprehender nuestra Redención, no se puede ser Católico sin conocer, recorrer admirado y amar la Historia de la Iglesia.
Resulta desconsolante ver católicos, que hasta se consideran tradicionalistas, desconocer la historia, tener una visión crítica y despreciativa de ella (un católico es por definición un apologista de la Iglesia), sentados en su poltrona poniendo dudas sobre la gloria de cada uno de sus momentos porque han comenzado desilusionados un camino hacia ningún lado. No entender lo básico; que ser católico es ser un CONTRAREVOLUCIONARIO, que es ser heredero y hermano de todos aquellos que enfrentaron la revolución, que continuamos la misma batalla de aquellos otros santos, héroes y valientes.
Angustia ver católicos que han reducido su misión a cumplir los diez mandamientos y hasta los preceptos de la Iglesia, haciendo caso omiso, fingiendo demencia (se dice ahora) de nuestra necesaria pertenencia a aquel bando a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Me recuerda a aquella carta de Saint-Exúpery al General X, en la que muestra a esos jóvenes soldados cumplir la tarea de la guerra sin saber por qué combaten. Los veo ir a comulgar remilgaditos y correctos sin saber que no sólo Cristo vivió y murió por nosotros, sino todos aquellos que siguiendo Su ejemplo escribieron las páginas de la Iglesia Católica y que formaron la senda que hoy transitamos. Que no podemos ir a comulgar sin tenerlos en nuestro corazón. Que cuando la República Masónica se nos presenta con la dulzura de un cómodo Mall de consumo, o simplemente como el medio neutro en donde realizamos nuestros oficios, debemos recordar a Ms Henry acribillado, a Pio VII encarcelado, a siete mil sacerdotes españoles ejecutados en los primeros meses de la Guerra y a tantos otros que no se entregaron. Que debemos llenar nuestra casa de sus retratos, nuestros libros de Misa de sus estampas y nuestra memoria de sus existencias. Que podeis elegir los que más cerca se os hacen, pero que nuestra religión no puede ser expresada ni servida sin el paladeo de su historia y sin establecer un juramento de lealtad con todos ellos.
Quizá la más patente de las desilusiones la componen aquellos que sabiendo toda esa historia, habiéndola cultivado, se hacen los tontos y no enfrentan la hora que les toca de la batalla, muy probablemente la final, la del pérfido Concilio Vaticano II, convirtiéndose en cultores del pasado y no en guerreros de la misma lucha.