I. El día que estamos celebrando recibe en el Ordo Hebdomadae sanctae instauratus (1956) y en las sucesivas ediciones del Misal Romano que recogieron este rito, el nombre de Segundo Domingo de Pasión o de Ramos. Esta denominación expresa los dos motivos que se dan cita en la Liturgia de hoy que es como la puerta de entrada a la Semana Santa:
- De Ramos: La conmemoración de la entrada triunfal del Señor en Jerusalén (cfr. Evangelio de la procesión: Mt 21, 1-9).
- De Pasión: Ese mismo Jesús que descendió del monte de los olivos como rey pacífico, será crucificado pocos días después (cfr. lectura de la Pasión en la Misa: Mt 26, 36-75; 27, 1-60).
A esos dos motivos corresponden las dos partes en que se articula la celebración: la procesión y la Misa.
La solemne procesión de ramos en honor de Cristo Rey es una gozosa manifestación de la fe que profesamos: La ceremonia de las palmas que llevan los fieles en las manos es una representación de la triunfante entrada que hizo el Salvador en Jerusalén, entrada que los santos padres ven como una figura de su entrada en la Jerusalén celestial. A ella se dirige, por tanto la Iglesia acompañando a Cristo y, al igual que Él, llegará por medio de la Pasión a la gloria del Cielo.
El tono cambia en la Misa cuyas partes variables están cargadas de una nota de profunda tristeza. Si en el cortejo procesional hemos acompañado a Cristo como Rey vencedor, en la Misa vamos a la muerte con Él.
De este modo, la liturgia de la Iglesia nos inculca que si hemos acompañado a nuestro redentor en la vida y en la lucha, entraremos en el reino de los cielos para reinar eternamente con Él[1].
II. Con esta celebración comenzamos la Semana que se llama Santa porque en ella se celebra la memoria de los más grandes misterios que Jesucristo obró por nuestra redención. Como rezamos en el Credo, Jesucristo, Hijo único de Dios:
- Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre.
- Fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado,
- Y resucitó al tercer día.
Y todo ello «por nosotros los hombres y por nuestra salvación… por nuestra causa». Era necesario que Jesucristo fuese hombre para que pudiese padecer y morir, y que fuese Dios para que sus padecimientos fuesen de valor infinito. En cambio, no era absolutamente necesario que Jesús padeciese tanto, porque el menor de sus sufrimientos hubiera sido suficiente para nuestra redención, siendo cualquiera acción suya de valor infinito. Pero quiso padecer tanto para satisfacer más copiosamente a la divina justicia, para mostrarnos más su amor y para inspirarnos sumo horror al pecado[2].
Cristo murió voluntariamente, porque quiso, y en el tiempo y lugar en que quiso; y así nos manifiesta que se sometió gustoso por nuestro amor a una muerte de la que fácilmente podía librarse. Por eso, la consideración de las penas y tormentos de nuestro Señor debe mover los sentimientos de nuestro corazón al agradecimiento por tan gran caridad, y al amor de quien tanto nos amó[3].
Para corresponder a este amor de Dios por nosotros, el cristiano debe considerar que las celebraciones litúrgicas de estos días no se limitan a la mera conmemoración o recuerdo de lo que Jesús realizó en un tiempo y un espacio concretos al morir en la Cruz y resucitar en Jerusalén. Este misterio de Cristo participa de la eternidad divina y se mantiene permanentemente presente a lo largo del tiempo. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida[4]. Jesucristo ha muerto por nosotros pero es necesario aplicar a cada uno el fruto y los méritos de su pasión y muerte aquí y ahora
El medio para unirnos a este misterio y participar de él son los sacramentos, muy en especial la Eucaristía y la Confesión. Mediante ellos, Dios nos va transformando y nos hace capaces de llevar una vida de acuerdo con nuestra condición de hijos suyos. Una vida que pasa por los mismos caminos por los que discurrió la de Cristo (a quien estamos unidos como miembros de su Cuerpo Místico): humildad, obediencia a la ley de Dios, servicio a los demás.
III. «Junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre» (Jn 19, 25), la Virgen santa María. A ella acudimos para pedirle que el misterio del dolor redentor de Cristo que nos disponemos a celebrar nos ayude a vivir en la humildad de la obediencia a la Ley de Dios, perseverando con fidelidad en el camino que lleva a la vida eterna.
[1] Cfr. Pius PARSCH, El año litúrgico, Barcelona: Herder-Editorial Litúrgica Española, 1964, 236-241.
[2] Cfr. Catecismo Mayor I, V, 105-109.
[3] Cf. Catecismo Romano I, V, 7.
[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 1085.