La infalibilidad, la unidad y la antigüedad de la sinagoga y de la Iglesia

Albert Pigghe contra el error eclesiológico luterano

En la situación eclesial actual es interesante estudiar la figura del gran teólogo del siglo XVI, el holandés Albert Pigghe, llamado Pighius de Kampen (de donde el apelativo Campensis), que estudió en Lovaina en torno al 1490, donde tuvo como maestro al futuro papa Adriano VI, entonces Florisz Boeyens de Utrecht. Fue nombrado bachiller y después doctor en teología en Colonia y finalmente acompañó a Roma al papa Adriano VI (1522-1523). El Papa Pablo III, en 1535, lo nombró preboste de San Juan en Utrecht, donde murió en 1954.

Pighius escribió diversos ensayos, de los cuales el más conocido y el más interesante para nuestros días es el Hierarchiae Ecclesiasticae assertio (Colonia 1538), que tuvo otras dos ediciones en 1558 y en 1572 (Cfr. E. Amann, en Dictionnaire de Théologie Catholique, vol. XII, col. 2094-2114).

Pighius estudió la herejía luterana desde el punto de vista eclesiológico de la autoridad de la Iglesia jerárquica y especialmente del Papa, más que desde el dogmático de la justificación. Por tanto, en su Hierarchiae Ecclesiasticae assertio, afrontó y profundizó de manera muy amplia la cuestión del cometido de la Iglesia y del Romano Pontífice. 

Inicio de la Iglesia en el paraíso terrenal

La Iglesia, según Pigghe, que retoma la teoría contenida en la Escritura y en la Tradición, es “una y universal o católica” debido a que no está limitada ni por el tiempo ni por el espacio. Comienza en el origen del mundo y llegará hasta su fin. En la Antigua Alianza, tuvo origen con Adán y Eva en el paraíso terrenal, desarrollándose progresivamente, pero homogéneamente, como un niño que se hace hombre y sigue siendo el mismo en cuanto a la naturaleza humana mientras que cambia en cuanto a los accidentes (cantidad, tiempo, cualidad, figura accidental), hasta llegar a ser la Iglesia de la Nueva y Eterna Alianza a partir de la muerte de Cristo hasta su Parusía.

Nuestro Autor prueba sus tesis a partir de la Sagrada Escritura. En efecto, en la 1ª Epístola a los Corintios (capítulo X, versículo 4), San Pablo, divinamente inspirado, escribe: «[nuestros padres] bebieron todos la misma bebida espiritual: bebían, en efecto, de una piedra espiritual que les acompañaba, y esta piedra era Cristo». ¿Qué significa exactamente este versículo? Parecería que Jesús acompañase, ya en el 1300 a. C., a los Hebreos en el desierto hacia la Tierra Santa. Pero ¿cómo es posible tal cosa si Jesús – como hombre – no había nacido todavía? Pighius escruta lo que responden los Padres eclesiásticos, que son (en la Tradición apostólica) los intérpretes auténticos del significado o “espíritu” de la Sagrada Escritura porque “la letra mata, el espíritu, sin embargo, da vida” (2ª Cor., III, 6).

Los Padres eclesiásticos

1) San Juan Crisóstomo

Según el mayor de los Padres griegos, San Juan Crisóstomo (345-407), en el capítulo X de la 1ª Epístola a los Corintios, en los versículos 1-6: «No quiero que ignoréis, hermanos de Corinto, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, atravesaron todos el mar, fueron todos bautizados o inmersos en Moisés en la nube y en el mar, comieron todos la misma comida espiritual y bebieron todos la misma bebida espiritual: bebían, en efecto, de una ‘piedra’ espiritual que les acompañaba, y esta piedra era Cristo. Pero la mayor parte de ellos no agradaron a Dios; por ello fueron enterrados en el desierto. Estas cosas, sin embargo, eran figura de nosotros, para que no codiciáramos cosas malas como codiciaron ellos» (Comentario a las Epístolas de San Pablo, 1ª Cor., X), el Apóstol de los Gentiles enseña que los “padres” son aquellos que dejaron Egipto en torno al 1300 a. C. guiados por Moisés y de los cuales trata el Exodo. En efecto, Dios, mediante la “nube” enseñaba a los Hebreos el camino que debían recorrer (Ex., XIII, 21), el “mar” (1ª Cor., X, 2) es el Mar Rojo (Ex., XIV, 22), la “comida” y la “bebida” son el maná (Ex., XVI, 4-35) y el agua brotada de la ‘roca’ golpeada por Moisés (Ex., XVII, 6). Comida y bebida “espirituales” (1º Cor., X, 3-4), tanto porque fueron obtenidas milagrosamente, como por su valor prefigurativo de la Eucaristía, Cuerpo y Sangre de Jesucristo.

Igualmente, el antiguo Israel, que fue “bautizado en la nube y en el mar, en Moisés” (1ª Cor., X, 2) prefigura el Bautismo en Cristo. O sea, como los padres en el desierto fueron inmersos o bautizados en la nube y en el mar para pertenecer a Moisés y formar un solo Cuerpo espiritual con él o el “Pueblo de la Antigua Alianza”, que pasa de la esclavitud a la libertad (Ex., XIX, 5), así los cristianos son bautizados en Cristo para formar Su Cuerpo Místico, que es la Iglesia de la Nueva Alianza. En efecto, el “mar” simboliza el agua del bautismo cristiano, mientras que la “nube” la presencia de Dios, o sea, el Espíritu Santo, ya que, en la Nueva Alianza, se es bautizado “en agua y Espíritu Santo” (Mt., III, 11) y no sólo en el agua como en Moisés o en San Juan Bautista (Mt., III, 6 y 11). San Juan Crisóstomo comenta: “a aquellos antiguos israelitas Dios les dio el maná y el agua, a ti que eres cristiano el Cuerpo y la Sangre de Cristo”. En cuanto al versículo 4º (1ª Cor., X), según Crisóstomo “la Piedra golpeada por Moisés” (Ex., XVII, 6) es Cristo y, por tanto, se entiende cómo el agua brotada de la Roca fuese espiritual” (Com. Ep. de S. Pablo).

2) San Agustín

También según el mayor de los Padres eclesiásticos latinos, San Agustín (354-430), Israel, al salir de Egipto, con todos los milagros que lo acompañaron y bajo la guía de Moisés, era una prefiguración del Nuevo Testamento y de la Iglesia de Cristo, fundada sobre una “Piedra principal”, que es Cristo o “Roca espiritual” (1ª Cor., X, 4), y sobre una “Piedra secundaria”, que es Pedro (“tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” (Mt., XVI, 18), o sea, Pedro es Cristo en la tierra: “Petrus petra, petra Ecclesia” (S. Aug., Enarr. In Ps., 103, 3, 2). «Non dictum est illi “Tu es petra”, sed “Tu es Petrus”. Petra autem erat Christus; quem confessus Simon dictus est Petrus / No le fue dicho “Tú eres la Piedra”, sino “Tú eres Pedro”. La Piedra era Cristo, confesado el cual, Simón fue llamado Pedro» (S. Aug., In epist. Johann. ad Parthos, 10, 1).

En la 1ª Epístola a los Corintios, el verdadero y nuevo “Israel de Dios” (Gál., VI, 16) es prenunciado, en sus mínimos detalles, por el antiguo Israel del Antiguo Testamento. Por ejemplo, el Bautismo y la Eucaristía son prenunciados en la travesía del desierto con Moisés, como “sombra” o como “figura” de realidades futuras, que serán instituidas por Jesús en el Nuevo y Eterno Testamento. Todo en la Antigua Alianza es “sombra” de la “realidad” futura de la Nueva y Eterna Alianza; incluso el castigo de “nuestros padres” en el desierto es una prefigura que nos advierte que no seamos infieles como la mayor parte de los antiguos Israelitas, que no agradó a Dios. Es Jesús el que unifica, como “piedra angular” (Mt., XXI, 42; Hch., IV, 11) los dos Testamentos, de los cuales uno está oculto detrás de la sombra (Antiguo Testamento) de una realidad que debe venir (Nuevo Testamento). “Umbram fugat Veritas / La sombra cede el puesto a la Realidad”, nos hace cantar Santo Tomás de Aquino en el Oficio de la Fiesta litúrgica del Corpus Christi. Ahora bien, en la Sagrada Escritura, Dios es llamado muy a menudo “Piedra” o “Roca” (Deut., IV, 15-18; Sam., XXII, 32; Sal., XVII, 3; Is., LXIV, 8). Por eso no es casualidad que Cristo sea llamado “Roca” en San Pablo, mientras que San Pedro, que es Cristo en la tierra, es “Piedra” en el Evangelio según San Mateo (XVI, 18). Además, la “Roca espiritual”, de la cual bebían los antiguos Israelitas y que “les acompañaba”, según Crisóstomo no era una piedra material y física que los Hebreos llevaban consigo como una especie de reliquia o de signo sagrado, sino el mismo Cristo o “Roca principal”, que acompañaba, como Verbo no encarnado todavía, al Israel del Antiguo Pacto, figura de su asistencia “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt., XXVIII, 20) a la Iglesia del Nuevo Pacto, como Verbo Encarnado. Por eso, Moisés, Adán y los Patriarcas eran Cristianos, o sea, creían en el Mesías que debía venir, Jesús, y vivían en la Gracia santificante, merecida para nosotros por la Sangre derramada en la Cruz por Cristo.

La misma doctrina encontramos en el primer historiador de la Iglesia y en el Doctor Común o Angélico.

Eusebio de Cesarea: cristianos de hecho, aunque no de nombre

Según el historiador Eusebio de Cesarea (265-339) «si es cierto que somos de ayer, si el nombre de cristianos, verdaderamente nuevo, es conocido desde hace poco por todos los pueblos, no así nuestra vida, nuestras costumbres inspiradas en principios religiosos: no son una novedad debida a nuestra fantasía, sino que los encontramos, diría, ya en el primer aparecer de la humanidad, instintivamente adoptadas por los hombres píos. Lo demostramos. El pueblo judío no es nuevo, sino estimado por todos los hombres por su antigüedad y bien conocido por todos.

Sus libros y sus escritos se refieren a hombres antiguos, ciertamente pocos en número, pero señalados por su piedad, su justicia y todas las demás virtudes; algunos antes del diluvio, otros después, derivando de los hijos y de los descendientes de Noé; y más tarde Abrahán, al que los hijos de los judíos reivindican como fundador y Padre de su estirpe. Si alguno dijera que todos estos, celebrados por su justicia, desde el mismo Abrahán hasta el primer hombre, eran cristianos de hecho, aunque no de nombre, no estaría lejos de la verdad. En efecto, si el nombre de cristiano quiere decir que si un hombre, por el conocimiento que tiene de Cristo y de su doctrina, se distingue por pureza y justicia, por dominio de sí y virtud viril, por la pía confesión de un solo sumo Dios, todo esto lo hicieron ellos no menos que nosotros. Como nosotros, no se preocupaban de circuncidarse en el cuerpo, no observaban el sábado, no se abstenían de alimentos particulares, no observaban las demás prescripciones de valor simbólico que Moisés, el primero, introdujo y transmitió a los posteriores; hacían precisamente como hacemos hoy los cristianos.

Tenían un buen conocimiento del Cristo de Dios que, como hemos mostrado arriba, se había aparecido a Abrahán, había respondido a Isaac, había hablado con Israel (cfr. Gén., XVIII, 1; XXVI, 2; XXXV, 1), había conversado con Moisés y los profetas posteriores. Por este motivo descubrirás que dichos amigos de Dios son honrados con el nombre de Cristo en el dicho escriturístico a ellos referido: “¡No toquéis a mis cristos y no pequéis contra mis profetas!” (Sal., CIV, 15). De esto aparece claro que la forma de religión más antigua, anterior a todas las demás, es aquella practicada por hombres píos en tiempos de Abrahán y anunciada ahora a todos los pueblos por las enseñanzas de Cristo. Si se me dice que, más adelante, también Abrahán recibió el precepto de la circuncisión, piénsese que su justificación por la Fe tuvo lugar antes, como de ello da testimonio la palabra de Dios que dice: “Creyó Abrahán y Dios se lo contó como justicia” (Gén., XV, 6). Habiendo sido ya justificado antes de la circuncisión, le fue prenunciado por Dios – es decir de Cristo, Verbo de Dios – un oráculo relativo a aquellos que a lo largo del tiempo habrían recibido como él la justificación, con estas palabras: “En ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra” (Gén., XII, 3) y “Te harás un pueblo grande y numeroso, y en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra” (Gén., XVIII, 18). Es fácil observar que todas estas palabras se han cumplido en nosotros. Abrahán fue justificado por su Fe en Cristo, Verbo de Dios, que se le había aparecido; abandonadas por ello las supersticiones de los antepasados y los errores de la vida pasada, Lo reconoció como único y sumo Dios y lo honró con sus obras virtuosas, no con las ceremonias de la Ley mosaica, posterior a él: era tal aquel a quien le fue dicho que todos los pueblos de la tierra, todas las naciones, serían bendecidas en él. Hoy día, esta religiosidad de Abrahán, realizada en las obras más eficaces que las palabras, se encuentra sólo entre los cristianos, esparcidos por toda la tierra. ¿Qué nos puede impedir, pues, afirmar la igualdad del tenor de vida y de la religiosidad de los seguidores de Cristo y de aquellos antiguos amigos de Dios? Ved aquí demostrado de este modo que la religión a nosotros transmitida por la enseñanza de Cristo, no es nueva y extraña, sino que, si debemos decir la verdad, es la primera, la única, la verdadera» (Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, I, 4, 4-15).

Santo Tomás de Aquino y la revelación adamítica

Santo Tomás de Aquino (S. Th., III, q. 47, a. 6, ad 1um) se pregunta «Si los Jefes de los judíos sabían que la Persona que crucificaban era Dios mismo encarnado, la segunda Persona de la Santísima Trinidad». El resuelve la duda con una distinción: «Antes del pecado original, el hombre tuvo fe explícita en la Encarnación de Cristo… no en cuanto estaba ordenada a liberar del pecado con la Pasión y la Resurrección, porque el hombre no preveía su pecado. En cambio, se comprende que creía en la Encarnación del Verbo (en cuanto ordenada a la plenitud de la gloria) por las palabras: “el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer” (Gén., II, 24). Palabras que, según San Pablo, quieren indicar el “gran misterio de Cristo y de la Iglesia” (Ef., V, 32); misterio que no es creíble que haya sido ignorado por Adán» (S. Th., II-II, q. 2, a. 2, in corpore).

En resumen, cuando Dios habló a Adán de su matrimonio con Eva, le explicó que era figura de la unión de Cristo y de la Iglesia; le debió de explicar entonces el misterio de la Trinidad y Unidad de Dios y el de la Encarnación del Verbo. «Después del pecado original – continúa Santo Tomás – el misterio de la Encarnación fue creído explícitamente también respecto a la Pasión y la Resurrección, con las cuales la humanidad es liberada del pecado… de otro modo, los antiguos no habrían prefigurado la Pasión de Cristo con los sacrificios… y de estos sacrificios, los jefes (principes judaeorum) conocían explícitamente su significado, mientras que el pueblo tenía de ellos solamente un conocimiento confuso» (Ib., in corpore). Por eso, los príncipes de los judíos tenían un conocimiento explícito del misterio de la Encarnación, Pasión y Muerte del Verbo Encarnado.

En cuanto al misterio de la Trinidad, Santo Tomás responde: «desde el principio fue necesario para salvarse creer el misterio de la Trinidad… no es posible creer explícitamente el misterio de Cristo sin la fe en la Trinidad… por eso, antes de Cristo, el misterio de la Trinidad fue creído como el misterio de la Encarnación, esto es, explícitamente, por los jefes y de manera implícita y como velada por las personas sencillas» (S. Th., II-II, q. 2, a. 8, in corpore).

La misma idea es retomada por el Angélico en el Comentario a las Sentencias: «Después del pecado original, antes de la Venida de Cristo, tenían fe explícita en el Redentor algunos a quienes había sido otorgada una revelación especial, y ellos eran los maiores» (In III Sent., dist. 25, q. 2, a. 2, qcq. 2). Y también: «Tanto antes como después del pecado original, fue necesario que los maiores tuvieran una fe explícita en la Trinidad; sin embargo, no fue necesario para los minores después del pecado… y de igual manera, después del pecado original hasta el tiempo de la gracia, los maiores tenían que tener fe explícita en el Redentor, en cambio, los minores solamente implícita en la fe de los Patriarcas y de los Profetas» (De Verit., q. 14, a. 11, in corpore). Y además, en el Comentario a la Epístola a los Hebreos, Santo Tomás afirma: «Algunos más explícitamente [creían en la Trinidad, ndr] y eran los maiores, a los cuales fue otorgada aliquando Revelatio specialis» (Ad Haebr., Cap. XI, lectio II, n. 576, Marietti, Torino, 1953).

Diferencias y semejanzas entre Iglesia y Sinagoga

Según Pighius, la Iglesia de Cristo es distinta accidentalmente de la antigua Sinagoga o Iglesia del Antiguo Testamento, ya que, mientras que la Sinagoga era la sombra, la figura o el tipo de la Iglesia cristiana, esta es la realidad. En pocas palabras, entre la Sinagoga y la Iglesia existe la misma diferencia que entre el Antiguo y Nuevo Testamento: “in Vetere Novus latet, in Novo Vetus patet / en el Antiguo Testamento está encerrado el Nuevo Testamento, en el Nuevo Testamento aparece con claridad el significado del Antiguo Testamento” (San Agustín). Además, la Iglesia fue fundada por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles y se expandió por el mundo entero, mientras que la Sinagoga estaba localizada sólo en Israel. Sin embargo, a pesar de que la Iglesia tenga un nuevo sacerdocio, un nuevo Sacrificio, nuevos Sacramentos, es “una” sustancialmente, aunque dividida en dos tiempos cronológica y accidentalmente: la Antigua y la Nueva Alianza, que están ambas “sub uno Duce invisibili Deo, in Fidei et Religionis unitate / bajo una sola Cabeza, Dios invisible, en la unidad de la Fe y de la Religión”[i]. Por tanto, la Iglesia y la antigua Sinagoga – ¡atención! no la nueva “sinagoga de satanás (Apoc., II, 9), que rechazó a Cristo, lo hizo crucificar y persiste hoy en su ceguera – son una sola Iglesia de Cristo y las dos son como una gran ciudad fundada sobre los Profetas y los Apóstoles.

En efecto, los antiguos Patriarcas y Profetas esperaban y predecían al Mesías Jesucristo, Nuestro Señor, que los Apóstoles predicaron. Por tanto, es una sola cosa lo que hacen la Iglesia de Dios y de Cristo del Antiguo Testamento y la del Nuevo Testamento, unidas por la Piedra angular, que es el mismo Jesús, “Qui fecit ex utramque unum” (Mc., XII, 10-11; Lc., XX, 17; Mt., XXI, 42; 1 Pt., II, 7). En efecto, si la Cabeza de la antigua Sinagoga es Dios invisible, la Cabeza de la nueva Iglesia es Cristo visible desde su nacimiento hasta su muerte en la cruz y Ascensión e invisible ahora en el Cielo, pero que tiene en la tierra a su Vicario visible, el Papa. Sin embargo, incluso en el Antiguo Testamento, Dios se servía de representantes visibles (Patriarcas, Profetas, Sumos Sacerdotes hasta Anás y Caifás), por lo que a la antigua Sinagoga sucedió la nueva Iglesia de Cristo, que perfeccionó, realizó y sublimó aquella. Ellas son sólo accidentalmente diferentes, como un niño que se hace hombre maduro y como el Antiguo Testamento, que fue desarrollado y acrecentado por el Nuevo Testamento. Esta doctrina es retomada y desarrollada por el Doctor Común de la Iglesia.

“La Ley Nueva es de amor, la Antigua de temor” (S. Th., I-II, q. 107, a. 1)

Dos leyes se pueden distinguir entre ellas de dos maneras: o como totalmente diferentes porque son ordenadas a fines diferentes, o porque una está ordenada al fin de manera más directa y próxima que la otra (v. gr. en un mismo Estado, la ley impuesta a las personas maduras, que ya son capaces de hacer lo que exige el bien común, es distinta de la ley para la educación de los niños, que deben ser formados a realizar en el futuro las acciones de los mayores).

La Ley Nueva no se distingue de la Antigua Ley del primer modo o sustancialmente, por ser único el fin de ambas: ordenar a los hombres a Dios; y por otra parte, uno es el Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento. La Ley Nueva se distingue de la Antigua Ley de la segunda manera, o sea, accidentalmente, ya que la Ley Antigua es como el pedagogo de los niños, según San Pablo, mientras que la Ley Nueva es una Ley de perfección porque es una Ley de caridad, que es “vínculo de perfección” (Colos., III, 14). Esto es, la caridad es el compendio o resumen de todas las perfecciones.

Por ello, todas las diferencias entre la Antigua y la Nueva Ley (ad 2um) se conciben en base a las relaciones entre una cosa imperfecta y su perfección. La Ley Antigua, que fue dada a hombres imperfectos (que no tenían todavía el hábito de la virtud), es llamada “Ley de temor”, ya que inducía a la observancia de los preceptos con la amenaza de determinados castigos. En cambio, la Nueva Ley fue dada a hombres perfectos (que tienen el hábito de la virtud), los cuales son movidos, por ello, a hacer el bien con presteza y facilidad por amor del bien y no por el castigo o por el premio extrínseco al bien mismo. He aquí por qué la Nueva Ley (que consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo) es llamada “Ley de amor”. Por ello, se decía que la Ley Antigua “sujetaba la mano y no el ánimo”, porque cuando uno se abstiene del pecado sólo por miedo del castigo (temor servilmente servil), su voluntad no desiste de la culpa en sentido absoluto, y he aquí por qué se dice, en cambio, que la Nueva Ley “sujeta también el ánimo”.

Sin embargo, también en el Antiguo Testamento hubo almas llenas de caridad (Abrahán, Isaac, Jacob, José, etc.) y de la gracia del Espíritu Santo, las cuales miraban principalmente a las promesas espirituales y eternas y no a las temporales y materiales; en este aspecto, pertenecían ya a la Nueva Ley. Así, en el Nuevo Testamento hay hombres carnales que todavía no han alcanzado la perfección (al carecer del hábito de las virtudes) y que es necesario conducir a actuar correctamente con la amenaza del castigo o con la promesa de bienes temporales. La Antigua Ley, aunque daba los preceptos de la Caridad, no era capaz de ofrecer la gracia del Espíritu Santo. Aquellos que, en el Antiguo Testamento, agradaron a Dios por la Fe (ad 3um), en este aspecto, eran cristianos o pertenecían al Nuevo Testamento: Abrahán es nuestro Padre en la Fe, de nosotros cristianos y no de los actuales judíos, que rechazan todavía a Cristo. San Pablo ve en las dos esposas de Abrahán la figura de los dos Testamentos. Agar, la esclava, representa a la Sinagoga; Sara, la mujer libre, es el emblema de la Iglesia. Agar da a luz según la carne a un hijo esclavo como ella; Sara da a luz según el Espíritu a un hijo libre como ella. La alegoría es transparente: los judíos, como Ismael, son hijos de Abrahán según la carne y, como Ismael, no son verdaderos herederos de Abrahán. Los cristianos, como Isaac, son los descendientes de Abrahán según el Espíritu y, como Isaac, heredan las promesas y las bendiciones espirituales. También los Justos del Antiguo Testamento eran justificados solamente por la Fe en Cristo (acompañada también de las buenas obras). He aquí por qué San Pablo dice de Moisés: “Estimó el oprobio de Cristo como riqueza mayor que los tesoros egipcios” (Heb., XI, 26): Moisés, ya entonces, en el 1300 a. C., sufría por la causa y por la Fe de Cristo, que debía venir.

“La Ley Nueva cumple la Antigua” (S. Th., I-II, q. 107, a. 2)

Nuestro Señor Jesucristo afirmó: “No he venido para abolir la Ley, sino para completarla” (Mt., V, 17). Santo Tomás explica que, por medio de dicha afirmación de Jesucristo, la Nueva Ley es para la Antigua como lo perfecto para lo imperfecto. Ahora bien, lo que es perfecto completa lo que falta a lo imperfecto. Por tanto, la Ley Nueva cumple la Antigua en cuanto que suple lo que faltaba a la Antigua.

Ahora bien, en la Antigua Ley se pueden considerar dos cosas: el fin y los preceptos.

1º) El fin era hacer justos y virtuosos a los hombres para que pudieran alcanzar la Bienaventuranza (y este es el fin de toda ley). Por tanto, el fin de la Ley Antigua era la santificación de los hombres, justificación que, sin embargo, superaba la capacidad de la Ley mosaica y, precisamente en este aspecto, la Ley evangélica perfecciona y da cumplimiento a la Ley Antigua. El mismo San Pablo, inspirado por Dios, escribió: “Lo que era imposible para la Ley [Antigua], Dios [lo hizo posible] mandando a su Hijo… para que la justificación de la Ley [Nueva] se cumpliese en nosotros” (Rom., VIII, 3). La Ley Nueva, por tanto, da lo que la Ley Antigua solamente prometía y no podía todavía conferir: la gracia del Espíritu Santo por los méritos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

2º) En cuanto a los preceptos de la Ley Antigua, Cristo les dio cumplimiento con sus obras y su enseñanza. Con sus obras, haciéndose circuncidar y observando todas las prácticas legales todavía en vigor. Con su enseñanza completó la Ley Antigua de tres maneras:

a) explicando su verdadero significado (el espíritu que da vida); esto queda claro, por dar un ejemplo, en cuanto al homicidio y al adulterio; según los escribas y los fariseos, bastaba, en efecto, no cometer el acto externo para no cometer pecado, pero este no era el verdadero significado de la Ley Antigua y Jesucristo lo recuerda enseñando que también el solo acto interno, el pensamiento consentido, ya es pecado para la Ley de Moisés, falseada por la Ley talmúdico-rabínica;

b) indicándonos una manera más eficaz y segura de observar las reglas de la Antigua Ley. Por ejemplo, la Ley Antigua ordenaba no perjurar y Nuestro Señor nos enseña que si queremos estar más seguros de observar dicho precepto (que El no vino a abolir), debemos abstenernos absolutamente de jurar, excepto en caso de necesidad (v. gr. ante un Tribunal);

c) añadiendo a la Ley Antigua algunos consejos de perfección que hacen más fácil la observancia de los diez mandamientos. Por ello, la Nueva Ley abolió la observancia de la Antigua Ley solamente para los preceptos ceremoniales, que prefiguraban a Cristo que debía venir (ad 1um), y no para los preceptos morales, que son completados de las tres maneras citadas arriba y no abrogados. 

Contradicción inexistente

A la objeción de que Nuestro Señor, en la Nueva Ley, dio preceptos contrarios a los de la Ley Antigua, v. gr. “Fue dicho a los antiguos: quien repudia a su mujer dele acta de repudio, en cambio Yo os digo: todo el que repudia a su mujer la hace adúltera” (Mt., V, 27-31), el Angélico responde (ad 2um): estos preceptos del Señor no son contrarios a los de la Ley Antigua y cita a San Agustín: «Cuando el Señor manda no repudiar a la mujer, no es contrario a lo que manda la Ley Antigua. En efecto, la Ley mosaica no dice: “quien quiera, repudie a su mujer”, mandamiento que sería contrario al precepto de no repudiarla. En efecto, ordenando dar acta de repudio se imponía un retraso al repudio de la mujer y la Antigua Ley ordenaba dicho retraso no, ciertamente, porque quería que se repudiase la mujer, sino, por el contrario, quería que, con dicho retraso, el ánimo encendido por la disputa tuviese el modo de calmarse [y no de llegar a la ruptura] reflexionando al escribir el acta de repudio» (1 De Ser. Dom. in Monte, c. 14). Nuestro Señor, confirmando este precepto de la Antigua Ley, exceptuó el único caso de adulterio, que hace lícita la separación y nunca el divorcio; “el que se casa con la repudiada comete adulterio” (Mt., V, 32) añade, en efecto, Nuestro Señor Jesucristo para dejar claro su permiso de repudio de la mujer (“Excepto en caso de fornicación”). Por tanto, no existe oposición de contrariedad entre el precepto del Antiguo Testamento y el del Nuevo.

Por lo que se refiere a la ley del talión “ojo por ojo, diente por diente”, la ley Antigua ordenaba no exagerar en la defensa, es decir, que, si el enemigo te deja ciego de un ojo, también tú puedes cegarle de un ojo, pero no de los dos o matarlo. Nuestro Señor nos hace más fácil y más seguro evitar una reacción exagerada, exhortándonos a abstenernos de cualquier tipo de venganza inspirada por odio personal: «A propósito de la ley del talión, San Mateo, cap. V, enseña que no era la intención de la Ley Antigua exigir y obligar a la pena del talión para desahogar el rencor de la venganza, que está prohibido, sino solamente por amor de justicia. Y esto permanece también en la Nueva Ley» (ad 4um).

«Nuestro Señor Jesucristo, con tres casos paradoxales, que no deben ser tomados a la letra, enseña a sus discípulo que no respondan al mal con el mal, sino a vencer con el bien el mal» (F. Spadafora, Dizionario biblico, ed. Studium, Roma, 1963, 3ª ed., p. 583); «También los libros sapienciales y los Profetas del Antiguo Testamento invitan a tratar humanamente al enemigo personal, recomendando el perdón y, para imitar la misericordia divina, quieren que se devuelva bien por mal» (J. Tonneau, Commentaire à la Somme Théologique, ed. du Cerf, Paris, 1971, I-II, q. 105, a. 2, sol. 10, nota 69, p. 342). Por tanto, no existe oposición de contrariedad, como si el Antiguo Testamento obligase a vengarse y no invitase más bien a un uso moderado de la “iusta vindicatio”, que es reconocida también en la Ley del Nuevo Testamento (“vim vi repellere licet” / es lícito rechazar la violencia con la violencia) siempre que, en la legítima defensa, no exista odio personal. Cuando un siervo de Caifás abofetea a Jesús, Este no pone la otra mejilla, tomando a la letra el consejo que El mimos había dado (Mt., V, 39), sino que le responde: “Si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” (Jn., XVIII, 23). Santo Tomás explica así la aparente contradicción entre esta escena y la enseñanza del sermón de la montaña: «La Sagrada Escritura se debe comprender según lo que el mismo Cristo y los Santos han realizado en la práctica. Cristo, sin embargo, no ofreció la otra mejilla a aquel hombre. Por tanto, la explicación literal interpreta erróneamente la enseñanza de ofrecer la otra mejilla. Dicha enseñanza pretende hablar más bien de la presteza de ánimo para soportar algo semejante o más duro que una bofetada en la cara, si es necesario, sin ningún odio excesivo hacia el agresor» (In Joh., XVIII, lect. 4, 2).

Por ello, la legítima defensa no está prohibida y no nos es mandado ofrecer siempre y a toda costa la otra mejilla, sino que nos es mandado no exagerar en la reacción y, sobre todo, no sentir odio y rencor hacia el enemigo que debemos combatir en ciertas ocasiones. También Aristóteles enseña que «la ira ayuda a los fuertes» (III Etica, c. 8, lect. 17). Y Santo Tomás añade que la ira del virtuoso debe ser moderada por la razón. En efecto, la ira moderada está sujeta al mandato de la razón y, por tanto, el hombre puede servirse de ella como quiera; en cambio, no es así para la ira desenfrenada. La ira, por ello, debe acompañar a la decisión de la voluntad y no precederla (S. Th., II-II, q. 123, a. 10). Nuestro Señor Jesucristo en el Templo, inflamado de santa cólera, expulsó a los mercaderes a latigazos.

El Venerable Serafín Capponi da Porretta, comentando el citado artículo del Angélico, escribe: «Con razón fue insinuado por la Sagrada Escritura, por la Iglesia y por Aristóteles que el fuerte se sirve de la ira en su propio acto. Aristóteles ha sido citado ya en el “sed contra”. La Sagrada Escritura, en Exodo XXX, enseña que “Moisés, al volver, cuando vio el becerro de oro y las danzas, encolerizado, tiró las tablas y las rompió a los pies del monte”. E inmediatamente, la Escritura narra el gran acto de fortaleza realizado por Moisés, que, para vengar la ofensa a Dios, hizo matar a muchos miles de personas. Además, en el primer libro de los Macabeos, cap. II, se narra: “Matatías vio [al judío que se disponía a sacrificar a los ídolos] y se encendió su furor según el precepto de la Ley. Se abalanzó sobre aquel hombre y lo mató en el altar”… La Iglesia enseña lo mismo, poniendo en boca de Santa Agueda en el oficio de su fiesta, las siguientes palabras dichas a Quinciano: “Impío, cruel y feroz tirano, ¿no te avergüenzas de amputar en una mujer como yo lo que tú mismo has mamado en tu madre?”» (in hoc articulo). Por lo que respecta al odio hacia los enemigos, Nuestro Señor quiso corregir la falsa interpretación rabínico-talmúdica que lo consideraba lícito, exhortándonos a no odiar con odio de malevolencia (al hombre en cuanto hombre), sino sólo de enemistad (al hombre en cuanto pecador), es decir, a odiar el pecado del hombre y orar por la conversión del pecador.

A la tercera objeción, según la cual quien actúa contra la Ley no la cumple y Jesucristo habría actuado contra la Ley Antigua porque tocó a un leproso, cosa prohibida por la Ley, y violó varias veces el sábado, de modo que el Nuevo Testamento no es el cumplimiento sino la profanación de la Ley Antigua, el Aquinate responde que el contacto con los leprosos estaba prohibido porque el hombre contraía con él una especie de irregularidad (higiénico-santitaria). Pero el Señor, que era el sanador de los leprosos no podía contraer la lepra. Por lo que se refiere a la aparente violación del sábado, no se puede decir que Nuestro Señor haya violado realmente el sábado con las obras que realizó en dicho día, tanto porque hacía milagros con el poder divino, el cual obra continuamente en el mundo incluso en sábado, como porque realizaba obras necesarias para la salvación de los hombres. Por ello, sólo aparentemente violó Jesús el sábado según la supersticiosa interpretación de los fariseos, los cuales consideraban talmúdicamente que en sábado uno debía abstenerse incluso de las obras exigidas por la salvación eterna, ¡pero no de salvar el propio asno de la muerte accidental, lo cual era contrario al verdadero significado (el espíritu) de la Ley: “La letra mata, el espíritu da vida”!

“La Nueva Ley estaba contenida en la Antigua virtualmente” (S. Th., I-II, q. 107, a. 3)

Una cosa puede estar contenida en otra de dos modos: o de modo actual, como un cuerpo está en un lugar; o de modo virtual, como el efecto está contenido en su causa o como la perfección en una cosa imperfecta (la semilla contiene todo el árbol). Ahora bien, de este segundo modo, la Ley Nueva está contenida en la Antigua como una cosa perfecta en una imperfecta. He aquí por qué San Juan Crisóstomo dice que «la tierra produce primero la hierba (la Ley natural); después las espigas (la Ley de Moisés) y finalmente el grano perfecto (el Evangelio)» (In Mc., IV, 28). Por ello, la Ley Nueva está contenida en la Antigua como el árbol en la semilla. Todos los dogmas que propone el Nuevo Testamento para ser creídos de manera clara y explícita son enseñados también en el Antiguo Testamento, de manera implícita y figural. Incluso desde el punto de vista dogmático, la Ley del Nuevo Testamento está contenida virtualmente en la del Antiguo Testamento. 

Albertus

(continúa)

(Traducido por Marianus el eremita)

[i]      Pighius, Hierarchiae Ecclesiasticae assertio, Colonia, 1638, lib. 1, folio 1 b.

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Mateo 5,37: "Que vuestro modo de hablar sea sí sí no no, porque todo lo demás viene del maligno". Artículos del quincenal italiano sí sí no no, publicación pionera antimodernista italiana muy conocida en círculos vaticanos. Por política editorial no se permiten comentarios y los artículos van bajo pseudónimo: "No mires quién lo dice, sino atiende a lo que dice" (Kempis, imitación de Cristo)

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