Colocados frente a la lección democrática del mundo moderno los hombres de Iglesia del “Concilio Vaticano II” se han perdido, al punto de juzgar impresentable el Reino de Dios al hombre de hoy. La lección democrática enseña, en efecto, que el adversario no debe ser excluido, o incluso expulsado o encarcelado por el poder estatal, sino, al contrario, que tiene derecho a un puesto al abrigo del Estado. La lectura democrática implica, por tanto, que también la antigua serpiente encuentre un lugar en el interior del Reino de Dios y consecuentemente que goce del sacrosanto derecho de dar su opinión, aunque contraria, no fuera sino al interior de aquel Reino. Esto, porque si desgraciadamente no fuera así, el reino de Dios sería un régimen totalitario y no democrático. Y esto a los Pastores modernos les resulta imposible. ¿Podría acaso Jesús – el amor encarnado – instituir un reino totalitario tal vez con tantos horribles campos de concentración para el rico Epulón, las vírgenes necias y la antigua serpiente? No. Jesús es un demócrata. Ha venido para “todos”, como afirma el canon del nuevo misal, reformado justo en función de la lección democrática. Él vino no solamente para la oposición democrática, sino, también y sobre todo, para la oposición antidemocrática, para aquella que cultiva todavía el sueño de hacer reinar la verdad y el bien. El médico, en efecto, viene para los enfermos no para los sanos.
Por tanto, a la moderna “Iglesia conciliar” todo le resulta perfectamente claro. El Hijo de Dios se encarnó para llevar a cumplimiento la lección democrática de la historia, anticipando el iluminismo de 1700 años y el Concilio Vaticano II de casi 2000.
En consecuencia, es evidente que su viejo adversario tendrá que actualizarse andando a la escuela de Voltaire, de acuerdo con el valioso asesoramiento de un fallecido teólogo alemán. Incluso la serpiente tendrá que resignarse: en un régimen democrático, el impío convive con el justo. Es ley de la democracia que ninguno reine en modo absoluto. Es ley de la democracia que no haya razones y errores absolutos. Es ley de la democracia que verdad y error, bien y mal sean solamente opiniones cambiables porque están sujetas a las circunstancias como todas las opiniones. Se debe recordar a los nostálgicos del absoluto que en un régimen democrático cada uno es libre de expresarse como quiera con su límite de no obstaculizar la libertad de expresión del otro (que es el límite puesto por la Dignitatis Humanae también a la “libertad religiosa”).
De esto sigue evidentemente que, en democracia, una verdad absoluta no solo no existe sino que es imposible que exista, porque, si existiera, no habría más libertad de opinión. Por tanto, quien sostiene que Jesús sea el Camino, la Verdad y la Vida se equivoca, ya que, si fuera verdad, entonces Jesús estaría contra la libertad de opinión. Lo que es absurdo como se ha demostrado. Solo la serpiente antigua va contra la lección democrática de la historia (y por esto deberá ser reeducada).
Lo que sigue de esto es de por sí evidente: el así llamado magisterio papal, infalible, del cual se destaca la Mirari Vos, del año 1832, de Gregorio XVI, en la cual se condena sin apelación a la libertad de expresión como delirio, ya que no proviene del representante de Dios en la tierra, sino de su adversario. Solo ahora, gracias al concilio Vaticano II, los hombres de Iglesia parecen haber entendido que no la verdad sino la libertad es la que es el bien precioso que Jesús ha traído a la tierra y que la Iglesia debe pedir perdón si en el pasado siempre ha creído y enseñado lo contrario. Así razona el modernismo.
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La lección democrática de la historia es ahora un tabú intocable al interior de la así llamada Iglesia modernista. Ya ni siquiera la Resurrección lo es, sino que es la libertad de opinar la que es sagrada e inviolable para el Pastor moderno.
Sin embargo, los frutos de la lección democrática de la historia están bajo los ojos de todos. No los ve quien no los quiere ver. Nosotros estamos asistiendo al decaimiento de toda la sociedad europea a causa de la primacía de la libertad sobre la verdad. Es triste decirlo, pero quien considera sagrada e inviolable la libertad, no entiende que la primacía de la libertad sobre la verdad comporta – necesariamente – que no exista ninguna verdad. Si en efecto existiera una verdad, la libertad absoluta, independiente de la regla de la razón, sería solo la libertad de la verdad, es decir, sería libertad de errar. Basta mirar a la aritmética para entender. Sí, somos libres de afirmar que 2 + 2 = 5, pero lo que afirmamos ¡es un error!
Ahora, está claro que si una verdad no existe, arbitrariamente se sigue que esta no puede estar sobre el plano ontológico, es decir, sobre el plano del ser; y no puede existir porque, si existiera, la libertad sin el respeto debido a la verdad objetiva, al ser de las cosas, no tendría sentido, siendo solo la libertad de errar. Pero la libertad absoluta, para el moderno Pastor, tiene sentido, esta es nada menos que sagrada e inviolable, y por esto queda verificado que sobre el plano ontológico una verdad no puede existir ni siquiera para él. Queda comprobado, es decir, que la primacía de la libertad se ve obligada a fundarse sobre la nada y que quien acepta tal superioridad está obligado a renunciar a una verdad dogmática, a priori, que predetermine el ser, lo que equivale a renunciar a Dios Creador y a los principios de la moral general y del derecho, también natural, elevando a “derechos” los deseos y los caprichos subjetivos del hombre.
Al interior de la así llamada “Iglesia conciliar”, ninguno parece darse cuenta del precio altísimo a pagar a la lección democrática de la historia. Si la libertad tiene la primacía sobre la verdad, no puede haber ningún Dios, porque un dios, un dios cualquiera, limitaría aquella libertad que en la imaginación de la sociedad se pretende absoluta, ab-soluta, es decir, liberada de todas las leyes afirmadas por un Creador. Si en una sociedad que se quiere absolutamente libre no pueden existir verdades a priori porque limitarían el ejercicio de la libertad, sigue que también las leyes de la naturaleza serán discutidas, exactamente como ocurre hoy con la teoría del género. ¿Cómo será posible entonces que exista una ética en una sociedad en la cual la libertad se quiere absoluta?
Muchos pastores, ahora puestos de parte de la libertad, se escandalizan porque la democracia parlamentaria esté a merced del grupo de presión de los usurpadores. ¿Pero, es tal vez para escandalizarse? considerando que el denominado mundo libre no admite una verdad del ser y su sociedad se funda sobre la nada, ¿tiene sentido escandalizarse de la corrupción general? En realidad, es el caso de maravillarse de este sentimiento de escándalo, ya que esto supone que se dé una ética al interior de una sociedad cuya única verdad es la nada. Este es el verdadero hecho escandaloso. ¿No se dan cuenta que en una sociedad así la ética puede ser solamente un fenómeno de inercia destinado a acabarse? Se debe explicar que en una sociedad que no tiene verdades la ética no puede más que disiparse progresivamente, transmitiéndose de padres a hijos siempre más débilmente, hasta detenerse totalmente en la generación que antes o después se preguntará y le preguntará a los padres, legítimamente, ¿el porqué de una ética si todo va en la nada? Dice el Salmo que si Dios no mete mano a la obra, en vano se cansan los constructores. Palabras santas y no escuchadas. Sí, porque aunque pueda aparecer como increíble, la libertad pretende construir el propio edificio, no ya sobre la arena, que sería todavía algo, sino directamente sobre la nada. Es absurdo, pero cada día se ve más esta loca tentativa.
Debería resultar evidente a quien sea, que sin una verdad, los valores son meras invenciones humanas. En cambio, la sociedad libre, en su esfuerzo de edificar, llega a un cretinismo sin igual en la historia europea, imaginando valores fundamentales sobre la nada; valores que, entre otras cosas, limitarían el ejercicio de aquella libertad que se pretende absoluta. Y ¿por qué es posible que la nada produzca valores? ¿Por qué nunca se debería empeñar en esta vida, trabajando, estudiando, moviéndose, casándose, poniendo en lo alto la familia teniendo también hijos y educándoles? ¿Por qué, luego, vivir honestamente y hasta ayudar a los otros? ¿Por qué, si al final ninguno tiene la cuenta de los méritos, honestidad y empeño y los hijos terminarán en la nada?
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Estos secuaces de la celante religión libertaria, que desdeña sacramentos, pesebres y crucifijos como fábulas para niños, ¿han leído acaso a Nietzche? ¡Pero atención! Porque estos serían los cristianos anónimos – por otra parte inexistentes – de los cuales fabula Karl Rhaner: ateos que creen que de la nada nacen valores. Parece una broma, pero es con ellos con los que la jerarquía enseña desde hace 50 años a buscar lo que une en vez de lo que divide y ¿qué cosa une a quien actúa en nombre de Cristo con quien actúa en nombre de la nada? Ciertamente no la verdad. Pero tampoco la libertad, porque quien es llamado a custodiar la verdad del ser – y la verdad del ser es Nuestro Señor Jesucristo – sabe que la libertad es “la facultad de moverse en el bien”, de “trazar el proprio fin [que es Dios] sin obstáculos” (León XIII) y nada más; mientras que quien vive para la libertad, por más esfuerzos que haga, no podrá nunca aceptar que la sola libertad concedida al hombre sea aquella de adherirse o refutar la Verdad. Y en consecuencia, no podrá nunca aceptar que el error venga excluido de la verdad, dado que sin la verdad ni siquiera se dan los errores. Pero no se unen tampoco los valores, porque, si no están radicados en Dios, los valores no son más que opiniones, destinadas a cambiar según la conveniencia. La historia enseña que la ética liberal no está firme como la católica, sino que dura hasta que conviene. El divorcio fue un despreciable reclamo burgués hasta el 1974. Luego, las conveniencias políticas han impuesto a todos los partidos cambiar decisivamente la ruta. Cuando la puesta en juego de la Verdad de Nuestro Señor Jesucristo, busca lo que une no tiene ningún sentido. A menos que no signifique el ceder católico a las razones liberales. Si, en efecto, hay alguna cosa que une al pastor moderno y al ateo de los valores, es porque uno de los dos ha cedido al otro; y quién haya cedido es demasiado fácil de adivinar.
G.R.
[Traducido por O.D.Q.A.]