Con este artículo damos la bienvenida a Agatha Inés de Jesús, nuestra nueva colaboradora, quien nos trae su bella pluma desde tierras mexicanas. ¡Bienvenida Agatha!
Adelante la Fe
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En una ocasión el demonio le dijo, furioso, al Cura de Ars que si hubiera tan solo otros tres sacerdotes como él en el mundo, su reino en esta tierra sería destruido. Es decir, el arma principal que tenemos contra el mal, la más fuerte y poderosa, es el desarrollar nuestra propia santidad, pues es lo que pone en fuga a todas las huestes infernales.
Pero, ¿qué es la santidad? Si miramos las grandes hazañas y acciones de los santos canonizados, podemos llegar a pensar que es algo muy lejano, muy distante de nosotros y prácticamente imposible de igualar. Antes de profundizar más en lo que es la santidad, es necesario aclarar una cosa: cada uno de nosotros somos seres únicos e irrepetibles. Y por lo tanto, Dios no nos pedirá igualar, punto por punto, la santidad de ningún otro modelo de santidad de la Iglesia. Nos pide a todos, sí, practicar las mismas virtudes, pero cada quien dentro de ese camino único, preparado desde toda la eternidad, con infinito cuidado y amor, específicamente para cada uno de nosotros. Y eso únicamente lo iremos descubriendo en la oración y la escucha, en el silencio del corazón y en la vivencia de la Presencia de Dios en cada momento.
Lo primero que hay que tener presente es el llamado que Dios nos hace a todos a “ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto”. Él sí es nuestro modelo total. Y no sólo nuestro modelo; estamos llamados a unirnos a Él, a ser parte de Él. En él tenemos que encontrar esa pequeña parte que nos toca reflejar de su ser, para desarrollarla, poniendo todo nuestro empeño pero también contando con que la gracia para lograrlo viene de Él. Un método práctico para llegar a este fin es lo que descubrió Santa Teresita del Niño Jesús. Ella, sabiéndose muy pequeña, decidió ante todo abrazar su pequeñez, reconocer su impotencia, su imperfección, y esto la cimentó en la humildad. Y la humildad es la base y el fundamento sólido sobre el que se han de colocar todas las demás virtudes. La humildad fomenta también la caridad, ya que al percibir con verdad y claridad nuestra imperfección, trataremos con respeto a los demás, lo cual favorece la unión que Dios pide que haya entre nosotros. Asimismo, la humildad nos protege de nuestra arraigada tendencia a “ver la paja en el ojo ajeno”, descuidando “la viga que llevamos en el propio”…
El punto de partida es admirar la santidad de Dios, y permitir que brote, a partir de ahí, un deseo insaciable de llegar a ser aquello que Dios deseó de nosotros al pensarnos y crearnos. Un deseo que nos conduzca a comprometernos con todo nuestro ser en buscar siempre y en todo la Voluntad de Dios, a buscar hacer siempre y en cada instante lo que a El más le complazca.
Es muy común y constante en nosotros el estar en espera de que algo termine, de que llegue determinada oportunidad, de que nos veamos liberados de alguna atadura u obligación, asumiendo que entonces sí tendremos tiempo para esa labor noble de dedicarnos a Dios. Y descuidamos precisamente el dedicarnos a Él en ese instante, que es lo que Él quiere de nosotros.
El camino, es ciertamente, estrecho, como nos lo dijo Jesús en el Evangelio, pues tendemos a dejar que la semilla que recibimos en su Palabra e inspiraciones se vea sofocada por la multitud de pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana —aunque a nosotros nos parezcan muy grandes. Pero la medida para sopesar esas inquietudes, aflicciones y dispersiones es mirarlas a la luz de nuestra última hora. ¡Qué diferente se verá toda nuestra vida en esos momentos! Entonces nos daremos cuenta de que los “graves” problemas o vicisitudes de nuestra vida no eran sino minucias, y que lo que verdaderamente tenía valor estaba al alcance de nuestra mano, a sólo un pequeño paso de nuestra voluntad. ¡Nuestra única tristeza en ese momento final sólo podrá ser la de no ser santos! Y recordemos que, al final de nuestra vida, seremos juzgados en el amor, como dijo San Juan de la Cruz.
La santidad no es como un adorno “extra” de nuestra alma, que podemos elegir o no, ni tampoco un lujo; es la clave del llamado que Dios nos hace en toda la Historia de la Salvación y la voluntad básica de Dios para nosotros. Por ese motivo nos creó y nos mantiene en la existencia. La medida de nuestra santidad es la medida de nuestra unión con Dios, ahora y en el Cielo.
La santidad debería ser, pues, la condición normal de la humanidad. Dios nos da el medio de vivirla en ese espacio sagrado que nos concede del tiempo. El tiempo de nuestra vida es un regalo que nuestro Padre celestial nos ofrece como materia prima para que lo transformemos en santidad. Cualquier momento de nuestra vida cotidiana, por más gris o absurdo que parezca, cualquier experiencia que vivamos, cualquier lugar en el que nos toque estar, es un taller de santidad, una grandiosa oportunidad de practicar el ejercicio de alguna virtud, de alguna práctica espiritual. Ninguna experiencia ha de desperdiciarse, así como cuando Jesús hizo la multiplicación de los panes y pidió que se recogieran todos los restos, de manera que nada se desperdiciara (cf Jn 6, 12).
Nuestro cumplimiento de la Voluntad de Dios —es decir, nuestro ejercicio de la santidad— ha de ser tanto activo como pasivo. Activo en cuanto a que hemos de obedecer las leyes de Dios y de la Iglesia, así como también las exigencias que se derivan de nuestros deberes y estado de vida. Y pasivo por nuestra amorosa aceptación de todo lo que Dios permite en nuestra vida, en cada momento del día.
Vemos entonces que la santidad no es imposible ni sólo para unos cuantos. Es accesible a todos. Es una invitación sutil pero constante por parte de Dios a vivir en su Voluntad, de una manera sencilla, haciendo de la mejor manera posible, lo que tenemos que hacer. A vivir cada situación en Él y desde Él, desde lo más trivial hasta lo más sublime —y todo según los talentos y capacidades que El nos dio. Y a aceptar las situaciones en que Él nos coloca, reconociéndolas como ese “terreno sagrado” en el cual deberíamos hasta descalzarnos, como lo hizo Moisés, es decir, liberarnos de nuestros juicios humanos que nos atan a la tierra y nos ciegan a lo espiritual.
Muy útil sería que, a mitad del día, y luego en la noche, tuviéramos un momento de reflexión, para concientizarnos de lo que Dios nos ha ido manifestando como su voluntad y comprobar si le hemos respondido o no.
Jean-Pierre de Caussade habla del Sacramento del Momento Presente, y entiende la obediencia como “el deber del momento presente”, que es el sendero que nos conduce a la santidad. Él hace notar que “ningún momento es trivial, puesto que cada uno contiene un Reino divino, un alimento celestial”…
Sabemos que Dios nos mantiene continuamente en la existencia, y hay que recordar también que su actividad se extiende a todas las cosas, incluso a las más triviales. Considerándolo así, ya no buscaremos la santidad de las cosas, sino la santidad que de hecho ya .está dentro de las cosas. Es como una búsqueda del Tesoro, oculto y a la vista a la vez. El tiempo mismo no es sino la historia de la acción divina. Y nosotros formamos parte de esa historia sagrada.
Si, sencillamente, ponemos a Dios en todo lo que hacemos, lo encontraremos en todo lo que acontece. Basta con recordar que a Dios le gustan las cosas bien hechas, y hechas con amor a El y a nuestro prójimo.
Seamos como los ángeles que viven ante la Presencia de Dios. Bajo su mirada haremos todo de una manera muy distinta. Y viviremos en recogimiento y adoración en medio de cualquier ocupación.
¡Fiat!
Agatha Inés de Jesús