¿Por qué meditar acerca de los sufrimientos de Jesús en su Pasión?

En Isaías 53, 5 podemos leer una frase, que también se encuentra más adelante en boca del apóstol San Pedro (1 Pe 2, 24): “Por sus llagas hemos sido sanados”. No dice, como nos gustaría más escuchar; “Por su amor hemos sido sanados”, sino, más bien, “por sus sufrimientos, por sus heridas”. Ciertamente su amor es el que lo movió a aceptar esos sufrimientos, pero, ¿por qué eligió precisamente ese camino del sufrimiento —y de un sufrimiento tan atroz y extremo— para redimirnos y, a la vez, probarnos su amor?

Con frecuencia escuchamos que se nos dice que “Jesús murió por nosotros”, pero, para entender verdaderamente toda la profundidad de esto, es necesario leer y meditar con atención el relato de la Pasión, con todos sus detalles, y buscar sintonizarnos con los sentimientos de Jesús durante ella.

Lo primero que hemos de notar es que el sacrificio de Jesús, e incluso hasta el más pequeño detalle de él, no fue algo fortuito ni imprevisto. El Antiguo Testamento hace continuamente alusión a ellos, y el mismo Jesús lo predijo varias veces durante el curso de su vida.

En el Antiguo Testamento vemos cómo Dios requirió de Abraham una prueba de amor heroica, pidiéndole que sacrificara, de manera cruenta, lo más precioso para él: a su propio hijo (nacido, de hecho, de manera excepcional), atándolo en la cumbre de una montaña, sobre unos leños que él mismo habría llevado sobre sus hombros hasta el lugar del suplicio. Y no fue sino hasta el tercer día que se le dijo a Abraham que su hijo, después de todo, no perecería sino viviría. Toda esta escena es una señal muy clara, que, por su gran semejanza apunta a la Pasión de Jesús. Es decir, esa alianza basada en una prueba de amor en el sacrificio, que Dios estableció con Abraham era un anuncio de la Alianza eterna y perfecta que iba a establecer con los hombres, a través de una prueba de amor extraordinaria, que se concretaría en un suplicio atroz. De modo que meditar y profundizar y aun experimentar la Pasión de Cristo lleva a comprender el amor de Dios. Y no se da lo segundo sin lo primero.

¿Qué podía Cristo ofrecernos para hacernos comprender su amor? ¿Sus milagros? Realizó muchos, pero, a partir de ellos, ¿quién comprendió su amor y quiso corresponder a él, tanto como para acompañarlo en la Pasión y al pie de la Cruz? ¡Sólo cuatro personas! De las cuales una era su Madre… Cuando uno percibe que una persona tiene gran riqueza o poder, parece que no le cuesta ningún esfuerzo lo que nos ofrece puesto que no le implica privarse de nada. En el caso de Jesús, lo único que verdaderamente podíamos percibir como costoso y hasta totalmente opuesto a Él era ese don que nos hizo de aceptar el sufrimiento, hasta la muerte y muerte de cruz, que era la más terrible que se le podía infligir. Cuando Isaac vivió el momento simbólico de ir a ser ofrecido en sacrificio, él mismo no era consciente de lo que estaba por suceder. Pero no fue así en el caso de Jesús quien, con total conciencia, supo desde antes qué es lo que lo esperaba, que pruebas y torturas lo esperaban, hasta la más mínima. Si Él le dio importancia a conocerlas a ese grado y con anticipación, ¿qué no sería lo mínimo que podríamos hacer, meditarlas nosotros también y tratar de encontrar el significado y amor que encierran? Esta meditación despertará en nosotros, primero un sentimiento de asombro al ver quién sufre y a qué grado, luego de compasión, y, finalmente, de gratitud, amor y deseo de correspondencia hacia ese gran Señor que nos amó de ese modo, hasta el extremo.

Al meditar los sufrimientos de la Pasión de Jesús vemos, ante todo y de manera gráfica, el sentido de las palabras de Jesús: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga”. Ese “negarse a uno mismo” es un desandar el camino del pecado original; cuando a Adán y Eva les prometió el maligno que “serían” como dioses, ellos anhelaron precisamente eso: “ser”. Y negarse a uno mismo es “no ser”, no colocarnos en el centro de nuestro egocentrismo, “perder la propia vida para salvarla”, como dijo Jesús. Es seguir a Jesús desde ese primer momento de lucha en que dijo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Y Jesús sabía hasta el detalle cuál era esa voluntad y lo doloroso que sería vivirla. Las gotas de sangre de Getsemaní, nos hablan ya, desde ese momento del esfuerzo radical que hemos de hacer para conformar nuestra voluntad con la de Dios, por más opuesta que parezca a nuestros deseos o inclinaciones.

La meditación acerca de la flagelación, las injurias, las bofetadas, las calumnias, la coronación de espinas, el doloroso camino de la cruz que padeció Jesús, nos ayudan, consuelan y fortalecen cuando presenciamos o vivimos cosas que se asemejen, aun de lejos a lo experimentado por nuestro Maestro. ¿Cuántas veces no experimentamos o vemos en los demás sufrimientos físicos o morales que no entendemos y que no tendrían ningún sentido si no los relacionamos a los dolores de la Pasión de Jesús? Lo que sufrió la Cabeza, lo ha de padecer también el cuerpo (místico de Jesús) para la Redención. Cuando nos injurian o calumnian, cuando padecemos injusticias o simplemente situaciones adversas, la respuesta de la naturaleza es sublevarse, defenderse, contraatacar, buscar culpables. Pero si miramos a Jesús, vemos que Él no reaccionó así. El venció a la maldad, a la violencia y al odio, con la humildad y con el amor. Si vemos su mirada de paz y dulzura, de perdón y amor en medio de un terrible dolor, no podremos ya reaccionar como nuestra naturaleza nos inclina a hacer, es decir, con respuesta de violencia a la violencia de las personas o acontecimientos, sino con aceptación de la Voluntad de Dios, uniendo nuestro fiat al de Jesús.

Sabemos que el suplicio de la flagelación que aplicaban los romanos era una tortura terrible, que aunque tenía como objeto aplicar un castigo previo a la crucifixión, por sí misma podía ocasionar la muerte. Esto es un cumplimiento de lo que dijo la Escritura: “Fue herido por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades” (Is 53, 5). La película de Mel Gibson, La Pasión, pone de manifiesto la magnitud de este suplicio. Habrá quienes puedan decir que prefieren no saberlo, pero es muy diferente saber lo que alguien sufrió, a sólo saber que sufrió. Por ejemplo, en el libro “Historia de un Alma”, vemos que Santa Teresita del Niño Jesús sufrió mucho y heroicamente antes de su muerte, pero no es sino hasta que uno lee el libro “Novissima Verba” (Las Últimas Conversaciones, recopiladas por sus hermanas y algunas otras religiosas) que se sabe hasta qué punto sufrió, pues ahí se detallan muchos de sus padecimientos y de los tratamientos, a menudo muy dolorosos, o de la falta de ellos (que también fue ocasión de sufrimiento), que hacen brillar hasta qué punto fue grande su heroísmo al enfrentar todo esto con fe, entrega y abandono total a la Voluntad de Dios.

La frase, “quiso Dios destrozarlo con padecimientos, y él ofreció su vida como sacrificio por el pecado” (Is 53, 10), nos habla también de la magnitud del padecimiento de Cristo pues “destrozarlo” es llevarlo a un padecimiento tan extremo que acaba aun con su apariencia de hombre. No podemos encerrar todo eso tan sólo en un decir que sufrió por nuestro amor. Ni endulzar las cosas pretendiendo que el sufrimiento extremo no existe pues lo vemos diariamente por todas partes. Y, cuando presenciamos los sacrificios y padecimientos de una persona por ayudar a otra, no dejamos nunca de pensar en el grado de amor que expresan, como cuando una madre se desvela o priva de alimento por sus hijos, o como cuando alguien pone en peligro su vida por salvar a otra persona.

Jesús no temió someterse como “un cordero que es llevado al matadero”. Pero un Cordero vencedor, que venció a la violencia y al odio con el perdón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Cada elemento de la Pasión de Jesús es cumplimiento de las predicciones que los Profetas y los Salmos; en cada uno de sus sufrimientos, se encierra un Misterio infinito que produce torrentes de gracias en las almas que los aprovechan. Cada elemento de la Pasión es una oferta de gracia para nosotros si lo sabemos meditar y aprovechar.

En esta tierra siempre tendremos tribulaciones, grandes o pequeñas pues, como le dijo la Virgen de Lourdes a Santa Bernardita: “No te prometo hacerte feliz en este mundo, sino en el Cielo”. Meditar los sufrimientos de Jesús en su Pasión será siempre una fuente inagotable de gracia para enfrentar estas penalidades pues, como bien sabemos, los que presenciaron más de cerca los sufrimientos de Jesús, en toda su crudeza, fueron los que obtuvieron una conversión total e instantánea: el centurión, que después de haber presenciado todo lo que vivió Jesús en la cruz, hasta la muerte, dijo “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios”. Y el buen ladrón, que obtuvo la gracia de darse cuenta que los sufrimientos por los que él atravesaba eran totalmente merecidos y de aceptarlos con paz, lo cual le valió escuchar las envidiables palabras de Jesús. “Hoy estarás conmigo en mi Reino”.

Quien medita los sufrimientos de Jesús y sufre en unión con Él, vuelve sagrado su sufrimiento; quien padece con Él, hace propias las palabras del Himno para las Laudes de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: “Sólo al chocar en las piedras el río canta al Creador; del mismo modo el dolor, como piedra de mi río, saca del corazón mío, el mejor canto de amor”.

Agathá Inés de Jesús

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