La Virgen María nos advierte del gran pecado de omisión

En este año que celebramos el centenario de las apariciones de la Santísima Virgen María en Fátima debiera resonar en nuestras conciencias aquel llamado exhortativo que la Madre de Dios y Madre nuestra hizo un 13 de julio de 1917: “Rezar por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque nadie reza o se sacrifica por ellas”. Estas palabras de Nuestra Señora, a cien años vista, han de servir de acicate y estímulo en una época donde se ha perdido, casi por completo, el sentido de pecado personal y a la vez ha desaparecido el impulso misionero auténtico que Nuestro Señor Jesucristo convirtió en mandato antes de su Gloriosa Ascensión a los Cielos.

El primer interrogante que se nos viene al meditar las palabras de Nuestra Señora es: ¿puede un alma condenarse sin culpa propia?; evidentemente no, ni por la justicia divina ni por supuesto por su misericordia. Un alma condenada al infierno es un alma que, desde su libertad, ha rechazado a Dios y ha aceptado el pecado hasta el mismo final de su vida. Es un alma que ha rechazado la misericordia de Dios en las muchas admoniciones que el Espíritu Santo ha realizado en su conciencia. Es un hecho terrible y a la vez muy real: como Dios respeta nuestra libertad podemos condenarnos. Y el infierno es resultado de la opción libre tanto de los demonios como de las almas humanas allí presentes. Esto es dogma de fe y ni siquiera puede ponerse en duda pues sería dudar o negar la misma Palabra de Dios (mencionada hasta 27 veces en los evangelios y de forma muy concreta en Mateo 25). Quien se condene es por su culpa, pues nadie se condena por culpa de otro. Pero si se puede condenar desde una opción libre donde influyan perniciosamente otras personas. Y se puede salvar desde una opción libre donde también influyan, en este caso felizmente, otras personas. El principio de la libertad personal tiene una parte de interdependencia que, en teología llamamos “comunión de los santos”. Somos libres, si, pero no estamos solos. En el camino a la eterna salvación nos ayudan la Virgen Santísima, los ángeles y los santos, las ánimas del purgatorio y aquellos hermanos nuestros que Dios pone en nuestra vida y que hacen apostolado con nosotros. Y éstos últimos, nuestro prójimo, cumpliendo doblemente lo mandado por Jesucristo de “dad gratis lo que gratis habéis recibido” (Mateo 10,8) y de “id por todo el mundo a llevar el evangelio…”  (Marcos 16,15). Y a la vez, no menos cierto que, de manera directa procuran y desean nuestra condenación los demonios y, de manera normalmente indirecta aquellos hermanos nuestros que, o bien nos alientan a vivir en el pecado, o bien, por omisión, no nos ayudan a vivir en la virtud. Y de éstos últimos se “ocupa” la Virgen María en su mensaje tras mostrar la horrible realidad del infierno a los tres pastorcillos.

Ha llovido mucho desde 1917, y para peor a la vista del devenir histórico. Si el mundo estaba alejado de Dios en esa fecha, ahora lo está mucho más. Y por ello la advertencia de la Virgen María ha de ser motivo profundo de reflexión y, sobre todo, de enmienda. Y para ello debemos, con valentía, desenmascarar dos grandes mentiras que hoy día son parte integrante de una falsa felicidad del hombre “moderno”.

Primera mentira: No existe el pecado personal. Sólo existe el pecado “social” del cual nadie tiene responsabilidad moral al estar todos determinados por las circunstancias.

Segunda mentira: De lo anterior se deriva que no tiene sentido rezar ni sacrificarse por los “pecadores” ya que estos no existen. Y no se reza por lo que no es.

Pues bien: Nuestro Señor Jesucristo en la cruz nos recuerda que murió de ese modo por nuestros pecados. Es nuestro redentor, que sufrió muerte espantosa como propiciación ante el Padre. Y en cada Misa se actualiza de forma incruenta este sacrificio. Entonces creer que no hay pecado personal es rechazar de forma indigna el Amor infinito de Dios expresado de forma insuperable en su pasión, muerte y resurrección. Y omitir el apostolado, que incluye de forma esencial la oración por el prójimo, es negar el mandato de Nuestro Señor ya mencionado en esta carta y dado antes de la Ascensión. Habría que preguntarse si no hay responsabilidad moral personal, de cada uno de nosotros, entonces ¿para qué murió Cristo en la cruz? Y ¿para que fundó su Iglesia y la revistió de carácter misionero y universal?

Por tanto: hemos de darnos cuenta de la gravísima responsabilidad que tenemos los católicos de hoy en aras a recuperar lo que Nuestro Señor nos manda en la conciencia y que su Madre del Cielo nos recordó hace cien años. Hay que orar por los pecadores, hay que ofrecer sacrificios por ellos. Por supuesto hay que empezar desde uno mismo, pero como difícilmente se alcanza la santidad a lo largo de la vida, han de ir en paralelo ambas ascéticas de conversión: la propia y la del prójimo. Hagamos examen de conciencia con valentía y sin temer ser mal juzgados por el mundo, pues no es el mundo quien nos va a juzgar al final de nuestra vida, sino Dios Nuestro Señor. Él nos pedirá cuentas, el día del juicio, por lo que hicimos para ayudar a salvar tantas almas que puso en nuestro camino. En nuestra familia, en nuestra sociedad, en nuestra Diócesis o Parroquia, en nuestra Comunidad Religiosa, en todos aquellos ambientes donde nos movimos. Nos pedirá cuenta de nuestra oración, de nuestros sacrificios……y nos descubrirá si hubo almas que, condenadas por culpa propia, podrían haberse salvado de haber recibido, por medio de nuestra oración y mortificación, aquello que gratis recibimos de otras almas que si lo hicieron por nosotros. Momento terrible si se destapa nuestro pecado de omisión: pecado que podría llegar a suponer, Dios no lo quiera, nuestra propia condenación. Para no llegar a ello, para satisfacer el deseo de María Santísima, pongámonos desde ya a orar con perseverancia por todas aquellas almas que, objetivamente (el juicio personal es solo de Dios), estén alejadas de la Gracia Sacramental, de la Iglesia, de Dios en definitiva. Ofrezcamos sacrificios por esas almas, y realicemos esta tarea misionera con la humildad que Cristo nos pide: “Siervos inútiles somos; hicimos lo que teníamos que hacer” (Lucas 17,10).  Hagamos así sonreír a la Bienaventurada Virgen María en el centenario de su amorosa y profunda exhortación por el bien de las almas.

Boletín de la diócesis de Oruro (Bolivia)

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