A lo largo de los siglos, la Iglesia Católica siempre ha combatido las deformaciones contrarias a su doctrina moral. Por un lado el laxismo, es decir la negación de los absolutos morales, en nombre de la supremacía de la conciencia; por otro, el rigorismo, o sea la tendencia a crear leyes y preceptos que la moral católica no tiene en cuenta. Hoy en día el laxismo se manifiesta en la moral situacional, de corte modernista, mientras que el rigorismo puede ser una tentación sectaria para el tradicionalismo. Me gustaría poner en guardia contra este último peligro, recordando lo que sucedió en los primeros siglos de la Iglesia con las herejías modernista, novaciana y donatista.
Los montanistas, por ejemplo, sostenían que el martirio había que buscarlo voluntariamente y no intentar evitarlo jamás. Muy diferente era la actitud de los verdaderos cristianos, que no buscaban el martirio pero una vez obligados a escoger no vacilaban en preferir la muerte a la apostasía. Las Actas de los mártires muestran la diferencia entre el comportamiento de Quinto Frigio y el de Policarpo, obispo de Esmirna, en el año 155 después de Cristo. Quinto se denunció a sí mismo como cristiano, pero más tarde renegó de la fe con las amenazas y los suplicios. En cambio, Policarpo, capturado por el procónsul Estacio Quadrato, alcanzó la palma del martirio sin haberlo buscado.
El montanismo fue condenado por la Iglesia, pero su espíritu rigorista resurgió cien años después con la llamada cuestión de los lapsi. En el año 250, el emperador Decio promulgó un edicto por el que ordenaba bajo pena de muerte que todos los ciudadanos del Imperio quemasen incienso ante las divinidades paganas. Se llamó lapsi (caídos) a aquellos cristianos que para salvar la vida renegaban de la fe cristiana y una vez pasada la persecución pedían ser readmitidos en la comunión de la Iglesia.
Hubo algunos prelados africanos que negaron a los lapsi la posibilidad de acceder a los sacramentos, ni siquiera el de la Penitencia. Este rigorismo moral lo adoptó Novaciano (c.220-258), sacerdote ambicioso que ocupaba una posición destacada en el clero. Según Novaciano, el pecado de los lapsi podía perdonarlo Dios, pero no la Iglesia, que no podría volver a recibirlos en su seno ni aun a la hora de la muerte.
El papa Cornelio (251-253) declaró que los lapsi que hubieran hecho penitencia públicamente podían reintegrarse a la Iglesia. Novaciano impugnó la validez de la elección de Cornelio y, tras hacerse consagrar obispo por medio de engaños, reivindicó para sí el papado y llevó a cabo una intensa actividad propagandística por todo el Imperio. Está considerado el primer antipapa.
Si Novaciano había rechazado la absolución de los apóstatas, sus seguidores más coherentes extendieron el error a todos los pecados graves, como idolatría, homicidio y adulterio; según ellos, ésos no los podía perdonar la Iglesia, sino sólo Dios. Estas ideas fueron recogidas en tiempos de Diocleciano (301-303) por los donatistas, seguidores de Donato, obispo de Casae Nigrae (actual Case Nere), en África.
En la última de sus persecuciones, el Emperador ordenó que todo libro sagrado de la Iglesia fuera entregado a las autoridades y quemado públicamente. Quienes se sometieron a este edicto fueron calificados de traidores por los demás cristianos, al ser culpables de traición al haber entregado libros y objetos sagrados a los perseguidores. El obispo Donato afirmó que la creación de Ceciliano, obispo de Cartago, había sido inválida porque lo había ordenado un traidor, Félix de Aptonga. Para Donato y sus seguidores, ni los herejes ni los pecadores públicos pertenecían a la verdadera Iglesia, y los sacramentos que administraban eran además inválidos. Según ellos, la validez de los sacramentos dependía de la santidad del ministro.
El gran adversario doctrinal del donatismo fue San Agustín, obispo de Hipona, que a lo largo de veinte años, de 391 a 411, escribió más de veinte tratados contra la secta. En el Concilio de Cartago, en año 411, Agustín tomó la palabra más de setenta veces en tres sesiones, cuyas actas se conservan, refutando el donatismo.
Novaciano y los donatistas no tenían intención de abolir el sacramento de la Penitencia, pero al negar que en algunos casos la Iglesia pudiese administrarlo dejaron la puerta abierta para su eliminación por parte de Lutero y Calvino. Por eso el Concilio de Trento, el 25 de noviembre de 1551, reiteró la condena de la doctrina de Novaciano y los donatistas (Denzinger, nº 1670) afirmando que todo el que caiga en pecado después del Bautismo siempre podrá repararlo mediante una penitencia sincera. Ese mismo concilio definió que los sacramentos son válidos independientemente de que el ministro esté en gracia o en pecado (Denzinger, nº 1612).
Negar la potestad de la Iglesia para remitir los pecados cometidos después del Bautismo llevaba irremediablemente a rechazar la dimensión institucional del Cuerpo Místico de Cristo. Los montanistas se calificaban de espirituales y anhelaban una Iglesia de inspiración profética y comunicación directa con Dios. Por su parte, nos novacianistas se llamaron a sí mismos kataroi, esto es, puros, palabra que volverían a emplear en el Medioevo los heréticos albigenses para distinguirse de los miembros de la Iglesia jerárquica. Y por último, los donatistas se inspiraron en un mismo paradigma de Iglesia invisible. Las sectas que proliferaron en el siglo XVI a la izquierda de Lutero recogieron los errores de los montanistas, los novacianistas y los donatistas, contraponiendo sus camarillas a la Iglesia Católica fundada por Jesucristo.
Para no caer en ese fanatismo sectario, los cristianos de los primeros siglos tuvieron necesidad de ponderación y equilibrio.
Un valiente historiador, Umberto Benigni (1862-1934) afirma que los primeros cristianos fueron ante todo conscientes y decididos: «Sabían a lo que tenían que aspirar, y lo desearon de forma ardiente y constante. Adoptaron, además, una actitud disciplinada frente a las tendencias anarquistas o sececionistas de los iluminados, los impulsivos y los individualistas. La monarquía episcopal no tardó en derrotar las tendencias oligárquicas de todo profeta o presbítero, y la supremacía papal se fue de hecho determinando contra algunos obispos secesionistas (…) Finalmente, los primeros cristianos llegaron a tener una actitud equilibrada. Es decir, que siendo en su conjunto ortodoxos no se dejaron arrastrar por excesos ni a izquierda ni a derecha; ni por los rigoristas, ni por los laxistas de Cartago, ni por las convulsiones montanistas, ni los rebuscamientos alejandrinos, las tacañerías judaizantes ni la anarquía de los gnósticos. Esta mentalidad equilibrada les ayudó a entender su tiempo y recorrerlos sin transigencias ni suspicacias; ni galopando ni cojeando; estaban siempre listos para adaptarse, pero no para capitular sino para triunfar. Cuando Constantino los llamó a reformar la sociedad romana, no tuvieron necesidad de precipitarse ni de acortar el paso, y siguieron recorriendo en carro la vía imperial que hasta entonces se había recorrido a pie» (Storia sociale della Chiesa, Vallardi, Milano 1906, vol. I, pp. 423-424).
Conscientes, decididos, disciplinados y equilibrados deben ser también hoy en día los católicos, ahuyentando el peligro del caos y la fragmentación que los amenaza. Un artículo del sacerdote (más tarde cardenal) Nicholas Wiseman en el Dublin Review en el que comparaba la postura de los donatistas africanos con la de los anglicanos, abonó el terreno para la conversión del cardenal John Henry Newman, a quien impactó la frase de San Agustín recogida por Wiseman en Contra Epistulam Parmeniani, Lib. III, cap. 3).: Securus iudicat orbem terrarum (el juicio de la Iglesia debe ser universal y cierto). Esta frase sintetiza el espíritu romano de los primeros siglos.
Sólo la Iglesia tiene derecho a definir una ley moral y su obligatoriedad. Quien pretenda erigirse sobre la autoridad de la Iglesia imponiendo normas morales inexistentes corre el riesgo de caer en el cisma y en la herejía, como desgraciadamente ha sucedido ya a lo largo de la historia.
Traducido por Bruno de la Inmaculada