I. Con este Domingo de Quincuagésima, estamos ya a las puertas de la Cuaresma que comenzará el próximo miércoles con la ceremonia de la bendición e imposición de la ceniza.
Durante la Septuagésima, la Iglesia nos ha preparado para dicho tiempo litúrgico en tres etapas según las ideas fundamentales que dominan en los Evangelios de estos Domingos:
- Septuagésima: la invitación de Dios a trabajar en la «viña del alma» poniendo ante nuestros ojos la meta de la vida cristiana en la gloria del Cielo.
- Sexagésima: la acción de Dios en su Iglesia, arrojando la semilla de su palabra y de su gracia para que produzca fruto abundante.
- Quincuagésima: el fin de esta acción divina que es incorporarnos a Cristo por el sacramento del Bautismo para así participar de su muerte y resurrección y llegar a la vida de la Pascua eterna.
II. El ciego de Jericó cuya curación nos relata el Evangelio (Lc 18, 31-43) es una figura del pecador que se convierte pidiendo a Dios la luz de la gracia y un ejemplo de esta unión con Cristo de la que venimos hablando. persevera en su deseo de acercarse a Jesús a pesar de los obstáculos y dificultades que se interponían entre ambos; llamándole «Hijo de David» confiesa que Jesús es el Mesías y, una vez curado, «lo seguía, glorificando a Dios» (v.43). De ahí la respuesta del Señor: «tu fe te ha salvado» (v.42)[1].
Esta consideración sobre cómo la fe lleva a la unión con Cristo nos recuerda que esa unión con Jesús, que debe ir creciendo cada día de nuestra vida hasta llegar a su plena madurez en el momento de la muerte, tiene un momento privilegiado cada vez que asistimos a la celebración de la santa Misa y recibimos el sacramento de la Eucaristía, que guarda una estrecha relación con la virtud teologal de la fe.
La expresión Mysterium fidei («Misterio de la fe») está insertada en las palabras que dice el sacerdote en la Consagración del Cáliz. Se documenta ya en los sacramentarios más antiguos desde el siglo VII y, al no tener un correlato exacto en los textos bíblicos, ha despertado la atención de los teólogos y liturgistas llegándose a suprimirla en el Misal reformado por mandato del Concilio Vaticano II y promulgado por Pablo VI. Como sintetiza Jerome Gassner OSB, León IX (1049-1054) declara que estas palabras son una tradición transmitida por san Pedro, autor de la liturgia romana; Inocencio III (1198-1216) dice que fueron añadidas a las palabras de la consagración por tradición apostólica y hacen referencia a 1Tim 3, 9-16 y santo Tomás las considera transmitidas a la Iglesia por medio de los Apóstoles[2].
Las palabras, «Misterio de la fe», sintetizan el contenido esencial de la fe eucarística.
- Misterio: el término es utilizado por san Pablo para indicar el designio salvífico de la Trinidad (Ef. 3, 9; Col. 1, 26). Un designio que encuentra su origen en el amor intratrinitario que quiere introducir a los hombres en su misma vida; hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1, 4).
Este designio de salvación se cumple en su Pasión, Muerte y Resurrección que Cristo anuncia a los Apóstoles en el Evangelio de este Domingo (Lc 18, 31-43). Jesús instituyó la Eucaristía, entre otros fines, para que fuese «un perpetuo memorial de su pasión y muerte» («Oh Dios que en este Sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu Pasión…[3]) y la santa Misa es el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo que se ofrece sobre nuestros altares bajo las especies de pan y de vino en memoria del sacrificio de la Cruz.
- Misterio de la fe: en cuanto la Eucaristía es objeto de la fe pues solamente por la fe conocemos la presencia real de Cristo y en cuanto la Pasión de Cristo, en ella representada, salva por medio de la fe[4].
Esta referencia a la fe implica el contenido de la fe de la Iglesia que se transmite de generación en generación y el acto en virtud del cual cada cristiano se adhiere con todo su ser (razón y voluntad) al Dios que le sale al encuentro en el sacramento.
«La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los apóstoles, de ahí el antiguo adagio: «Lex orandi, lex credendi» («La ley de la oración es la ley de la fe») (o: «legem credendi lex statuat supplicandi» [«La ley de la oración determine la ley de la fe»], según Próspero de Aquitania, siglo V, ep. 217). La ley de la oración es la ley de la fe, la Iglesia cree como ora. La Liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva»[5].
III. Le pedimos al Señor por la intercesión de la Virgen María que nos ocurra como al ciego del Evangelio, cuya misma limitación y pobreza fueron la ocasión de su encuentro con Jesús. Su vida fue completamente distinta a partir de entonces: «lo seguía, glorificando a Dios» (v. 42). Después de recuperar la vista, es un discípulo que sigue al Maestro. Que cada vez que recibimos al Señor en la Eucaristía sea ocasión de seguirle de un modo renovado por el camino de la vida, de convertirnos en discípulos que cada día están más unidos a Él.
[1] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia: in Lc 18, 38.
[2] «Las adiciones de eterno y misterio de fe se derivan de la tradición del Señor, llegada a la Iglesia a través de los Apóstoles, de acuerdo con lo que se dice en 1Cor 11,23: Yo recibí del Señor lo que os he transmitido»: STh IIIa, q. 78, a. 3.
[3] Cfr. Misal Romano, Fiesta del Corpus Christi, oración colecta.
[4] Cfr. STh in loc.cit.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 1124.