Con demasiada frecuencia, los católicos no practicantes aducen que «la Misa no les llena». ¿Qué quieren decir con tal afirmación? ¿Qué podemos aprender de la metáfora del hambre y de la desnutrición?
Será raro que quienes permanecen en el ámbito del catolicismo tradicional le oigan decir a alguien que dejó de ir a la Iglesia porque no le llenaba. La causa de este contraste salta a la vista. El catolicismo convencional proporciona un régimen de adelgazamiento, mientras que el catolicismo tradicional sirve un banquete.
El problema fundamental parte del concepto protestante que entiende la Misa como una comida. Desde luego es un banquete nupcial, pero lo que se hace presente entre nosotros son las nupcias sangrientas de la Cruz, si bien de un modo incruento. Ante todo, no nos congregamos para comer, sino para ofrecer un solemne sacrificio a Dios, una ofrenda de adoración, acción de gracias, propiciación e impetración a la Santísima Trinidad por medio de Jesucristo, Sumo Sacerdote y Cabeza de su Cuerpo Místico. Es el acto de culto al que ingresa el cristiano por el bautismo y para que se le encomienda en la Tierra, a fin de que goce eternamente de sus frutos en el Cielo. Al participar en dicho acto, el cristiano se capacita para unirse íntimamente con el Salvador en el sacramento de su Pasión, que contiene, como dice Santo Tomás de Aquino, a Christus passus, el Cristo que padeció por nuestros pecados.
Una comida no es en sí un acto de culto ni de ningún otro aspecto de la virtud de la religión, aunque puede formar parte de una serie de actos que en su conjunto se hagan acreedores a llamarse culto divino. En resumidas cuentas, lo que necesita y desea la naturaleza humana, y lo que Dios exige y merece, es la inmolación de nuestro corazón en el altar de la Cruz en unión con el Dios hecho hombre. Tal es la unión de fe y de caridad que precede y de hecho permite la unión física en el banquete eucarístico [1].
Por consiguiente, la reducción teórica y fenomenológica de la Misa a una comida –reducción típica de la mentalidad y prácticas de los liturgistas progres– trastorna el orden ontológico y psicológico en que los católicos deben participar en la liturgia. Deberían hacerlo entrando con santo temor por las puertas de la abnegación y la humildad ante el misterio de Dios que irrumpe en medio de nosotros sobre el altar de piedra en que se realiza el sacrificio trasciende en todo momento cada uno de nuestros pensamientos y palabras. Los fieles tienen que sumergirse en un rito hierático y un silencio que hagan verdaderamente imposible que se limiten a rozar la superficie o a dejarse llevar por una vía cómoda. Tienen que encontrarse ante un testimonio inequívoco de su insignificancia personal y su carácter marginal. Deberían ver, sentir, oír y oler que Dios es más real que todo lo creado, porque todo lo creado tiene el deber de postrarse ante Él, señalar hacia Él, congregarse en torno a Él. De modo que, si Él no existiera, todo el contenido de lo que hacemos y la manera en que lo hacemos carecería del menor sentido, sería pura locura.
Nada de eso, fijémonos bien, tiene que ver con comer ni beber… eso ya llegará en su momento. Comer pan y beber vino son actividades de todos los días asumidas por Cristo a las que se ha dado una función maravillosa en la economía de la salvación. Eso sí, sólo para quienes no las ven como algo común y corriente, para quienes se han empapado y saturado a tal extremo de la inefable Presencia divina, o se sienten tan estimulados por su ausencia y su vacío, que sienten hambre y sed de Dios, del Dios vivo. «¿Cuándo lo veré cara a cara?», es el clamor de quien, ante un ministro de Dios que deliberadamente nunca lo mira a la cara, aprende la dura lección de que lo importante no es uno mismo, que se nutra espiritualmente, que le acaricien los oídos con un mensaje de consuelo o le suelten una arenga para concienciarlo de los problemas de la sociedad.
Solamente me será de provecho, de mucho provecho y me satisfará, cuando deje de pensar en mí mismo y busque a Dios, que es el misterioso alimento del alma. Así como el alma informa el cuerpo, también el alma con un sano apetito de gracia, que puede desear de muchas maneras con nombres muy diversos, es la que hace al cuerpo susceptible de nutrirse sacramentalmente. Por eso dice Jesús en un versículo que los protestantes suelen entender mal: «El espíritu es el que vivifica; la carne para nada aprovecha» (Jn. 6,63). Si en nuestra alma no nos encontramos ante la Presencia del Señor, con fe viva y auténtica devoción, el gesto físico de acercarnos a recibir la Hostia o beber de un cáliz no nos reportará beneficio alguno. Todo lo contrario, como advierte San Pablo, «el que come y bebe no haciendo distinción del Cuerpo del Señor come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos débiles y enfermos, y muchos que mueren» (1Cor. 11,29-30). [2]
Ciertas conclusiones se hacen inevitables. No sólo de pan vive el hombre. Ni siquiera del Pan de Vida. Si hiciéramos una religión de incesantes comuniones, no sería una religión adecuada para el hombre, ni tampoco la religión instituida por Cristo. Para alimentarnos como es debido con el Pan vivo de Dios, es preciso estar debidamente preparados para recibirlo de forma que nos sea provechoso. Nos preparamos con la doctrina, la devoción, el ascetismo y la estética. Las oraciones y cantos en latín, los gestos y posturas litúrgicos, el rezo con las Escrituras y con el Rosario, son elementos todos que contribuyen a desarrollar en nosotros el apetito y la aptitud para recibir el Pan de Dios, permitiendo que sabor y su alimento permanezcan en nuestro ser. Hay que ejercitar la lengua, los dientes, las mandíbulas y los huesos de la mente antes que los del cuerpo, o al menos es preciso hacerlo simultáneamente. Limitarse a comer un sacramento no es la menor garantía de su eficacia. Por mucho que se coma no se divinizará el alma en tanto que el intelecto y la voluntad no se centren en los misterios con cuyos mimbres se ha tejido la liturgia, participando en ellos y vinculándose a ellos.
La liturgia entretejida de dichos misterios no será una mera tentativa humana de materializar la virtud de la religión, una liturgia de aficionados; será necesariamente uno de los ritos litúrgicos tradicionales, oriental u occidental. Esos ritos se remontan a los apóstoles, y fueron madurando a lo largo de los siglos con fieles que ejercían esa virtud en unión con Cristo y unión mutua, guiados por el Espíritu Santo. Así como el hombre es un compuesto de cuerpo y alma, el culto también tiene su cuerpo y su alma; del mismo modo que el alma informa el cuerpo, también la Tradición da forma al cuerpo, por así decirlo, o manifestaciones externas de la liturgia. Si queremos una liturgia verdaderamente cristiana, es decir, que no sea el mero producto de una comisión de hombres patrocinados por una autoridad eclesiástica, sino resultado de un desarrollo orgánico de la tradición apostólica en el tiempo y el espacio, y por tanto verdaderamente universal o católico (de katho holos, universal, según la totalidad). Esa es la liturgia a la que se adecua el católico por el bautismo, que no sólo lo capacita para la comunión con toda la Iglesia –triunfante, purgante y militante, pasada presente y futura–, sino que además lo mueve a actuar y a padecer como miembro del Cuerpo.
No es de extrañar, pues, que quien está tan bien equipado e inclinado por el carácter del bautismo encuentre poco menos que imposible que lo satisfaga una liturgia que no es ni católica ni universal en el sentido arriba descrito. De hecho, ni siquiera es litúrgica en toda la extensión de la palabra. Es posible que no sepa describir el problema; hasta puede que ni sea consciente de que es un problema. Quizás esté aburrido, albergue dudas, sea perezoso, se haya alejado y tal vez termine por contarse entre los que no están afiliados a ninguna iglesia, de los que monseñor Barron ha hablado extensamente sin llegar a identificar la más profunda causa subyacente, a saber, la disolución (o al menos la prohibición e inaccesibilidad) de la forma normal y normativa de los cristianos de encontrarse con el trascendente misterio de Dios, el esplendor de Cristo, la suave pero insistente llamada del Espíritu Santo [3].
El no practicante es alguien que no se nutre espiritualmente, ¿y eso a qué se debe? Lo que rechaza no es la religión ni la adoración, ni un rincón sosegado al pie del Árbol de la Vida; rechaza el sucedáneo de religión de la mesa de la abundancia, el pesebre social, el pan y circo. ¡Ojalá descubriera lo que es la verdadera religión! ¡Ojalá pudiera adorar con temor y temblor, reposando al pie de la gloriosa Cruz, ajeno a comidas y cenas en las que todavía se sigue traicionando al Hijo del Hombre!
La farsa ha alcanzado niveles dignos de Orwell: un catedrático de teología ha publicado un libro titulado Bored Again Catholic: How the Mass Could Save Your Life, en el que da por sentado que la liturgia aburre inevitablemente a los jóvenes, y los anima a abrazar el aburrimiento. ¿Por qué razón vamos a fingir que la culpa no es de la liturgia bugniniana, que no está en ella el origen de esta epidemia de aburrimiento, que la situación a la que asistimos es la culpa de todo y de todos pero no tiene la menor relación con la malhadada reforma litúrgica, que se desbocó llegando a años luz más allá (o más abajo) de cuanto se abordó en la constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II? ¿Acaso el alejamiento de millones de católicos en los años sesenta y setenta, y el exiguo éxito de la Iglesia para atraer o retener a los jóvenes, no tienen nada que ver con la radical transformación del culto divino, hasta el punto de que no parezca ni culto ni divino?
La prueba la tenemos en casa: es más, es abrumadora. Cuando hay autores que reconocen que la nueva liturgia aburre y la juventud casi ni se interesa por ella, se les ve el plumero. Y si, como contrapunto, abundan los jóvenes y las familias jóvenes allí donde se ha permitido que arraigue la Misa Tradicional, esos jóvenes constituyen un testimonio de la misma verdad desde el ángulo opuesto: la rica y majestuosa liturgia tradicional tiene mucho gancho, un espíritu de misterio, una belleza palpable y una plenitud de oración que no se encuentran en la anoréxica versión modernista. Una nutre y está bien engordada; la otra, está flaca y no alimenta.
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, incluida la tradición litúrgica que concibió en su sabiduría y expresó en su Providencia.
NOTAS:
[1] Ver mi artículo The Priority of Religion and Adoration over Communion, publicado el 9 de octubre de 2017 en New Liturgical Movement.
[2] La conciencia de los católicos que asisten a la liturgia tradicional se encuentra cara a cara con esta amonestación apostólica al menos tres veces al año. Pero los artífices del Novus Ordo se ocuparon de que dichos versículos no aparecieran una sola vez en toda la liturgia. Véase mi artículo http://www.newliturgicalmovement.org/2016/04/the-omission-that-haunts-church-1.html#.WtuPUdSLRH2, publicado el 11 de abril de 2016 en New Liturgical Movement.
[3] En su conferencia del ciclo Erasmus Evangelizing the Nones, monseñor Barron identifica con erudición varios factores culturales que contribuyen a la actual falta de interés en la religión, pero no menciona ni de pasada algo que salta a la vista: la liturgia simplificada y totalmente deficiente que nos vemos obligados a aparentar que es el centro de nuestra vida, y que no alcanzaría para sustentar una religión falsa, no digamos la verdadera. Sospecho que Erasmo de Rotterdam, de haber podido asistir a esa conferencia que lleva su nombre como mínimo habría fruncido el ceño con escepticismo, si es que no daba rienda suelta al sarcasmo.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)