Para crecer en santidad (X): La caridad

 10.- Para crecer en santidad: La caridad

Como decíamos hace unos días, hablaremos hoy de esta virtud como “cemento de unión” o correa que rodea y está presente en todo el edificio espiritual, ya sean los pilares, el suelo, las paredes, el tejado. Y es que la caridad, entendida en sentido propio y auténtico es la virtud reina de nuestra vida espiritual. Ella “impregna” todo nuestro edificio. La caridad da vida a todas las demás virtudes, pues es necesaria para que éstas se dirijan a Dios. Sin la caridad, las demás virtudes están como muertas.

Significados erróneos o imprecisos del término “caridad”

En muchas ocasiones se usa el término caridad como sinónimo de “ayudar a una persona dándole comida, dinero, ropa”. O se oye a alguien pobre en la puerta de una iglesia decir: “Por caridad ¿me puede dar una moneda?” Esto ha hecho que se simplifique y reduzca el concepto caridad al hecho de prestar ayuda a alguien. La virtud de la caridad es mucho más que eso. En el fondo todos estos modos de hablar no son sino un “reduccionismo” de uno de los términos más ricos de nuestra religión. Propiamente dicho, hablar de caridad es lo mismo que hablar del amor de Dios.

Hoy día, el término caridad prácticamente se ha eliminado del vocabulario de la gran mayoría de personas, especialmente políticos e incluso hombres de Iglesia. Dado que la sociedad actual desea eliminar todo aquello que suene a cristiano, está intentando por todos los medios borrar del diccionario hasta los términos que puedan recordar a la fe. La palabra “caridad” suena muy “sagrada”, “religiosa”. Ahora se prefiera un término que ha sido desprovisto de cualquier sentido religioso y que se llama “solidaridad”. Ahora bien, que un mundo incrédulo y ateo lo use, parecería normal; pero que sea la misma iglesia la que prefiera hablar de “solidaridad” en lugar de “caridad” se hace ya bastante sospechoso.

El auténtico significado del término “caridad”

La caridad es una virtud teologal, junto con la fe y la esperanza; pero así como la fe y la esperanza desaparecerán en la vida futura (1 Cor 13:8), no así la caridad. Esas tres virtudes son infundidas en nuestros corazones durante el bautismo. Desde ese momento la gracia de Dios está dentro de nosotros; somos hechos “templos de Dios” pues el Espíritu Santo inhabita en nuestros corazones (1 Cor 3:16; 1 Cor 6:19). Es ese Espíritu Santo quien nos hace capaces de amar como Él ama; es decir de tener “caridad” (amor) a Dios, y a nuestros semejantes por amor a Dios y como Él los ama.

La caridad no es otra cosa que el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom 5:5). Es el modo propio y supremo de amar del cristiano. Así lo enseña nuestro Señor Jesucristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13:34). Tener “caridad” con alguien es pues, amar a esa persona del mismo modo que la ama Cristo.

Es por ello que sólo podemos amar con amor de caridad (sobrenatural) cuando tenemos al Espíritu Santo, o dicho de otro modo, cuando nuestra alma está en gracia de Dios. El pecado grave elimina la caridad, nos separa de Cristo (Jn 15: 5-6) y de su Espíritu, por lo que perdemos la capacidad de amar y obrar sobrenaturalmente. La fuerza del cristiano le viene del hecho de estar unido a Cristo, por eso el mismo Señor nos dice: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15:5)

Quizá sea San Pablo quien mejor hable de la caridad. En su Primera Carta a los Corintios, capítulo 13 nos dice:

“Si hablando lenguas de hombres y de ángeles, no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalos que retiñe. Y si teniendo el don de profecía, y conociendo los misterios todos, y toda la ciencia, y tanta fe que trasladase los montes, no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego; no teniendo caridad, nada me aprovecha.

La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.

La caridad no pasa jamás; las profecías tienen su fin, las lenguas cesarán, la ciencia se desvanecerá. Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto. Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre dejé como inútiles las cosas de niño. Ahora vemos por un espejo de modo confuso; entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte; entonces conoceré como soy conocido. Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad.»  

Sólo traerles las bellísimas palabras que el Padre A. Gálvez recoge en uno de sus escritos y que viene a parafrasear esta cita de San Pablo:

“Pues ya no escuchan en su tierra las canciones de antaño. Aquellas mismas que en otras edades, entonando las melodías del Amor divino, hacían comprender y vivir el amor humano. Eran todavía los tiempos en que el mismo amor, no habiéndose transformado aún en solidaridad o en fraternidad universal, era sencillamente la caridad: aquélla que no era ambiciosa ni buscaba nunca lo suyo; que no se irritaba ni tomaba en cuenta el mal; que no se alegraba de la injusticia y se complacía siempre en la verdad; la que todo lo soportaba, todo lo creía y todo lo esperaba. . . Lo cual sucedía en aquella Edad Dorada en la que no se hablaba tanto del hombre hecho dios cuanto del Dios hecho Hombre en Jesucristo; cuando los hombres pensaban menos en exigir que en entregar, o creían ingenuamente que los derechos humanos solamente se podían hacer realidad considerando antes los derechos divinos. Eran los Tiempos Felices en que los hombres estaban convencidos de que la Aventura que consistía en seguir a Jesucristo, a fin de compartir su Vida y su Muerte, era el único objetivo que podía dar sentido a su vida y la única cosa que podía proporcionarles la Paz. . . O lo que es decir, la verdadera Paz, y no la que da el mundo (Jn 14:27); la que realmente aquieta el corazón y es capaz de llenarlo de la Perfecta Alegría. . . “  (A. Gálvez, “Siete Cartas a Siete Obispos” p. 69)

Estas palabras son tan ricas que huelga cualquier comentario. Son más para meditar, saborear, y sobre todo, para vivirlas.

La caridad es el mejor teólogo

¿Quién puede hablar mejor de Dios sino el mismo Dios? Si el amor de Dios (que es Dios, pues Dios es amor) vive en nuestros corazones por el Espíritu Santo, cuanto más llenos y transparentes seamos a ese amor de Dios más y mejor hablaremos de Él.

No podemos decir que conocemos a Dios si no amamos con amor de caridad: “El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”(1 Jn 4:8). En cambio, si tenemos su gracia, ella nos dará una luz especial para penetrar en los misterios de Dios.

El mismo Jesucristo nos lo confirma en el Sermón de la Última Cena: “El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que Yo os he dicho” (Jn 14:26).

De los siete dones que nos da el Espíritu Santo hay tres de ellos que nos ayudan de modo especial a profundizar y conocer los misterios de Dios (hacer teología), estos son los dones de: ciencia, sabiduría y entendimiento.

  • Don de Sabiduría: Es un conocimiento que nos viene derivado de nuestra afinidad con las cosas de Dios.
  • Don de Entendimiento: Es una luz divina por la que somos capaces de entender y profundizar las verdades reveladas por Dios.
  • Don de Ciencia: Es una luz divina por la que juzgamos todo desde un punto de vista sobrenatural. También se conoce como “la ciencia de los santos”.

Y lo opuesto también es verdad; es decir sin el Espíritu Santo en nuestros corazones es prácticamente imposible hacer auténtica teología. Esa es la razón por la cual los santos fueron los mejores teólogos, y muchos de ellos fueron nombrados doctores de la Iglesia. En cambio, aquellos que siendo muy inteligentes pretendieron hacer teología sin tener la gracia de Dios, se limitaron a recopilar información de aquí y de allí en lugar de profundizar en nuestra fe; o lo que es peor, cayeron en frecuentes herejías.

La caridad es el mejor apóstol

El mejor modo que tenemos de hacer apostolado es precisamente manifestando al mundo que nos rodea, el amor que hay en nuestros corazones. Pues como nos dijo Jesús: “En eso conocerán que sois mis, en que os amáis los unos a otros” (Jn 13:35). Y Él nos mandó ir de dos en dos, precisamente para que los demás vieran cómo nos amábamos (Lc 10:1). O como también le dice San Pablo a Timoteo: “Que nadie tenga en poco tu juventud; antes sirvas de ejemplo a los fieles en la palabra, en la conversación, en la caridad, en la fe, en la castidad.» (1 Tim 4:12)

La caridad nos libra del temor que las cosas del mundo nos pueden producir

El que ama de verdad no ha de temer nada: “En la caridad no hay temor, pues la caridad perfecta echa fuera el temor; porque el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en la caridad» (1 Jn 4:18). Es por ello que, cuando la situación de la Iglesia y del mundo nos hace sufrir, acudamos al Señor, Él es el único que puede devolver la paz a nuestros corazones: “Él es nuestra paz” (Ef 2:14)

La caridad es incompatible con el amor a las cosas del mundo

Por otro lado, cuando nuestro corazón humano se sienta tentado por el mundo y sus cosas, no olvidemos lo que nos dijo el apóstol San Juan: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre” (1 Jn 2:15). El mundo le “pertenece” a Satanás (Mt 4: 9); y Satanás se lo entrega a quienes le adoran. En cambio, nosotros, por el bautismo, le pertenecemos a Dios.

La caridad nos une a todos en el corazón de Cristo

Ante las disputas y enfrentamientos que había entre los cristianos de Corinto, San Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, les proclamó el himno de la caridad (1 Cor 13). Y es que la caridad es el cemento de unión de todos los cristianos.

La caridad nos enseña a amar a las personas como ellas son, con sus virtudes y defectos. Recordemos que Jesús nos amó a nosotros cuando todavía éramos (y somos) pecadores. Del mismo modo tenemos que amarnos unos a otros. No podemos esperar a ser perfectos para empezar a amarnos.

Como nos decía San Pablo: “La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”. (1 Cor 13:4)

La caridad será la que nos juzgue a cada uno al final de nuestros días

Ya nos lo anunciaba San Juan de la Cruz en una de las frases más bellas que se han escrito: “A la caída de la tarde seremos juzgados del amor”; pues lo único que hace falta para ir al cielo es que “el amor de Dios esté en nuestros corazones” (Rom 5:5). Concentrémonos pues en amar tal como Cristo nos enseña, ese será nuestro pasaporte para disfrutar en la eternidad con nuestro Creador.

El enfriamiento de la caridad de muchos

La caridad es el primer fruto de la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones. Y curiosamente, el segundo fruto es la alegría. No en vano decía Santa Teresa de Jesús: “Un santo triste, es un triste santo”. Caridad y alegría van siempre unidas, incluso en medio de los más profundos y duros sufrimientos que la vida a veces nos trae, los cuales no podrán nunca acabar con ella: “Las muchas aguas no podrán extinguir la caridad”  (C.C. 8:7)

Este amor de caridad  aumenta conforme aumentamos en santidad; se pierde cuando caemos en pecado grave, y puede enfriarse por el pecado venial o si sucumbimos a la mediocridad o en la tibieza: “Pero tengo contra ti que dejaste tu primera caridad” (Ap 2:4).

Sabemos, porque el Señor nos lo dijo, que la caridad de muchos se enfriará al final de los tiempos (Mt 24:12); cuando los hombres, habiéndose olvidado de Dios se preocuparán más de construirse un paraíso en la tierra que de pensar en la bienaventuranza del cielo.

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Y con esto acabamos la primera parte de nuestra edificación. Ya tenemos el terreno preparado y limpio, hemos levantado los pilares y los hemos unido firmemente con la caridad. Nos queda comenzar a levantar paredes, cubrir aguas, hacer habitaciones, los muebles, el jardín, la valla de protección alrededor de nuestra casa… Mucho trabajo por delante. ¡No nos desanimemos! Que el Señor nos dé a todos fortaleza para seguir juntos edificando aquí en la tierra lo que en el futuro será también nuestra casa del cielo.

Padre Lucas Prados

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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