La reciente noticia de que los peregrinos a Chartres podrán en efecto asistir a la Misa Tradicional en la catedral al final de su peregrinación ha sido acogida con alegría por todo el mundo. Pero esto nos recuerda que hubo una temporada que duró muchos meses en la cual parecía que un Vaticano empeñado en negar las autorizaciones impondría su voluntad sobre el ordinario del lugar (¡como si acaso hiciera falta permiso para celebrar el venerable Rito Romano!)
Esta victoria de Francia pone simplemente de relieve la mucho más reñida contienda que se libra en la Iglesia desde 1964, cuando se creó una comisión para idear una nueva liturgia, y sobre todo desde la publicación de Traditionis custodes en 2021. Vale decir la guerra entre los dispersos pero valientes seguidores de la Tradición católica y la jerarquía partidaria de un catolicismo renovado que avanza a bandazos de catástrofe en catástrofe perdiendo miembros en una hemorragia que alcanza proporciones industriales a nivel mundial. Es válido preguntarse: ¿qué problema tienen el Papa o un prelado o un sacerdote cualquiera con la Misa en latín? ¿Por qué no dejan tranquilos a unos católicos que respetan las normas, temen a Dios y aman la Tradición?
Ah, me dirán, es que el problema está en que respetan las normas, temen a Dios y aman la Tradición. El papa Francisco en particular es antinomista; es decir, se cree que las normas y la Tradición son en general malas (salvo que, paradójicamente, sea capaz de forjarse leyes o fomentar costumbres que faciliten sus anárquicos planes); confunde el Evangelio con la liberación de las leyes, preceptos, reglas y reglamentos, todos los cuales son rígidos; característica que a su juicio es algo que está muy mal. Desde hace doce años, Francisco no ha dado la menor señal de tener temor de Dios con sus numerosos ataques a los fieles y a la doctrina, moral y culto católicos, mientras no deja de sembrar confusión y escándalo a lo largo y ancho del mundo. Es indudable que no le gusta la Tradición: tiene la costumbre de burlarse de quienes la aprecian, llamándolos indietristi o sea, retrógrados que quieren volver a los tiempos de antes del Concilio. Lógicamente, son acusaciones infundadas y ridículas a más no poder. La mayoría de los que asisten a la Misa Tradicional no tienen edad para acordarse del Concilio, no digamos de lo que había antes. Lo que pasa es que simplemente les gusta lo hermoso, lo majestuoso, lo sobrenatural y lo que tenga perfume de religión. ¡No quieren saber nada de un catolicismo humanitario, de utopías y de la teología de la liberación mezclado con los proyectos de las Naciones Unidas!
¿Será que nuestra mala conducta nos ha acarreado la ira de Dios?
Al contrario de lo que dice la mayoría de los medios, las medidas que toma la Santa Sede contra los católicos de Misa en latín no obedecen a la supuesta mala conducta de los tradicionalistas. Los integrantes de la Sociedad San Pío X llevan décadas diciendo y haciendo las mismas cosas, y Roma siempre los ha dejado más o menos tranquilos o ha intentado colaborar. Uno tras otro, los papas se han reunido con el superior general en conversaciones privadas. Hace decenios, conocidos autores tradicionalistas como Michael Davies abordaban los mismos temas y de forma muy parecida a lo que se ve hoy en internet.
Josef Ratzinger mantenía cordiales relaciones con Davies y otros miembros de la Federación Internacional Una Voce; los recibía con mucha amabilidad en Roma y los trataba bien en todo lo que tuviera que ver con sus aspiraciones1. Nadie en el Vaticano podía estar más al tanto que el cardenal Ratzinger del creciente deseo de asistir a la Misa de siempre. Por eso, ya como papa Benedicto XVI, amplió considerablemente las posibilidades de celebrar el Rito antiguo mediante la carta apostólica Summorum Pontificum. A Benedicto no le parecía que seguiría siendo el interés de una sector estadísticamente marginal de la población; todo lo contrario, ya había reconocido, con sus propias palabras, que «desde entonces [desde el Concilio] se ha visto claramente que también personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídas por ella y encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía» (Con grande fiducia). Sabía que a la Misa de siempre le aguardaba una rápida propagación y, visto en retrospectiva, tenía razón. En unos tiempos en que el catolicismo iba en retirada en el mundo occidental en todos los sentidos, las agrupaciones de fieles tradicionalistas crecían a pasos agigantados. Todo ello está bien documentado.
Lo que ha cambiado, por tanto, no es la actitud ni la mentalidad de los tradicionalistas sino, en realidad, la hostilidad a las expresiones de catolicismo tradicional por parte del hombre que ocupa el trono de San Pedro. La oposición de Francisco no responde a otra cosa que al continuo crecimiento de las agrupaciones de fieles que comienzan a descubrir la Tradición, jóvenes sacerdotes diocesanos que se sienten atraídos por el Vetus Ordo, comunidades que fueron de Ecclesia Dei a las que se les están quedando chicos los seminarios, congregaciones numerosas de fieles en las que ha hecho mella la Tradición… Se opone a estas corrientes por las mismas razones por las que se opone a todo lo que huela a tradicional o siquiera a conservador. Se burló del ramillete espiritual que le ofrecieron al principio de su pontificado. Comparó groseramente a las familias numerosas con las prolíficas costumbres de los conejos. Se negó a responder los dubia que le presentaron aquellos cardenales (eso sí, los del P. James Martin sobre los LGBTQ+ los respondió en veinticuatro horas). No deja pasar una oportunidad de machacar con el supuesto trastorno psicológico de la rigidez. Manifiesta preocupación por los abusos sexuales pero luego promociona a los abusadores dándoles cargos y los protege. Derramó lágrimas de cocodrilo por abusos litúrgicos que él mismo cometía, y podríamos seguir contando mucho más.
Un conocimiento somero de los tipos psicológicos humanos y de la trayectoria eclesiástica de Bergoglio daría a entender que en algún momento apretaría las clavijas. Es un dictador peronista, y el lema por el que rige su vida es: «Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia». Aunque hasta el último de los tradicionalistas tuviera una conducta tan impecable como una alumna de colegio de monjas de los años cincuenta, seguiría teniéndosela jurada. Porque su guerra es contra la Iglesia preconciliar; y a favor de la máxima y perdurable hegemonía del espíritu del Concilio. O sea, la interpretación revolucionaria del Concilio, que lo eleva a la categoría de superdogma diferente a la teología y la práctica de los siglos y generaciones que lo precedieron y las reemplaza. A pesar de ser tan exiguo, el movimiento tradicionalista le recuerda que la revolución no ha triunfado plenamente, que la reprogramación no ha alcanzado a todos. Es más, para perplejidad e irritación de las fuerzas revolucionarias, Dios ha bendecido de modo inequívoco con frutos –espirituales, sacramentales y domésticos– a los partidarios de la restauración.
¿Es que no tiene otras cosas en que ocuparse?
No es raro ver a gente que se escandalice de que el Papa la tome con alguna minoría exigua. Veamos un elocuente ejemplo de desconcierto, tomado de Facebook:
¿Han observado ustedes que de hará unos dos años para acá los comentarios improvisados del Papa se centran en los tradicionalistas? Hay más de medio centenar de problemas que aquejan a la Iglesia en los que debería centrar su atención, ¿y es ESO lo que le quita el sueño? Está claro qué es lo más importante para Francisco: todos esos problemas le tienen sin cuidado. Lo único que importa es ese 1% de tradis a los que hay que poner en su sitio, no el 99% de misas horrendas, el 99% de universidades supuestamente católicas pero heréticas, el 99% de obispos degenerados, etc., etc., etc. Aun suponiendo que estuviera mal amar la Tradición, se queda uno estupefacto de que no haga caso de problemas muchísimo más graves.
No estoy de acuerdo. Tiene mucha lógica su obsesiva y aparentemente desproporcionada campaña contra los tradicionalistas. El papa Francisco se da cuenta de que la única resistencia eficaz ante la remodelación modernista de la doctrina, moral y liturgia católicas proviene de una entusiasta minoría que va en aumento en cuanto a números y a influencia. Al fin y al cabo, son siempre minorías innovadoras las que alteran el rumbo de la historia, no las mayorías que se dejan arrastrar por la corriente del espíritu de la época. Todo movimiento reformador, de hecho toda revolución, para bien o para mal, empezó por una persona o un puñado de personas.
Lo que está en juego es algo más que unas preferencias litúrgicas; es la estructura dogmática del catolicismo, la continuidad histórico-teológica de la Iglesia y la solidez de la moral cristiana. La táctica francisquista pone la mira en todos esos aspectos que demuestran que su principal objetivo es terminar de transformar la religión católica para que sea muy diferente de como ha sido hasta ahora. De ahí que nuestra oposición a su plan en conjunto, que tiene a Traditionis custodes por símbolo y al Sínodo como vía de aprobación, tiene que ser inflexible, resuelta e infatigable, y por eso es preciso obedecer solamente en lo verdadero y lo bueno, no en lo falso y lo pecaminoso.
Es frecuente que algunos católicos conservadores me pregunten: «¿Por qué dedica tanto tiempo a diagnosticar problemas, errores, deficiencias y abusos? ¿No sería mejor centrarse en lo positivo?» Pues claro que debemos centrarnos en lo positivo. Por eso precisamente los católicos tradicionalistas rezan con la liturgia antigua, mantienen las devociones de siempre y se adhieren a las diáfanas enseñanzas del Magisterio perenne. Pero lo mismo que antes de recorrer un camino hay que despejarlo de obstáculos, también es necesario eliminar los errores para dar paso a la verdad; hay que atacar el vicio y fomentar la virtud. Es justamente esa adherencia a lo positivo la que exige identificarse sin medias tintas a lo negativo y rechazarlo. Es más, si se vive con arreglo a la verdad, ella misma pone al descubierto las obras de las tinieblas y se ve que son mentiras, desviaciones, seducciones y perversiones.
Es importante denunciar lo que ha salido mal y explicar cómo se puede resolver. Porque sin lugar a dudas, la Iglesia está patas arriba en todo el mundo occidental, y por muy optimistas que seamos no podemos dejar de darnos cuenta de la urgencia de abordar los problemas que son origen del presente desastre. Huelga decir que son espirituales, pero la liturgia es ante todo una realidad espiritual, y conforme vemos que la Iglesia se va desmoronando más y más, no podemos eludir la necesidad de afrontar y responder las innumerables interrogantes suscitadas por la era conciliar.
Volviendo a mi pregunta: ¿por qué a algunos católicos actuales, sobre todo en la jerarquía, y más que nada el Papa, les cuesta tanto entender el amor apasionado a la Misa Tradicional y lo ven como un peligro?
¡Hay que reeducar a los observadores silenciosos!
Empecemos por la primera objeción que presentan, y que les parece infalible. Nos dicen los partidarios del Concilio y el Novus Ordo2 que la Misa en latín impide lo que ellos llaman participación activa (el Concilio la llamó participatio actuosa). Afirman que esa modalidad de liturgia convierte a la congregación en simples espectadores que se quedan sentados sin decir nada mirando al cura, que lo hace todo por ellos. Qué humillante, es cosa de niños chicos, ¿no? ¿No deberíamos mejor manifestar con nuestras palabras y gestos que nosotros también ofrecemos la Misa junto con el cura en vez de quedarnos sin hacer nada?
Esta objeción es hija de un concepto deficiente, demasiado simplista y superficial de lo que significa que participen los creyentes en el culto divino. El liturgista benedictino Alcuin Reid explica que la participación activa es:
ante todo, nuestra conexión interna con la acción litúrgica, con lo que hace Jesús en los ritos. Y esa participación depende de dónde tengamos la mente y el corazón. Nuestros actos litúrgicos externos contribuyen a ello y lo facilitan3.
Monseñor Cordileone sugiere una traducción más precisa de la palabra actuosa sería concentrados o participando [engaged, que puede significar ambas cosas en inglés, N. del T.], en el sentido de que
estamos presentes en el acto litúrgico dejando que nos cale hasta el fondo de la conciencia.
Actualmente, por activo entendemos lo contrario de pasivo o receptivo, pero desde la perspectiva cristiana no son conceptos antitéticos en modo alguno. Imitando el ejemplo de la Santísima Virgen, puedo estar activamente receptivo a la Palabra de Dios. Puedo poner en acto mi capacidad para que los cánticos, oraciones y ceremonias de la Misa produzcan fruto en mí. Juan Pablo II no podía haberlo explicado más claro:
Participación activa significa evidentemente que, con gestos, palabras, cantos y servicios, todos los miembros de la comunidad toman parte en un acto de culto, que no es en absoluto inerte o pasivo. Sin embargo, la participación activa no excluye la pasividad activa del silencio, la quietud y la escucha: en realidad, la exige. Los fieles no son pasivos, por ejemplo, cuando escuchan las lecturas o la homilía, o cuando siguen las oraciones del celebrante y los cantos y la música de la liturgia. Éstas son experiencias de silencio y quietud, pero también, a su modo, son muy activas. En una cultura que no favorece ni fomenta la quietud meditativa, el arte de la escucha interior se aprende con mayor dificultad. Aquí vemos cómo la liturgia, aunque siempre debe inculturarse adecuadamente, tiene que ser también contracultural.
Lo cierto es que en lo que se refiere a la comunicación simbólica no verbal, la Misa en latín posee unas ventajas decisivas. Alcanza con elocuencia niveles de la mente y el corazón a los que no se llega fácilmente (si es que se llega) con una larga serie de textos en lengua vernácula recitados en voz alta, ceremonias simplificadas y un estilo horizontal en el que sacerdote da la cara al pueblo e interactúa con él. Aunque la Misa de siempre en latín no tiene nada de actual, produce un efecto contracultural frente a conceptos del Occidente actual que han resultado perniciosos para la Fe católica, como
• el racionalismo, que pone trabas al entendimiento para que no capte ideas claras y definidas que se pueden expresar verbalmente, con lo que se destruye el misterio, la humildad y el anhelo.
• el utilitarismo, que se pregunta para qué sirve algo en vez de rendirse a una realidad que no depende en modo alguno de nosotros.
• el voluntarismo, que convierte el libre albedrío en un inventor que da rienda suelta a su imaginación olvidando nuestra radical dependencia de la voluntad de Dios y del don de su gracia.
• el minimalismo, que busca la manera más rápida y cómoda de cumplir y pierde de vista que la veneración que debemos al Señor cuesta mucho.
• el materialismo, que no ve en el hombre otra cosa que sus sentidos físicos y sus instintos, excluyendo toda mortificación y anhelo de bienes espirituales.
Esas actitudes se infiltraron sigilosamente de forma generalizada en los planes reformistas los cristianos del siglo XX, encandilados por el optimismo y empeñados a fondo en la labor de «actualizar la religión a los tiempos y gustos actuales».
El Rito Romano clásico es un verdadero anacronismo: carece de todas esas preocupaciones modernas. Avanza con la inercia de dieciséis siglos (y más) de fe sobrenatural que impulsó a los misioneros a convertir a los pueblos del mundo. Tiene capacidad para sobrenaturalizar nuestra mentalidad excesivamente naturalista. Puede convertir a los neopaganos postcristianos a la liberadora verdad atemporal del Evangelio. Para que tenga esos efectos, la liturgia tiene que llegarnos al tuétano, no quedarse en la superficie de nuestras palabras y gestos. El P. Alcuin lo explica muy bien:
En una sociedad tan verbalmente saturada como la nuestra, es posible que hayamos olvidado que la liturgia es ante todo acción, no discurso. La liturgia no es una serie de palabras que nos lean, o que leamos, o que otros lean con nosotros. Es un rito, un entramado de acciones, gestos y sonidos en unos lugares determinados. Desde luego que incluye palabras, pero la liturgia las emplea de una manera que trasciende el intercambio eficiente de datos e información al que estamos acostumbrados. Porque lo que importa no es simplemente lo que se diga en el rito; lo que se hace es vital6.
Hacer… ¿o dejarse atraer?
Sería conveniente variar de metáfora y en vez de hablar de hacer algo, que es la idea que suele sugerir la palabra activa, hablemos de que somos atraídos por algo. Cuando asistimos a una buena representación teatral, o escuchamos una conversación interesante, o un concierto de música selecta, es posible que nunca hagamos nada externo (pues no somos ni los actores, ni los músicos ni los interlocutores), sino que nos sentimos atraídos a eso que capta nuestro interés. En ese caso, la actividad humana que realizamos es bastante enérgica. Podemos llegar a estar tan embebidos que nos olvidemos de dónde estamos o perdamos la noción del tiempo. Puede transformarnos por entero.
Cuando los laicos dicen que en la Misa Tradicional somos meros espectadores callados e inertes, no sólo cometen una injusticia, sino que es además una majadería, porque no se da cuenta de la capacidad transformante de la mirada atenta y la visión intelectual: observar algo hermoso y dejarse arrebatar y transformar por ello. Y lo mismo se puede decir del teatro y la música: uno absorbe lo que oye, y se deja llevar. La Misa romana de siempre atrae de esa manera al feligrés. Nos pone en acción actuando sobre nosotros de unas maneras concretas y evocando una reacción determinada.
En un artículo de Patrick Kornmeyer que llevaba el intrigante título de Aunque la Misa no enseña, aprendemos (The Mass Does Not Teach, Yet We Learn), tras describir lo mucho que se aprende observando y escuchando a personas que saben más que nosotros cuando conversan, el autor establece un paralelo con la Misa Tradicional:
Yo soy un espectador, lo mismo que un niño: observo para aprender. Me quedo maravillado al tener la oportunidad de ver a los profesionales hablando con Dios y rindiéndole un culto apropiado. Contemplo como procuran hacer gestos elegantes y naturales, porque yo también tengo que glorificar a Dios en mi cuerpo. Oigo cómo se dirigen a Dios, y a nosotros en presencia de Él, con una refinada precisión que tiene dos mil años de solera, mientras me enseñan a hablar íntimamente con Dios en susurros y proclamar sus maravillas con palabras y acordes de la propia Iglesia. Descubro que hay cosas más importantes que yo, más que mi capacidad de entenderlas, y que en ciertas circunstancias son más importantes todavía que mi supuesto derecho a entenderlas. Aprendo, y por consiguiente entro, o más bien soy absorbido en el cometido sacerdotal del celebrante, de modo que su oración se integra con la mía, si así lo deseo. Conmigo o sin mí, la Misa sigue adelante…
Toda verdad es densa, y esa densidad la vuelve infinitamente fascinante si no he perdido la capacidad de asombro. Puedo asistir a una Misa solemne y concentrarme en los propios que se cantan; puedo seguir palabra por palabra en el misal lo que dice el sacerdote; puedo cultivar actos interiores de virtud, o meditar en alguna palabra o frase. Puedo también exultar en la simétrica perfección del sacerdote, el diácono y el subdiácono, que van avanzando en total armonía desde el Introito en el lado de la Epístola, hasta el centro del presbiterio en el Gloria, y captar en ello una vislumbre de acción una y trina. Me puedo estremecer con la sublimidad del sacerdote que actúa in persona Christi, sacerdote al que el rito ha exaltado y encomendado expresar las palabras mismas de Cristo sobre el pan y el vino; puedo conmoverme para hacer penitencia al ver como el sacerdote desaparece totalmente en su aspecto humano y tiene que negarse por entero a sí mismo.
Yo también puedo aprender a hacer eso, porque también he aprendido a hacerlo observando a los expertos. Y lo más hermoso es que ese experto no es un sacerdote concreto, sino el propio sacerdocio y la propia liturgia católicos, que han sido cincelados a lo largo de casi dos milenios, sobreviviendo al Imperio Romano y su caída, la invasión de los bárbaros, las invasiones musulmanas, las incursiones de los vikingos, el cisma de Oriente, el de Aviñón, la Reforma, la Revolución Francesa y dos guerras mundiales7.
En la escuela de la Misa de siempre, todo el mundo es alumno hasta el final de su vida, en el camino seguro a la sabiduría. Todo el mundo adquiere humildad mediante una visión trascendental que escapa a nuestra compresión. Nadie queda en evidencia como si fuera un objeto. Nadie es obligado. La atención siempre está en otra parte. Hay una libertad disciplinada. Todos observan una misma regla, para que, en unión con Cristo, que está sujeto al Padre, Dios sea todo en todo (cf. 1ª Cor. 15,28). Estamos inmersos en un curso que es prerracional y suprarracional. Somos remodelados por cuestiones más profundas y distantes, pero que por esa misma razón se clavan en el corazón más hondo que nada que pueda parecernos importante o útil. Si nos lo tomamos en serio, nos exige más cada vez, y nos descubre unos horizontes que no imaginábamos que existieran.
En la segunda y última parte propondré diversas razones –psicológicas, espirituales y teológicas– de la resistencia del clero al regreso de la Misa en latín, junto con algunos motivos para esperar que un día despunte una nueva primavera de la Tradición.
¡Gracias por su atención, y que Dios los bendiga!
1 Escribió una reseña bastante destacable sobre la muerte de Davis: «Me ha conmovido profundamente la noticia del fallecimiento de Michael Davies. Tuve la gran fortuna de encontrarme varias veces con él, y me pareció un hombre de gran fe y dispuesto a abrazar el sufrimiento. Desde el Concilio dedicó todos sus esfuerzos al servicio de la fe y nos dejó importantes publicaciones, en particular sobre la sagrada liturgia. Aunque durante su vida sufrió mucho por parte de la Iglesia, siempre fue un fiel servidor de ella. Sabía que el Señor fundó su Iglesia sobre la piedra de San Pedro y que la Fe sólo puede encontrar su plenitud y madurez en unión con el sucesor de San Pedro. Por tanto, podemos confiar en que el Señor le abrirá de par en par las puertas del Cielo. Encomendamos su alma a la misericordia divina (9 de noviembre de 2004). No es frecuente que un príncipe de la Iglesia pronuncie las palabras que hemos destacado en bastardilla.
2 Para calibrar la importancia de esta objeción basta observar las típicas polémicas contra la Misa de siempre. Pueden encontrar numerosos ejemplos en mis libros Turned Around e Illusions of Reform.
3 Dom Alcuin Reid, “The Liturgy, Fifty Years after Sacrosanctum Concilium,” The Catholic World Report, 4 de diciembre de 2013; el destacado es nuestro.
4 ForewordP. Samuel F. Weber, OSB, The Proper of the Mass for Sundays and Solemnities (San Francisco: Ignatius Press, 2014), xi.
6 Ver ‘Praying the Liturgy’—A Talk by Dom Alcuin Reid, New Liturgical Movement, 3 de diciembre de 2019.
7 Patrick Kornmeyer, “The Mass Does Not Teach, Yet We Learn,” OnePeterFive, 29 de octubre de 2019.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)