Salvo excepciones, encuentro en las cenizas un significado de liquidación total. En lo personal encuentro diferencia entre el polvo y las cenizas, atento a que el primero lo miro en relación a la tierra, y ésta siempre arrojó una significación de surgimiento y resurgimiento, mientras que las cenizas arrojaron siempre el crudo significado de una extinción completa. Hasta la ceniza usada en el Miércoles de Cenizas la veo como símbolo de la tierra. Cuando el sacerdote marca la frente con la sustancia grisácea pronuncia las célebres palabras bíblicas: “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris” (recuerda hombre que eres polvo y al polvo regresarás). Dichas palabras, lejos de querer expresar un acabamiento definitivo de corte materialista ateo, buscan situar al hombre en la realidad de su existencia, recordarle la muerte, recordarle que algún día deberá dejar este mundo y ser juzgados por Dios, y que, por tanto, se debe vivir seguros de que muy pronto abandonaremos la existencia terrena para ir hacia la eternidad.
En el fondo, tanto la cremación como aquellos intentos de conservación mediante congelamiento, van minando la trascendencia humana. Una, mediante el fuego, los otros, mediante el hielo. La primera y los segundos matan en el alma la realidad del más allá o mueven a confundirla con irracionalidades.
Dirijo estas líneas a los católicos, y es por eso que de parte de una gigante mayoría de personas que se dicen católicas oigo ya levantarse una objeción: “Te equivocas en sostener que la cremación está mal, pues ha sido aprobada por la Iglesia”. Objeción que en un 2025 decadente puede resultarle a alguien muy convincente, mas, me adelanto a decirlo, es débil, es inerme, es, literalmente, tan floja como las cenizas que defiende.
Nunca la Iglesia Católica aprobó la cremación como modelo de elección personal ante la muerte; solo en contadísimas excepciones se la permitió, verbigracia en caso de pestes, en caso de guerra. Fue recién en 1963, esto es, al segundo año de comenzado Concilio Vaticano II, que Pablo VI permitió la novedad, consistente, ahora sí, en que la cremación sea opción concedida a la voluntad personal ante la muerte. Se utilizó para ello la táctica modernista de fácil reconocimiento para el que está un poco empapado en el tema: se invocó que se lo hacía en nombre de la Iglesia Católica cuando en verdad se trató de opiniones personales.
Pero desde ahora nótese lo siguiente, aunque lo volveré a repetir: nunca hasta antes de 1963 la cremación quedó librada a la voluntad privada; aún los casos excepcionales que se permitían los eran por aprobación de una autoridad.
Nos dice San Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16–17). De modo que el cuerpo tampoco es propiedad nuestra para venir a decidir su incineración. Una cosa es la descomposición natural, y otra la liquidación por incineración: en lo primero va la voluntad divina, en lo segundo el antojo humano. Pienso que también se prueba ese dominio de Dios sobre los cuerpos, que no son pocos los casos de santos, a los que, por querer divino, se les concede tener después de muertos cuerpos incorruptos.
Gran deseo de los protestantes eso de la cremación, al punto que exclamaban: «Dios puede resucitar a un difunto de un tazón de cenizas tan fácilmente como puede resucitar a uno de un tazón de polvo».
Hay un artículo interesantísimo del Padre Hervé Gresland titulado “Cremación: ¿qué piensa la Iglesia al respecto?”, en el que dice sobre la inhumación y en contra de la cremación: “Solo un precepto emanado directamente de los Apóstoles, que impone la sepultura, puede explicar esta práctica exclusiva de la Iglesia primitiva. San Agustín enunció dicha regla: una costumbre universal y constantemente conservada en la Iglesia debe presumirse de origen apostólico, es decir, establecida por los Apóstoles. Nos encontramos, pues, ante un uso que pertenece al tesoro de la Tradición católica”. Esto se condice con una instrucción del Santo Oficio del 19 de junio de 1926, en la que trata a la cremación de «bárbara costumbre, que repugna no solo a la piedad cristiana, sino también a la piedad natural hacia los cuerpos de los difuntos y que la Iglesia, desde sus orígenes, ha proscrito constantemente.”
Adentrémonos ahora de lleno en la variación jurídica que se operó a partir de 1963, la que más luego quedó incorporada al Nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, y que, por último, sufrió dos variaciones más en el pontificado del Papa actual.
Cito in extenso la “Instrucción de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio sobre la Cremación de cadáveres (AAS 56, 1964):
“Procuró siempre la Iglesia fomentar la piadosa y perseverante costumbre de los cristianos de inhumar los cadáveres de los fieles, merced a los cuales se manifestara con mayor claridad el simbólico y religioso significado de la inhumación, bien, además, amenazando con penas a los que impugnaban una práctica tan laudable. Y esto lo hizo la Iglesia principalmente cuando la impugnación provenía de animadversión contra las prácticas cristianas y las tradiciones eclesiásticas por parte de aquellos que, imbuidos de espíritu sectario, se esforzaban por sustituir la inhumación por la cremación como señal de rabiosa negación de los dogmas cristianos, sobre todo del dogma de la resurrección de los hombres y de la inmoralidad del alma humana. Es manifiesto que semejante propósito era algo subjetivamente anexo a la intención de los fautores de la cremación, mas no adherido objetivamente a la cremación misma; toda vez que la incineración del cuerpo, así como no afecta al alma ni es obstáculo a la omnipotencia divina para resucitar el cuerpo, tampoco lleva consigo la negación objetiva de aquellos dogmas. No se trata, por lo mismo, de una cosa intrínsecamente mala o de suyo contraria a la religión cristiana, según reconoció siempre la iglesia; tanto es así, que no se oponía ni se opone a la cremación de los cadáveres en circunstancias especiales, a saber, cuando le constaba o le consta ciertamente que dicha cremación se verifica sin ánimo avieso y por causas de especial gravedad, sobre todo de orden público. Este cambio favorable de ideas y las circunstancias especiales que desaconsejan la inhumación se presentan más claras y con mayor frecuencia en estos últimos tiempos, por lo cual menudean las preces a la Santa Sede para que mitigue la disciplina eclesiástica referente a la cremación de cadáveres, la cual es indudable que actualmente se promueve muchas veces no por odio contra la Iglesia o contra las prácticas cristianas, sino solo por motivos de higiene, o de economía, o también de otra índole, ya de orden público, ya de orden privado. La santa madre Iglesia, que, si bien directamente se ocupa del bien espiritual de los fieles, no por eso descuida otras necesidades, acogiendo benignamente dichas preces, establece lo siguiente:
- Debe procurarse con todo empeño que se observe fielmente la costumbre de los fieles de sepultar los cuerpos de los difuntos; por ende, mediante las oportunas instrucciones y consejos, cuiden los Ordinarios de que el pueblo cristiano se abstenga de quemar los cadáveres y que solo forzado por la necesidad prescinda del uso de inhumarlos que siempre conservó la Iglesia y lo consagró con ritos solemnes.
- A fin de no aumentar más de lo debido las dificultades que surgen de las actuales circunstancias y de que no se multipliquen las necesidades de dispensar la vigente legislación, ha parecido oportuno mitigar un tano las prescripciones del Derecho canónico referentes a la cremación, de forma que lo dispuesto en el can. 1203, 2 (de no cumplir el mandato de la cremación) y en el can. 1240, 1 n°5 (de negar la sepultura eclesiástica a quienes hubieran mandado quemar su cadáver) no se urja ya universalmente, sino solo cuando conste que la cremación fue elegida por negación de los dogmas cristianos, o por sectarismo, o por odio a la religión católica y a la Iglesia.
- Síguese también de ahí que a quienes hubieren elegido la cremación de su cadáver no se les deben negar, por este capítulo, los sacramentos ni los sufragios públicos, mientras no conste que la eligieron movidos por las razones susodichas contrarias a la vida cristiana.
- Mas para que no sufra menoscabo el sentido piadoso de los fieles respecto de la tradición eclesiástica y para manifestar con claridad que la mente de la Iglesia es opuesta a la cremación, nunca podrán celebrarse los ritos de la sepultura eclesiástica y los sufragios subsiguientes en el lugar mismo donde se efectúa la cremación, ni siquiera en forma de simple acompañamiento en el traslado del cadáver.”
¿Qué decir del texto anterior?
Se usa la expresión “sobre todo” en referencia a dos negaciones dogmáticas concretas, a saber, resurrección de los hombres y la inmortalidad del alma, callando que ya de por sí la cremación en su objetividad va contra la verdad misma de que el hombre no es dueño del cuerpo sino solo Dios. Por tal razón, es igualmente falsa la siguiente afirmación: “toda vez que la incineración del cuerpo, así como no afecta al alma ni es obstáculo a la omnipotencia divina para resucitar el cuerpo, tampoco lleva consigo la negación objetiva de aquellos dogmas”; y es falsa no solo porque significativamente la cremación va licuando las nociones de esos dogmas, y ¡la evidencia del paso del tiempo lo ha probado!, sino también, repito, porque está ocultándose la verdad sobre la no permisión al hombre de disponer su carne para el horno.
Otro error se da en las siguientes palabras: “No se trata, por lo mismo, de una cosa intrínsecamente mala o de suyo contraria a la religión cristiana, según reconoció siempre la iglesia; tanto es así, que no se oponía ni se opone a la cremación de los cadáveres en circunstancias especiales, a saber, cuando le constaba o le consta ciertamente que dicha cremación se verifica sin ánimo avieso y por causas de especial gravedad, sobre todo de orden público”. Es malo en lo que a elección personal depende, y esto es otra cosa que se está silenciando y que pasa desapercibida entre los rodeos del documento. Porque una cosa es que venga a modo excepcional una autoridad y diga ante una peste “quemaremos estos cadáveres”, otra muy distinta que alguien diga “mándenme nomás al fuego”. Recuerdo que la Sagrada Congregación del Santo Oficio (la de antes de 1963) calificaba a la cremación de “costumbre bárbara” (Comentarios al Código de Derecho Canónico, tomo II, ed. BAC, España, 1962, p. 797). Es engañoso el “sobre todo de orden público”, pues directamente se la permitía como excepción por cuestiones de orden público. Pienso que es capital la distinción, y por eso el antiguo Código se enseñaba: “como la cremación de los cadáveres no es absolutamente mala, en circunstancias extraordinarias, por motivos graves del bien público, puede permitirse; y de hecho se permite; sin embargo, como norma ordinaria, es impío y escandaloso, y, por ende, gravemente ilícito favorecerla y prestarle ayuda; de ahí que muy justamente fue reprobada por los Sumos Pontífices y por el canon 1203, que, además, declara ilícito cumplir la voluntad de quienes pidan la cremación de su cadáver.”
Un tercer error: “Este cambio favorable de ideas y las circunstancias especiales que desaconsejan la inhumación se presentan más claras y con mayor frecuencia en estos últimos tiempos, por lo cual menudean las preces a la Santa Sede para que mitigue la disciplina eclesiástica”. Los que siempre anduvieron tras la cremación han sido los masones. ¿Qué anotaron los comentadores del Antiguo Código de Derecho Canónico? “Si nos fijamos en quienes la ensalzan con más entusiasmo, son los masones y otros sectarios, movidos por odio a la religión católica, encontraremos una nueva prueba para ver con cuánta razón la reprueba la Iglesia y castiga a los fieles que para sí la piden” (ob. cit. p. 797). Mientras Pablo VI habla de “cambio favorable de ideas”, antes, el canon 1203, reprobaba derechamente la cremación, y sus comentadores enseñaban: “No son pocos aún entre los católicos quienes no dudan en proclamar las excelencias de esta bárbara costumbre, que repugna no solo a la piedad cristiana, sino también a los mismos sentimientos naturales hacia los cuerpos de los difuntos y a la disciplina constante de la Iglesia desde sus mismos albores, y tratan de presentar (dicha costumbre) como uno de los más importantes progresos de la civilización y de la ciencia médica”(ob. cit. p. 797). Y mientras Pablo VI hablaba de “cambios favorables de ideas”, antes, frente a las posiciones pro cremación, se pedía a los párrocos que insistan “en exponer, ya en público, ya en privado, la excelencia, utilidad y eminente significación de la sepultura eclesiástica, para que los fieles, penetrándose bien de la intención de la Iglesia, detesten la impiedad de la cremación” (ob.cit. p. 839 – cf. Instrucción del Santo Oficio, 19 de julio de 1926).
Un cuarto error, se da cuando se abre la puerta a lo indebido para conciliar con el mundo (¡siempre procedió igual el modernismo!); ya no solo se tratará de temas higiénicos de orden público sino: “también de otra índole, ya de orden público, ya de orden privado.” Repito lo que ya he dicho: jamás la Iglesia permitió ni como excepción la quema procedente de la voluntad propia, quedando librado a la autoridad la conveniencia ante la excepcionalidad presentada por la circunstancia.
Un quinto error se observa ccuando se dice que la cremación “actualmente se promueve muchas veces no por odio contra la Iglesia o contra las prácticas cristianas, sino solo por motivos de higiene, o de economía, o también de otra índole, ya de orden público, ya de orden privado.” Es una novedad lo del orden privado: antes la Iglesia reprobaba la cremación, no solo la que venía de la mano de quienes la promovían por odio, sino también la de quienes la elegían por pura razón personal; de modo que dicho capricho o voluntad privada, por más que no implique una manifestación expresa de odio al catolicismo es ya condenable y nunca fue permitida, por eso el antiguo canon 1240 § 1, 1° privaba de sepultura a los afiliados a la masonería u otra secta herética, y según el §1, 5° a “los que hubieren mandado a quemar su cadáver”.
¿Y qué decir de los puntos 2, 3, y 4 de la Instrucción?
El punto 2 insiste en el error ya comentado, pues dice que no se permite la incineración “cuando conste que la cremación fue elegida por negación de los dogmas cristianos”. Y de suyo la elección personal de quemar el propio cuerpo es ya estar negando a Dios el derecho que Él tiene para disponer del cuerpo.
Al punto 3, le respondo que la cremación como elección personal ya es contraria a la vida cristiana.
Al punto 4, digo, que hasta resulta de metodología farisaica, porque si en el punto 3 se permite lo más, esto es, los sacramentos, ¿a título de qué se impide en el punto 4 lo menos, a saber, la celebración de un rito en el mismo lugar de la cremación? Pues es más grave la celebración de un sacramento en un alma a la que se confunde, que la celebración de un rito en un lugar donde se realiza la acción contraria a lo querido por Dios.
Préstese mucha atención a lo siguiente, pues es escalofriante. El antiguo Código de Derecho Canónico (1917) reservaba excomunión para los que se afilien a una logia masónica, y así el canon 2335 establecía: «los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas, incurren ipso facto en excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica». Luego, el nuevo Código (1983), dejó de lado dicha excomunión, y cuando se consultó el por qué de la variación, adujeron que se trató de “criterio de redacción”. Ahora, cosa llamativa es esta: el antiguo Código de Derecho Canónico también prohibía llevar a cabo entierro católico (salvo arrepentimiento) a quien estaba afiliado a la masonería (canon 1240,1, 1), mas el nuevo Código ya nada dice sobre la afiliación masónica (canon 1184, 1, 1). ¿Otro “criterio de redacción”? Es tristísimo confesarlo, pero aunque hoy muchos altos dignatarios eclesiásticos digan en papeles que no está permitido afiliarse a las masonerías, en la práctica cumplen acabadamente sus objetivos anticatólicos.
Al documento de Pablo VI, Piam et constantem (1963), en el cual se autorizó por vez primera la cremación, le siguió Ad resurgendum cum Christo (2016), donde en intento de hacerse el cuidadoso expresa: «No sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos»; también decía que podían guardarse solamente en un “lugar sagrado”. Pero el 9 de diciembre de 2023, el Prefecto Víctor Manuel Fernández con el beneplácito del Papa Francisco, abre más la puerta y se permite un manejo más amplio de las cenizas. Causa gracia: porque han permitido la liquidación completa del cuerpo mediante el fuego que incinera, y luego se han mostrado cuidadosos graduales de las cenizas. Por si no se ha notado: es más aberrante incinerar un cuerpo en un horno que esparcir sus cenizas en el mar.
Alguien con buenas intenciones realiza algunas objeciones, como por ejemplo que “hay osarios donde quedan los huesos olvidados formando paredes y que eso le parece menos digno”. Insisto: importa que no se inculque esa “voluntad privada” en miras a la cremación, cosa que nunca quiso la Iglesia; lo contrario es la invención modernista. Por otra parte si hay lugares donde se hallan huesos de difuntos olvidados, corre por cuenta de quienes los olvidan, y de seguro que por el hecho de entregar el cuerpo a la cremación no va a darse mayor memoria. Otra: “¿quién cuida los huesos de un bisabuelo? Nadie”. Este punto de corte sentimental se emparenta con lo anterior, y en vez de inculcarse lo bueno para que se regrese a la costumbre bimilenaria en caso de vérsela perdida, está el irse adaptando a las invenciones que, a no dudarlo, van más lejos en la gravedad del olvido: pues al tiempo que la objeción se para en evitar el olvido sentimental, la tendencia crematoria va instaurando el olvido del más allá. Por último, se objeta el tema de “la pobreza y costos altos, la cuestión impositiva con la que no se cumple y que lleva a que los huesos vayan a parar a una fosa común”. Como si la pobreza hubiere caído sobre el mundo recién a partir de 1963 para que entonces se permita la cremación; en cuántas cosas si nos comparamos incluso con reyes de la antigüedad vivimos hoy de manera más confortable; con cuánta facilidad se puede hallar tiempos históricos de pobrezas extremas y que, no obstante, nadie pensaba en cremar a los difuntos. Por otra parte, si hay gente que olvida a sus muertos, y fruto de eso, los huesos van a parar a una fosa común, la cremación no soluciona nada: ¿o acaso el que está por morir ya sabe de antemano por revelación de lo alto que sus familiares lo echarán al olvido y que, por tal razón, puede disponer su incineración? Pienso que las objeciones no resistan el análisis.
Hoy más que nunca se da algo muy patente, y que es hora de dejarlo viene expuesto, y es esto: que el mismo modernismo que en vida descuida horrorosamente la salvación de las almas con todo tipo de alteraciones de la fe, no iba a dejar de meter su mano destructora descuidando horrorosamente los cuerpos. Y de igual manera que para sus objetivos corruptores de almas invoca fementidamente que desea su bien, así también para dar el visto bueno a la acción flamígera que incinera cuerpos invoca pretextos seudocompasivos.
Sería muy interesante que el lector se pregunte: ¿no hay nada llamativo en un viraje tan radical, tan drástico, tan contrario a la doctrina de siempre? Tiramos una ayudita con el R.P. Castellani: “El modernismo que nació del liberalismo y es la herejía novísima que está luchando ahora en el seno del Concilio Ecuménico (…); los malos soldados del Rey Cristo: los cristianos cobardes. Nada aborrece tanto un Rey como la cobardía de sus soldados” (Domingueras Prédicas, ed. Jauja, Mendoza, 1997, p. 331)
Lo artificioso del modernismo quiere eclipsar toda la fe. Cuando lo artificial fue dado por sol y el verdadero sol fue despreciado, la noche se hizo evidente. Encandilar con reflectores no quita la noche, sino que manifiesta más su presencia.