El Primer Mandamiento de la Ley de Dios

La ley natural es tan antigua como el hombre, y se extiende a todos los hombres de todos los tiempos. Aunque la ley natural está inscrita en el corazón de los hombres (Jer 31:34), su conocimiento quedó oscurecido por el pecado original, y posteriormente, por los pecados personales de cada uno. La conciencia no inventa la ley sino que nos hace conocer lo que es bueno y lo que es malo.

Quiso el buen Dios que el hombre conociera esa ley natural sin error, es por ello que en tiempos de Moisés, le reveló en el monte Sinaí el Decálogo. El Decálogo contiene la sustancia de la ley natural.

El Primer mandamiento de la ley de Dios es:

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu alma y con todas tus fuerzas. (Deut 6:5; Mt 22:37; Lc 10:27).

Este mandamiento nos ordena adorar, amar y servir a Dios como nuestro único y soberano señor sometiendo todo a su gloria y servicio con libertad y amor. El cumplimiento del Primer mandamiento nos libera de confundir a la criatura con el Creador, de confundir al redimido con el Redentor. El primer mandamiento llama al hombre a que crea en Dios, espere en ÉL y lo ame sobre todas las cosas: abarca la fe, la esperanza y la caridad.

Amar a Dios como hijos suyos comporta:

  • Elegirle como fin último de todo lo que hacemos. Actuar en todo por amor a Él y para su gloria: “ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10:31). No ha de haber un fin superior a éste. Ningún amor se puede poner por encima del amor a Dios: “Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10:37). ¡No hay más amor que el Amor! No puede existir un verdadero amor que excluya o postergue el amor a Dios.
  • Cumplir la Voluntad de Dios con obras: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 7:21). La Voluntad de Dios es que seamos santos (1 Tes 4:3), que sigamos a Cristo (Mt 17:5), cumpliendo sus mandamientos (Jn 14:21). Cumplir su voluntad también cuando exija sacrificio: “no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22:42).
  • Corresponder a su amor por nosotros. Él nos amó primero, nos ha creado libres y nos ha hecho hijos suyos (1 Jn 4:19). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4:10). Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma. No es un sentimiento sino una determinación de la voluntad que puede estar o no estar acompañada de afectos.
  • El amor a Dios lleva a buscar el trato personal con Él. Este trato se manifiesta a través de actos que le son propios: adoración, acción de gracias, petición, sacrificios…

¿Qué significa amar a Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas?

Amar a Dios no es un estado del corazón en el que nos sentimos a gusto respecto a Dios. Amar a Dios es lo mismo que hacer lo que Dios quiere. No hay tal cosa de amar a Dios mientras que al mismo tiempo le desobedecemos. No existe eso de tener fe y ser infiel. La fe en Dios y su Palabra es serle fiel a Dios y a su Palabra.

Desafortunadamente vivimos en una época donde la palabra amor ha terminado significando solo un sentimiento. Amar a alguien se confunde con “me cae bien” o “me gusta”. Sin embargo, que alguien “me caiga bien” no quiere decir que le ame. En términos bíblicos el amor está estrechamente conectado con hacer lo que Dios quiere, esto es, sus mandamientos, su voluntad. Jesús puso esto muy en claro cuando dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn 14:15). Y más ampliamente en los versículos 21 al 24: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.”

Hay varias falacias corriendo por el cristianismo de hoy. Una muy seria es la falsa idea de que a Dios no le importa si cumplimos o no sus mandamientos, su voluntad. Tener fe y amar a Dios han sido separados del hecho de tener que cumplir su voluntad. Tener fe significa ser fiel, y el que es fiel cuida de complacer a aquél que le manda una conducta determinada.

Para cumplir  el Primer Mandamiento

a.- Necesidad de la gracia

El primer mandato dado por Dios en el Sinaí lo podemos resumir en “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Pero aunque este amor a Dios es un mandato de la ley natural, el hombre caído no lo puede cumplir en plenitud sin la ayuda de la gracia. Con la gracia, que Dios derrama sobre nuestros corazones (Rom 5:5) podemos amar a Dios como Él nos ama (Jn 13:34). Así la nueva ley lleva a la vieja ley a la plenitud.

¿Por qué amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente….? Primero porque Él es el Señor, porque es Suma Bondad (digno de ser amado), porque es Dios y porque es “nuestro”. He de amar a Dios en reconocimiento de su gratitud. El amor perfecto consiste en amar a Dios por ser Él quien es; en segundo lugar lo amamos, porque es también un bien para nosotros.

El amor a Dios a veces va unido a ciertos sentimientos, pero otras veces esos sentimientos no están presentes, lo cual no quiere decir que no le amemos. Dios quiere que le amemos con un amor de “predilección”: por encima y más que a todas las cosas. Y además ha de ser también un amor “práctico”; es decir acompañado de buenas obras: “No el que dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7:21).

Como nos decía San Agustín: “Dos amores han edificado dos ciudades: el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo ha edificado la ciudad de Dios; el amor a sí mismo hasta el desprecio a Dios, ha edificado la ciudad del mundo[1]

b.- Necesidad de la caridad

La virtud teologal de la caridad, por ser la forma de todas las virtudes, hace que las demás virtudes lo sean plenamente. La caridad tiene, entre otros, los siguientes efectos:

  • causa en el hombre la vida sobrenatural;
  • ayuda a cumplir todos los mandamientos y a vivir todas las virtudes;
  • asegura que todo lo que acontece en la vida, también las adversidades, redunde en nuestro bien;
  • conduce a la felicidad en el cielo y también en la tierra.

La caridad es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad, que nos inclina a amar a Dios por ser Él quien, sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios.

Al ser la caridad una virtud teologal, la única causa de su aumento, en sentido estricto, es Dios. La caridad aumenta en esta vida al crecer la gracia. Dios no se la niega a nadie, pero el hombre puede libremente aceptarla o rechazarla. Cuando, ayudado por la gracia, lucha por ser humilde y superar sus malas inclinaciones, realiza obras buenas; las cuales son merecedoras de un aumento de gracia y, por tanto, de caridad.

La virtud de la religión

La podemos definir como el hábito moral cuyo fin es facilitar que en todas nuestras acciones procuremos honrar a Dios, en cuanto Creador y Señor de todas las cosas. Santo Tomás de Aquino distingue esta virtud de las virtudes teologales en cuanto que éstas tienen como objeto a Dios mismo, mientras que la religión ordena el hombre a Dios, no en cuanto objeto, sino en cuanto fin.[2]

Esta virtud:

  • presupone una disposición voluntaria, pronta y atenta, para comprometerse en todas las cosas que pertenecen a la gloria divina. Es lo que en teología moral se llama: devoción;
  • se trata de una actitud de la voluntad, no de un sentimiento o de una afición por las cosas piadosas;
  • Tampoco es una querer condicionado e inconstante, sino el propósito habitual y eficaz de poner todo al servicio de Dios.

La devoción se fomenta con la consideración de la grandeza y hermosura divinas y con la consideración de la propia pequeñez. El hombre elige con alegría servir a Dios, religando su destino a los dictados de la Providencia. Por eso, la devoción constituye el alma de la virtud de la religión.

En cuanto virtud infusa, la religión depende también de la correspondencia personal a la acción de la gracia, y más específicamente a la virtud de la caridad, que tiene como efecto propio procurar la identificación con Dios.[3]

La actitud propia del que vive esta virtud es la adoración. Este es el primer deber del hombre y como el resumen de cuanto la creación puede ofrecer a su Creador: alabanza, adoración, agradecimiento.

La adoración en sentido estricto sólo se tributa a Dios, Uno y Trino, y a Jesucristo, también bajo las especies eucarísticas, pues está Él realmente presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. A los objetos que representan a Dios, como son las imágenes, se les da culto de veneración. A los santos, en cuanto amigos de Dios e intercesores nuestros ante Él, se les tributa un culto de veneración o dulía, que en el caso de la Virgen María, alcanza un grado especial llamado hiperdulía.

a.- El culto

El culto a Dios, por el que le manifestamos nuestro amor, debe ser interno y externo, y es fruto de la virtud de la religión.

El Primer mandamiento nos ordena adorar a Dios y sólo a Dios: “No tendrás otros dioses más que a Mí” (Ex 20:3; 34:14). Adorar significa confesar nuestra dependencia de Dios y reconocer que Él es el supremo dueño de todo. El más elevado honor que podemos tributarle es éste y sólo se lo debemos a Dios.

Ha de ser un culto interno y externo. El culto interno consiste en el ejercicio de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), y especialmente en la caridad que lo resume todo; pues como nos dice San Agustín “se adora lo que se ama”. Adorar a Dios internamente es ponerle en la cumbre de nuestros pensamientos y en el fondo de nuestras acciones. El culto externo es el resultado de que el hombre está compuesto de alma y cuerpo. Es por ello que tendemos a manifestar nuestros afectos interiores con actos exteriores (culto externo). Este culto exterior ayuda a mantener el culto interior. La experiencia nos enseña que aquél que abandona el culto exterior, antes o después también abandona el culto interior.[4] También es verdad que el culto exterior no sirve para nada si no va acompañado de un verdadero culto interno.

Este culto exterior  puede ser privado o público, y se manifiesta de muchos modos: mediante palabras, signos, actos, y especialmente con la Santa Misa, que es el culto externo por excelencia.

b.- Actos principales de la virtud de la religión

Los actos principales de la virtud de la religión son: la devoción, la adoración, el sacrificio y la oración.

  • La devoción consiste en tener la voluntad pronta para entregarse al servicio del Señor.
  • La adoración es el acto externo por el que testimoniamos a Dios la reverencia que le corresponde y nuestra sumisión a Él. La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador ( CEC, 2628). “Al Señor tu Dios adorarás y solamente a Él darás culto” (Mt 4:10). La adoración a Dios libera de las diversas formas de idolatría, que llevan a la esclavitud. Que tu oración sea siempre un sincero y real acto de adoración a Dios.
  • El sacrificio interno y externo, cuya máxima expresión es el Sacrificio del Altar.
  • La oración: es el acto más específico de la criatura racional ante su Señor. Es una conversación con aquél a quien adora y ama. A través de la oración, el hombre eleva su espíritu a Dios para decirle que le adora, le ama, le pide perdón, le da gracias… Todos tenemos necesidad y obligación de rezar. También Jesucristo como hombre rezaba (Mt 14:15; 26:36; Mc 1:35; Lc 5:16; Jn 11: 41-42). La oración es, de algún modo, indispensable para salvarse.[5]

Jesús nos mandó expresamente orar con perseverancia y sin desfallecer (Lc 18:1). La Iglesia ha dispuesto muchos medios para que esta oración se pueda hacer efectiva: la liturgia, prácticas piadosas particulares… que nos facilitan esta obligación.[6]

Por su misma naturaleza la oración sólo puede tener como término a Dios; sin embargo, la doctrina católica enseña también que no sólo es lícito, sino conveniente, recurrir a la intercesión de la Virgen María, los ángeles y los santos.

Es lícito pedir a Dios todo lo que no sea obstáculo para acercarnos a Él. No sólo hemos de rezar por nosotros mismos, sino que también hemos de pedir por los demás; de modo especial, por las almas del Purgatorio. El fundamento de la eficacia de la oración por los demás radica en la Comunión de los Santos.[7] Y como nos dice el mismo Jesucristo, hemos de rezar también por los que nos persiguen y calumnian: “Orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre los buenos y malos y llover sobre los justos y pecadores” (Mt 5; 44-45).

En nuestro trato con Dios hemos de mantener siempre una actitud de acción de gracias (cfr. CEC, 2638), porque todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Él para darle gloria: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4:7).

c.- Clases de culto

Aunque el culto de adoración (latría) sólo se le debe a Dios, debemos honrar también a la Santísima Virgen María (culto de hiperdulía), a los Ángeles y a los Santos (culto de dulía o veneración)[8].

La Iglesia siempre enseñó también la conveniencia de las imágenes devotas para el culto público y privado.

d.- Los lugares sagrados

Aparte del culto privado que le damos a Dios, también se le debe dar culto público. De ahí que sean necesarios los lugares sagrados de culto, como siempre han existido en la Iglesia.

El culto exige una manifestación de profundo respeto, reverencia y veneración hacia Dios y hacia las realidades sagradas. Las cosas santas deben ser tratadas santamente; por eso hemos de esmerarnos en el cuidado de los signos externos que rodean nuestro culto: vestir adecuadamente en los templos, guardar una postura digna en las celebraciones litúrgicas, poniéndonos de rodillas antes Jesús Sacramentado, guardando silencio…

e.- Preceptos de la Iglesia

Para ayudarnos a cumplir el Primer mandamiento de Dios, la Iglesia nos manda:

  • Oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar.
  • Confesar al menos una vez al año, en peligro de muerte o si se ha de comulgar.
  • Comulgar por Pascua de Resurrección.
  • Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia.
  • Ayudar a la Iglesia en sus necesidades.

Padre Lucas Prados


[1] San Agustín, De Civitate Dei, 14, 28.

[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 81, a. 5, ad. 2.

[3] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-IIae, q. 82, a. 2, ad. 2.

[4] Cfr. Catecismo de San Pío X, nº 356.

[5] Así lo declaró el Concilio II de Orange (a. 529) al afirmar que la ayuda de Dios debe ser implorada siempre, para que puedan llegar a buen fin y perseverar en las buenas obras.

[6] Cfr. Pío XII, Encíclica Mystici Corporis, 1943.

[7] Se define “Comunión de los santos” a la comunicación que existe de los bienes entre todos los miembros del Cuerpo Místico.

[8] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), nº 971.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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