Profundizando en nuestra fe – Capítulo 7
(II) El Misterio de la Encarnación
Habiendo revisado brevemente los datos que nos aporta sobre Cristo tanto la Revelación como el Magisterio, en éste y en los artículos siguientes, intentaremos profundizar en la triple realidad de nuestro Salvador: su ser (Dios hecho hombre), su papel (Mediador) y su obra (Redentor)[1].
El Misterio de la Encarnación
La Encarnación del Hijo de Dios es un misterio en sentido estricto pues la razón humana no podría haberlo alcanzado antes de ser revelado. La unión hipostática entre Dios y la criatura que supone la Encarnación es algo de lo que no hay analogía conocida, por lo que al hombre le habría sido imposible llegar por sus propios medios ni incluso a imaginar esa posibilidad.
La gran novedad del cristianismo es el anuncio de que Dios se había hecho hombre para nuestra salvación. La Encarnación del Hijo de Dios es el vértice insuperable y el cumplimiento absoluto de la historia de la salvación. Jesucristo es la Palabra definitiva y última de Dios a la humanidad (Heb 1:2); el único Mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2:5) y la fuente de toda salvación presente y futura (Hech 4:12).
San Pablo nos habla de un “misterio oculto desde la eternidad” (Ef 3:9; Col 1:26; 1 Tim 3:16), que manifiesta la voluntad salvífica de Dios (Gal 4: 4-5; Jn 3: 16-17). El mismo San Pablo nos dice también que en Cristo habita la plenitud de la divinidad “corporalmente” (Col 2:9).
San Juan escribe en el prólogo de su evangelio que el mismo Verbo que estaba junto a Dios (Jn 1:1) se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1:14).
Los Santos Padres utilizan una gran variedad de términos para hablar de la realidad de la Encarnación: Encarnación, humanización, in-corporación, asunción de un cuerpo, morada, unión. San León Magno declaraba que “el que las dos sustancias se unieran en una sola persona no lo puede explicar ningún discurso si la fe no lo mantiene firmemente”[2].
La Encarnación es el tema central de las profesiones de fe del Magisterio. Pio IX en su carta “Gravissimas Inter” (año 1862) ha recogido la misma doctrina.
Los Fines de la Encarnación
Sabemos por Revelación que Dios se hizo hombre; y también sabemos que el hecho de la Encarnación para nuestra salvación es un dogma. Ahora bien, la teología siempre se preguntó por el motivo que llevó a Dios a tomar la decisión de que el Hijo se encarnara. O dicho de otro modo, ¿se habría encarnado Dios si el hombre no hubiera pecado?
La Sagrada Escritura insiste en la finalidad salvífica de la venida del Hijo del hombre:
- “El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19:10).
- “Dios envió a su Hijo al mundo no para condenar…, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3:17).
- “Envió a su Hijo al mundo como víctima propiciatorias por nuestros pecados” (1 Jn 4:10).
Los Santos Padres defienden continuamente el argumento de la Redención a la hora de hablar de la Encarnación de Cristo. Es típica la frase que se repitió continuamente entre ellos: “lo que no es asumido, no es sanado”. San Ireneo escribe que “si el hombre no necesitara ser salvado, de ningún modo el Verbo de Dios se haría hombre”. San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría hacen afirmaciones similares. San Agustín decía: “Si el hombre no hubiera perecido, el Hijo del hombre no vendría”.[3]
El Magisterio de la Iglesia confiesa en el Credo Niceno-Constantinopolitano que Jesucristo, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”.
¿Se habría encarnado el Hijo de Dios si el hombre no hubiera pecado?
A modo de curiosidad teológica les resumo ahora un problema que surgió en la Edad Media y que es el siguiente: ¿Se habría encarnado el Hijo de Dios si Adán no hubiera pecado?
El primero que se hizo esta pregunta fue el abad Ruperto Deutz (+ 1135), quien sostenía que aunque el hombre no hubiera pecado, Dios se habría encarnado.[4] Del mismo modo pensaba Honorio de Autún (+ 1152), quien decía que el mayor de los males no podía ser la causa de la Encarnación. Del mismo modo pensaban Alejandro de Hales y San Alberto Magno.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274) estudió el problema en varios momentos de su vida, considerando la fuerza de los argumentos en favor de la Encarnación aunque el hombre no hubiera pecado, pero no pudo encontrar ni en la Escritura ni en los Santos Padres un testimonio definitivo en favor de tal posición, por lo que él, personalmente, sostuvo la postura contraria.[5] Santo Tomás, y los tomistas en general, no niegan que la Encarnación podría no haber dependido de la Redención en otro orden posible que hubiera sido decretado por Dios; pero en el presente orden concreto en el que estamos, la causa material de la Encarnación fue de hecho la Redención de los hombres.
San Buenaventura afirma que ambas posiciones suscitan en el ser humano la devoción por motivos diferentes. La afirmación de que la Encarnación no depende del pecado está más en consonancia con el juicio de la razón, y sin embargo la afirmación contraria parece estar más de acuerdo con la piedad de la fe; y es preferible contar en el testimonio de las Escrituras antes que en el de la pura razón humana.[6]
Duns Escoto (+ 1308) defendió la idea de la Encarnación incluso si no hubiera habido pecado; pues según él, tal hipótesis sería no ya algo conveniente, sino incluso indispensable. Según este autor, la Encarnación del Hijo de Dios sería la razón última de toda la creación; ya que de no ser así, la mayor de las acciones de Dios (la Encarnación) hubiera sido algo meramente accidental si hubiera dependido del pecado del primer hombre.[7]
Les resumo pues aquí las cinco respuestas más comunes que se han dado a esta pregunta:
- El motivo adecuado para la Encarnación es su misma excelencia, por lo que Dios se habría encarnado incluso aunque el hombre no hubiera pecado (Abad Ruperto y Honorio de Autún).
- Solamente Dios conoce el motivo real de la Encarnación, pudiendo ser la excelencia de la misma o bien el pecado de los hombres (San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino en su Comentario a las Sentencias).
- El pecado del hombre sólo es motivo de que la Encarnación se realizara en carne pasible, pero no de la Encarnación en sí misma, la cual se habría realizado en todo caso (Duns Escoto, San Francisco de Sales).
- Existen muchos motivos adecuados a la vez (Suárez).
- En el orden presente de cosas realmente querido por Dios, el pecado del hombre fue el motivo adecuado de la Encarnación en base a los testimonios de la Revelación y de los Santos Padres (San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica).
Frente a este problema, ha habido teólogos, como los que se citan abajo, que dieron respuestas que fueron calificadas por el Magisterio como heréticas. A saber:
- Wiclef: “Todas las cosas son producidas por Dios con necesidad absoluta”.
- Malebranche y Leibnitz: quienes afirman que la Encarnación fue necesaria.
- Hermes, Günter y Rosmini: Hay una “necesidad moral” de Dios de encarnarse.
Todas estas doctrinas calificadas como heréticas tienen una idea común de fondo: Era necesario que Jesús se encarnara.
La teología neomodernista ha intentado dar respuesta a esta pregunta enfocándola desde otro punto de vista. Dice esta teología que la obra de Cristo no puede ser entendida como un mero restablecimiento del orden perdido en el Paraíso como consecuencia del pecado, sino más bien como una función escatológica, donde el orden y la perfección de la criatura alcanzan su plenitud no en el comienzo de la creación sino al final de la historia. Por eso, contempla el papel del Verbo encarnado no sólo como Redentor, sino, con independencia de la caída inicial, como conductor dinámico de la historia hacia la plenitud del hombre y del cosmos. Esta es en el fondo la tesis de Teilhard de Chardin, J. Moltmann. Por eso concluyen que el Hijo se habría hecho hombre incluso si el género humano no hubiera pecado.
Los textos de la nueva teología con gran facilidad caen en una tal ambigüedad que los hace confusos y permiten pensar que se están sosteniendo doctrinas seguras, cuando en realidad se introduce algo completamente nuevo, donde no se precisa la trascendencia de Dios, o se afirma un panteísmo larvado, o se sostiene la idea de la salvación de toda la humanidad por el mero hecho de la Encarnación sin necesidad de la aceptación personal y libre de la gracia (de ahí al cristianismo anónimo de Rahner hay sólo un paso). Esta nueva teología es además, antropocéntrica y desfigura la realidad del pecado original.
La libertad de la Encarnación
La Encarnación y la Redención son una obra de Dios que nace de su absoluta libertad, un puro regalo y don para el hombre que en absoluto es exigible por nada ni por nadie. Es en este sentido un puro fruto del Amor Infinito. Así aparece en palabras del mismo Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo…” (Jn 3: 16-17). Por eso San Juan nos recuerda: “En esto se manifestó el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por Él la vida” (1 Jn 4:9).
Por ser una obra libre de Dios, no se puede decir, como afirmaron algunos protestantes, que era necesario que Dios se encarnara. De aquí podemos sacar las siguientes conclusiones:
- Dios no tenía la obligación de salvarnos.
- Dios nos podría haber salvado sin necesidad de encarnarse. Podría haber utilizado cualquier otro medio, si esa hubiera sido su voluntad.
Establecida la libertad absoluta de Dios en relación a la Encarnación y la Redención, hemos de afirmar que esa decisión divina fue “la más conveniente” para conseguir la “reparación del pecado y la santificación del hombre”. Pues:
- Brillan de un modo especial tanto la justicia divina reparada como su amor y su misericordia[8].
- También brillan de un modo singular tanto la justicia humana (porque el propio hombre repara el daño hecho por el pecado), como también su amor (por la entrega total que Jesucristo hombre hace al Padre).
- Además, es conveniente la Encarnación por los beneficios “extras” que el hombre recibe.[9]
Es por ello que el Concilio de Colonia (a. 1860) declara: “Si quería Dios exigir una satisfacción íntegra por el pecado, que al mismo tiempo manifestara su misericordia y su justicia, nadie podía satisfacer por él, a no ser quien al mismo tiempo fuera Dios y hombre”.[10]
Eternidad divina y Encarnación en el tiempo
La idea de la eternidad divina manifestada en la Sagrada Escritura no está expresada en sentido filosófico (como un continuo presente), sino más bien con el modo propio de los hebreos; es decir, como un prolongar infinito de la línea del tiempo para atrás y hacia adelante. (Jer 10: 1ss; Sal 135: 15-17: Is 41:4; Sal 90:2: 2 Pe 3:8).
Tanto el espacio como el tiempo manifiestan la limitación del ser material, pues son las medidas de sus límites de extensión y duración. Dios, en cambio, es ilimitado, no está sometido a las coordinadas del espacio y del tiempo.
La Encarnación no supone la pérdida de la eternidad divina, pero sí la manifestación de lo eterno en nuestro tiempo creado. En este sentido, la venida de Jesucristo supone que lo eterno irrumpe en nuestro mundo y en nuestro tiempo creado, y realiza el acontecimiento crucial de toda la historia del mundo. Literalmente, la historia humana se divide en dos: antes y después de Jesucristo.
Debemos aclarar que, desde la perspectiva de Dios, tal actividad es en sí misma eterna, ya que sus acciones “ad extra” (creación y Encarnación), se identifican con su esencia. Pero como términos o efectos de esa actividad, sus acciones “ad extra” son temporales.
Encarnación e inmutabilidad divina
La inmutabilidad es una de las propiedades de Dios. Dios es inmutable por ser Acto puro; en Él no puede haber cambio, pues en Él nada existe en “potencia”. Por otro lado, Dios es simple (sin “partes” que posibilitaran un cambio), y al mismo tiempo es infinitamente perfecto (no carece de nada que pudiera obtener mediante un cambio).[11] Dios es “el que es” (Ex 3:14).
El hecho de la inmutabilidad divina está manifestado en la Sagrada Escritura en multitud de ocasiones: “Tu eres siempre el mismo” (Sal 102:27); “Yo, Yahveh, no cambio…” (Mal 3:6). Dios es siempre fiel, su sabiduría permanece siempre la misma (Sab 7:27). “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24:35; Is 40:8).
Los Santos Padres afirman la inmutabilidad de Dios frente a las herejías que afirman en Dios la posibilidad de cambio: panteístas, politeístas y gnósticas.
Pero junto a la afirmación de la inmutabilidad de Dios, vemos algunos textos de la Sagrada Escritura en la que se ve en Dios “cambio”. Por ejemplo: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1:14), o también este otro: “Cuando llegó la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley” (Gal 4:4).
¿Cómo podemos, pues, solucionar esta aparente aporía de que Dios es inmutable pero también “cambia”? Como la mutabilidad incluye potencialidad, composición e imperfección, es irreconciliable con Dios. Cuando Dios hace sus obras “ad extra” (hacia el exterior de sí mismo), tales como la creación o la Encarnación, Dios no se dedica a una actividad nueva que antes no hacía, sino que entra en una nueva realización de los designios eternos de su divina voluntad; por tanto, el designio de crear es tan eterno y tan inmutable como la naturaleza divina con quien de hecho se identifica. Solamente en sus efectos (creación, Encarnación), la acción de Dios es temporal y mutable.
La Encarnación, una obra de la Santísima Trinidad
Jesucristo es el Hijo de Dios (Segunda Persona de la Santísima Trinidad) encarnado. Ahora bien, como cualquier obra “ad extra” de Dios, participan las tres Divinas Personas: El Padre manda a su Hijo, el Hijo se encarna en el seno de María por obra del Espíritu Santo.
La Sagrada Escritura atribuye la obra de la Encarnación a cada una de las tres divinas Personas:
- En la Carta a los Hebreos (Heb 10:5) y en la Carta a los Gálatas (Gal 4:4) se nos dice que es obra del Padre. Cristo es el enviado del Padre (Mt 10:40, Lc 4:43).
- En la Carta a los Filipenses se nos dice que la Encarnación se atribuye al Hijo (Fil 2:7). San Juan nos recuerda que Cristo es el Hijo de Dios encarnado (Jn 1: 1-14). Su llegada al mundo, y toda su vida, es un acto de obediencia al Padre (Jn 3:4; Rom 5:19). La Encarnación y la Redención son misterios intrínsecamente unidos (Mt 1: 21; Hech 4:12).
- La Encarnación también se atribuye al Espíritu Santo (Lc 1:35): “El poder del Espíritu te cubrirá con su sombra”. Y también en Mt 1:20: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo”. El Espíritu Santo unge a Cristo en el bautismo (Mc 1:10).
San Agustín recoge toda la tradición patrística y concluye: “El hecho de que María concibiese y diese a luz es obra de la Trinidad, ya que las obras de la Trinidad son inseparables”.[12]
El Magisterio de la Iglesia recoge y defiende la misma doctrina en el Concilio XI de Toledo, Concilio IV de Letrán y otros.
La teología trinitaria establece con firmeza que toda obra “ad extra” de la Santísima Trinidad es atribuible a las tres divinas Personas, ya que las personas obras a través de su naturaleza, y en Dios hay una sola y única naturaleza divina simple e indivisible. Es por ello que fue obra de las tres divinas Personas: la formación del cuerpo de Cristo en el seno de la Virgen María, la creación del alma humana de Cristo, la unión hipostática de ese cuerpo y de esa alma humanas en la Persona divina de Jesucristo.
Muchos otros aspectos podríamos analizar referentes a la Encarnación, como por ejemplo la conveniencia de que se encarnara el Hijo y no el Padre o el Espíritu Santo; pero dado que no se pretende hacer un tratado cristológico, sino más bien un serio catecismo para adultos, creo que es suficiente con lo expuesto.
El próximo día pasaremos a hablar de la Persona de Cristo y de sus dos naturalezas: divina y humana. En un siguiente capítulo estudiaremos las diferentes obras de Cristo y en un último artículo hablaremos de la Redención.
(Nota: Un alma bendita se está molestando en reunir todos estos artículos y ponerlos en formato libro. Cada semana se va actualizando, conforme se añade un nuevo artículo. Pueden bajarse este libro desde la sección descargas o pinchando aquí).
Padre Lucas Prados
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[1] Para estos capítulos cristológicos de “Profundizando en nuestra fe” me está sirviendo de gran ayuda el Tratado de Cristología de J.A. de Jorge García-Reyes (en proceso de publicación).
[2] San León Magno, Sermones, 29:1
[3] San Agustín, Sermones, 174, 2, 2; P. L., XXXVIII, 9400.
[4] Rupertus Tuitensis, De Gloria et honore Filii hominis super Matthaeum, P.L. 148, 1628
[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, IIIa, q. 1, a. 3;
[6] San Buenaventura, In III Sententiarum, dist. 1, q. 2.
[7] Duns Escoto, Opus Oxoniense, 3, dist. 19.
[8] M. Cuervo: Tratado del Verbo Encarnado en “Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino”, vol. XI, BAC, Madrid, 1960.
[9] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, IIIa q. 1 a. 2.
[10] Sínodo de Colonia del a. 1860, p. 1, c. 18.
[11] Santo Tomás de Aquino: Summa Theologica, Ia, q. 9, a. 1.
[12] San Agustín: De Trinitate, II, V, 9. (P. L. 42, 850).